Aniversario 40 de un clásico del cine contemporáneo
Actualizado 3:45 p.m. hora local
BARBARA VASALLO VASALLO
Los 40 años del filme Lucía, considerado como un clásico del cine contemporáneo, fueron recordados en la ciudad Matanzas, durante el XX Encuentro de Cine Club Yumurí 2008, que finaliza hoy.
En la casona de los escritores y artistas de esta urbe, Eslinda Núñez y Adela Legrá, protagonistas de la película dirigida por el reconocido Humberto Solás, contaron anécdotas del momento de la filmación y rindieron homenaje a Raquel Revuelta, otra de las intérpretes.
Revuelta, destacada actriz cubana desaparecida hace poco tiempo, desempeñó el rol del primer cuento de la trilogía de Solás, estrenada el cinco de octubre de 1968 y que narra de manera amena la historia de las luchas por la independencia de Cuba a partir del lenguaje de género no sexista.
Eslinda Núñez dijo que Lucía está indisolublemente unida a su vida, el personaje representó la inserción de la mujer en la vida cotidiana e influyó hasta en su comportamiento, agregó la actriz, quien exhibe una exitosa carrera cinematográfica.
Yo soy Lucía, afirmó Adela Legrá, lo único que me falta de ella es lo relacionado con la reconciliación de la pareja, pues Lucía me enseñó a superarme, aprender a vivir, a no ceder ante nada ni nadie, a comprender a los demás y a mí misma, fue mi revelación, confirmó.
Ambas artistas, consagradas dentro del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográfica (ICAIC) coinciden en la opinión de que la película de Solás superó todas las expectativas y marca, junto a Memorias del Subdesarrollo, de Gutiérrez Alea, huellas en la cultura cubana.
El XX Encuentro de Cine Club Yumurí 2008, entregará hoy los premios a las más de 80 obras en las modalidades de vídeo, ficción, spot y dibujos animados, en las que compiten integrantes de cine club de todo el país. (AIN)
Saturday, May 31, 2008
Monday, May 26, 2008
Mar de Historias
Cristina Pacheco
Del polvo al polvo
En aquellos rumbos las tolvaneras no están determinadas por el calendario. Cualquier día, sin importar el mes ni la hora, la tierra salitrosa se alborota al primer soplo de viento. Girando, como en un acto de prestidigitación, los remolinos lo borran todo, desde las casas con techos de lámina hasta las ruinas de la hacienda; confunden las voces y los ladridos; elevan los papeles que en el aire simulan parvadas silenciosas llenas de signos, letras, números.
De las antiguas arboledas que embellecieron la hacienda resta sólo un altivo pirú retorcido. En su tronco sarmentoso no hay brotes que garanticen su futuro ni iniciales que acompañen su soledad. A su sombra, entre los muros que hablan de un esplendor remoto y ya irrecuperable, nacen breñales. Son el refugio de los drogadictos, los malhechores y los amantes.
Para los niños ese terreno erizado de basura, ramas secas y varas espinosas representa un pasaje peligroso, un terreno prohibido, pero también el escenario en donde protagonizan sus aventuras y sueños de grandeza: convertirse en estrellas de la televisión y en héroes del deporte.
Al paso incontenible de las tolvaneras se borra hasta la diferencia entre los delirios y los sueños, las estaciones y los meses. Lo único que continúa intocado es el cielo: cada mañana parece más azul y cada noche más lejano.
Restas
Sumadas, las edades de esos cinco niños no alcanzan cuarenta años.
Sumados, los sabores que conocen sólo registran lo picante, lo amargo y lo salado.
Sumados, sus juguetes no llenan el botadero en una tienda departamental.
Sumadas, sus ropas no integran un ajuar completo.
Sumadas, las palabras con que hilan sus conversaciones alcanzan cuarenta y dos líneas del diccionario.
Sumadas, las horas que han escuchado las lecciones de sus maestros arrojan menos de las que tiene un año.
