S
iempre existe otra historia, siempre hay algo más de lo que el ojo puede capturar
(WH Auden). Esta cita del poeta británico aparece en un momento clave del relato más reciente de Claude Chabrol, El inspector Bellamy, cinta policiaca y cuento moral sobre la confesión de una culpa. La historia circular, escrita por Odile Barski y el propio cineasta, se inicia y concluye con la escena de un accidente automovilístico. Entre estos dos puntos, un célebre detective, Paul Bellamy (imponente Gérard Depardieu), se permite un descanso de sus muy plácidas vacaciones en el sur de Francia, para interesarse en el caso de un vendedor de seguros, Émile Leullet (Jacques Gamblin) que para cobrar una prima escenifica su propia muerte, utilizando en su lugar a un vagabundo, a quien coloca en su auto para empujarlo por un precipicio. El cuerpo carbonizado apenas permite la identificación. El criminal busca, sin embargo, con una identidad diferente, al detective Bellamy y se muestra interesado en el caso.
El encuentro de estos dos hombres es el detonador de una serie de equívocos que irán complicándose a medida que avanza la indagación informal. Tratando de elucidar el misterio del fraude criminal, Bellamy se ve obligado a explorar un turbio secreto de familia y a librarse él mismo a la confesión de una vieja culpa.
El inspector Bellamy tiene, en apariencia, la construcción de un clásico relato de Georges Simenon. Su protagonista central, detective en vacaciones, sibarita de obesidad sensual y sonrisa magnética, es un extraño Maigret confrontado a dudas existenciales sobre la persistencia e impunidad del mal y también sobre la solidez del compromiso amoroso. Vive una relación marital demasiado perfecta, goza asimismo de una reputación sin fisuras. Es un hombre exitoso, sediento sin embargo de novedad y de aventura. Incursiona en el momento más inesperado en un asunto criminal que le conducirá a una confrontación dolorosa con su pasado, donde figura la relación con un medio hermano alcohólico e irresponsable (Clovis Cornillac), por quien muestra una extraña condescendencia, y que bien pudiera traicionarlo con su propia esposa.
El fantasma de los celos, la identificación instintiva del perseguidor con el criminal, la superficie engañosa de una armonía doméstica que pende de un hilo, y la tranquilidad misteriosa de la provincia francesa (en los relatos de Chabrol siempre llena de signos inquietantes), son recurrencias típicas, previsibles, que remiten a películas suyas tan oscuras como La ceremonia o El carnicero, pero que aquí no ofrecen ya ni humor negro ni veneno ni sarcasmo. Esto decepciona a muchos espectadores acostumbrados a la mordacidad crítica de Chabrol y descubren aquí un relato tan plácido y moroso como su protagonista estrella, Depardieu, que va librando sus secretos sin mayores aspavientos, en una línea muy fina de observación moral y sicológica.
Observación de la moral burguesa y sus falsas certidumbres; observación también de los mecanismos del crimen, siempre engañosos, capaces de frustrar la avidez mediática y el sensacionalismo. El crimen se confunde aquí con un sutil desequilibrio doméstico y también con la sucesión de simulaciones a que se libra un orden social anquilosado. Es el reino de la mentira observado una vez más por Chabrol, entomólogo de las conductas. Y si no hay solución definitiva al caso de Leullet ni explicación a la extraña defensa cantada con música de Georges Brassens, es porque todo el engranaje de la justicia y sus sanciones puede ser en definitiva una farsa más en una sociedad dispuesta a engañarse a sí misma. Una historia, la de un crimen expuesto a la sociedad, esconde otra historia, familiar y más íntima, tal vez más perturbadora. Chabrol invita a descubrirla en un thriller de apariencia convencional que guarda, sin embargo, el sello de sus más profundas y antiguas obsesiones de autor.
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