Sumadas, las páginas que han leído dan para imprimir un cuadernillo.
Sumados, sus periodos de verdadera infancia arrojan treinta meses.
Sumados, sus paseos abarcan los espacios de dos macroplazas, un estadio, una feria.
Sumado, el tiempo que se han sometido a un interrogatorio médico llega a tres horas.
Sumados, los viajes que han emprendido representan un kilometraje mínimo.
Sumado, todo el silencio que los rodea es una noche inmensa.
Sumadas, las preguntas para las que aún no obtienen respuestas llenan enciclopedias.
Sumadas, las horas que han estado frente al televisor equivalen a una eternidad.
Sumadas, sus experiencias abarcan cuanto hay entre el nacimiento y la muerte, pasando por el gravoso deber de ir abriéndole un mañana al futuro.
Sumadas otra vez, las edades de esos cinco niños dan como resultado muchos siglos.
Coronación
Nadie sabe cuántos años tiene ese muchacho al que le han quitado el nombre para llamarlo simplemente “Él”. Para identificarse tampoco requiere de apellidos. Basta con su estatura descomunal, su sonrisa perpetua y la forma en que, sin motivo alguno, oculto entre las ruinas de la antigua hacienda, se pone a gemir o habla en un idioma incomprensible.
Su atuendo también es singular. Cachuchas, restos de sombreros viejos y trapos enredados protegen su melena abundante y estropajosa; ropas desiguales que la caridad ha ido colgándole en el cuerpo, le dan la apariencia de un desdichado muestrario ambulante; zapatos dispares lo obligan a tomar siempre los caminos equivocados.
De todo lo que lleva encima, lo único que “Él” selecciona son las cintas con que se adorna las muñecas. Buscándolas se pasa horas en los basureros. Luego, con paciencia de miniaturista, las entreteje hasta que al fin quedan convertidas en vistosas pulseras. Con ese acto de voluntad y raciocinio se ata a su locura. Nadie la combate, a nadie estremece ni conmueve. Su existencia es parte de la vida, un destino diferente, otra fisura en las ruinas.
Alto rendimiento
El progreso evidente es la escuela. Sus aulas, construidas con dinero y esfuerzo colectivos, están hechas de tabicón y lámina. Eso explica que en verano sean hornos y en invierno frigoríficos. Lo importante es que se levantan en donde antes no había nada.
Los maestros y los padres de familia están complacidos con sus logros aunque saben que aún falta mucho por hacer: astabandera, baños, laboratorio, biblioteca y una barda que proteja la escuela contra las tolvaneras. Por increíble que parezca, son más dañinas que los malvivientes que merodean por el rumbo: provocan desorden en los salones –los niños se distraen mirándolas– y perjuicio para los estudiantes que, en la explanada, asisten a su clase de gimnasia.
Las nubes de polvo les enturbian la visión, les dificultan entender las instrucciones de su maestro –“Brazo derecho arriba, brazo izquierdo abajo”– y disminuyen su resistencia mientras hacen giros y flexiones. Al finalizar la hora de clase el maestro y sus alumnos, todos víctimas de las implacables tolvaneras, parecen un ejército que escapa de un campo de batalla y va hacia otro para recomenzar. “Uno, dos, tres… ¡Con ganas, muchachos! ¿Qué les pasa?”
Metáfora
En cuanto abandona la cama Lucía corre a vestirse con su reglamentaria ropa blanca. Asomada al espejo se encuentra parecido con el Ángel de la Guarda que tuvo durante muchos años sobre la cabecera. Luego se calza las zapatillas que también son blancas y sale a la calle. Un gesto de contrariedad le deforma la cara cuando siente que una pringa de hollín cayó en su blusa. La retira con un movimiento combinado del pulgar y el cordial pero queda una mancha casi invisible.
Corriendo, llega hasta el paradero del microbús. Al abordarlo advierte que sus zapatillas blancas tienen una orla de lodo. Siente asco. La urgencia de quitársela es menos poderosa que la de llegar puntualmente a la fábrica. En la puerta está el jefe de personal vigilando que sus muchachas luzcan impecables porque de eso depende en buena medida el prestigio de la empresa.
Después de marcar su tarjeta Lucía corre al baño y con papel húmedo se limpia las zapatillas. Va hacia su mesa de trabajo y se pone el mandil para protegerse. No han pasado cinco minutos antes de que ella vea que su ropa está salpicada de aceite y grasa. Sabe que hay sustancias poderosas que las disuelven, pero las usa lo menos posible porque luyen los tejidos.
Llega la hora del almuerzo. Lucía abandona su mesa de trabajo y sale con sus compañeras a la calle. Comen en la banqueta desde que el programa de ahorro incluyó la desaparición del comedor y, cuando sea necesario, la de parte del personal.
Sentada contra la pared, lo más lejos posible del arroyo, Lucía come el guisado que siempre lleva en su túper blanco. Un tráiler que pasa sobre un charco la salpica de lodo. Resignada, se limpia las manchas con desgano, contenta de que ya falta menos para volver a casa.
En cuanto llega, corre a mirarse al espejo. Del Ángel de la Guarda con quien se identificó esa mañana no queda nada. Se desviste lentamente. Mira sus ropas sucias con la expresión misericordiosa de quien escucha las confesiones de un pecador.
Sunday, May 11, 2008
El profesor bicolor
MAR DE HISTORIAS
Cristina Pacheco
Si algo bueno tienen las fechas señaladas es que nos permiten hacer balances, corregir injusticias y recuperar presencias que al paso de los días se convierten en sombras. Están unidas a nombres que se diluyen en nuestras devociones cotidianas. ¿Cómo se llamaba aquel maestro que me dio clases en cuarto de primaria? Eusebio Santoyo.
En el esfuerzo de encontrar el nombre fueron apareciendo rasgos, gestos, atuendos, manías, conductas, hasta que al fin el personaje olvidado apareció completo y ahora ocupa el primer plano que le corresponde. Trae consigo lugares, el eco de otras voces e inclusive la sombra de una palma camedor.
Al recordar al maestro Santoyo, en cierta forma cumplo la promesa que al término del ciclo escolar le hicimos mis compañeros y yo: visitarlo en su nueva casa. Según él, debía estar por los rumbos de Azcapotzalco, que eran también los de la escuela.
Buscamos el nuevo domicilio entre todos sus alumnos porque la condición física y el desánimo ocasionado por su reciente viudez le impedían al maestro Santoyo hacerlo por su cuenta. Emprendimos la indagación hacia final del curso, en esos días en que las actividades disminuyen y la disciplina no tiene más propósito que mantener al grupo en el aula mientras llega la hora de salir.
II
Desde que se planteó la inminencia de la mudanza, en el salón todo cambió: los minutos que antes ocupábamos en repasar ejercicios de lenguaje o temas de historia y geografía los invertíamos en comunicarle al maestro Santoyo el resultado de las pesquisas.
Como si estuviéramos en medio de una clase regular, pedíamos la palabra levantando la mano y esperábamos nuestro turno para decirle al profesor que habíamos encontrado un departamento en Popotla, un chalet en Clavería, una casa de huéspedes en alguno de los muchos Golfos que hay en el pueblo de Tacuba.
Nuestra situación económica nos permitía tener un concepto muy claro de la realidad, pero lo olvidábamos en cuanto se trataba de buscarle un nuevo alojamiento al maestro Santoyo. Llevaba siempre los tacones chuecos y el mismo traje negro cada día más lustroso; sin embargo, por ser quien era –nuestro profesor–, lo veíamos instalado en una superioridad ajena a la pobreza, la fisiología vulgar o rutinas como las de ir al pan, al zapatero o a la casa de empeño.
En actitud de alumno aplicado, el maestro Santoyo tomaba nota de nuestras sugerencias en un cuaderno y con su sonrisa violeta –literalmente violeta– agradecía los esfuerzos y nos suplicaba que “en algún tiempecito libre” siguiéramos buscando lo que él necesitaba: un sitio en dónde vivir sin pretensiones, sin recordar a cada paso a su extinta mujer, donde cupieran sus libros y, sobre todo, que estuviese en una calle alegre.
III
Para nosotros todas las calles eran alegres, aun las que se esfumaban tras las tolvaneras de marzo o se convertían en lagunas y mares durante las prolongadas épocas de lluvia. ¿Por qué para el maestro era tan difícil verlas así? Decidimos preguntárselo seguros de que él, capaz de aclararnos las complejidades de las conjugaciones, nos daría la más precisa de las respuestas.
Nuestra demanda lo sorprendió tanto como a nosotros la suya: “¿Por qué no entienden lo que es para mí una calle alegre? Pero si está claro: basta con que sea muy luminosa, que tenga las banquetas en buen estado para que al caminar no me tropiece, que las guarniciones no sean tan altas para que me cueste menos trabajo subirlas, que esté limpia, que tenga árboles y una banca para sentarme a descansar y que las hileras de casas sean bajas para que un ciudadano común pueda deleitarse mirando el cielo”.
Nunca encontramos una calle que coincidiera con la descrita por el maestro Santoyo. Pienso que si mis compañeros y yo aún estuviéramos buscándola no daríamos con ella: sin darse cuenta, nuestro profesor aspiraba a recuperar en una calle imaginaria el mundo de la infancia y el vigor de la juventud.
A fin de cuentas nuestros esfuerzos resultaron inútiles porque el maestro Santoyo no tuvo otro remedio que mudarse a la casa de su hermana en Mar Mediterráneo. La construcción existe, pero sus ventanas ya no están protegidas con lienzos de encaje y en la entrada falta una inmensa palma camedor.
Era una planta altísima con el tronco escamoso, despeluchado. Junto a ella debíamos esperar la autorización de la sirvienta para subir a los dos cuartos que su hermana le había asignado al profesor Santoyo. La cantidad de libros imposibilitaba el orden. Junto a los mapas colgados en las paredes había cinco retratos: los progenitores, la esposa fallecida, Benito Juárez, Ignacio Ramírez El Nigromante y Francisco Zarco.
IV
La primera vez que visitamos al profesor Santoyo nos recibió en la escalera. Vestía con su invariable solemnidad –traje negro lustroso, camisa blanca con el cuello volteado y corbata adelgazada por el uso– y llevaba, como siempre, las comisuras y los labios color violeta. En cuanto nos dio la bienvenida advertimos que no llevaba su dentadura postiza. Fingimos no darnos cuenta pero hubo entre nosotros intercambio de miraditas y no faltó quien soltara una carcajada.
El maestro Santoyo nos invitó a pasar a sus habitaciones. Sobre la mesa de pino vimos el maletín en que acostumbraba trasportar sus materiales de trabajo, el juego de geometría infaltable en el salón de clase, una taza con un lápiz-tinta y un florero transparente con la dentadura hundida en el agua.
Al notar que la mirábamos entre burlones y horrorizados, el maestro se disculpó: “Quería ponérmela para recibirlos como debe ser, pero no pude. Mis encías están llagadas. Es algo muy doloroso al comer y hasta cuando hablo, así que ustedes me perdonarán”.
Mucho tiempo después de que la ingratitud nos llevó a olvidar la promesa de no abandonarlo, seguimos recordando al profesor y la remota mañana en que por fin logramos resolver el misterio que inspiró el sobrenombre que le pusimos al maestro Santoyo. A escondidas lo llamábamos Bicolor porque tenía las mejillas encendidas como a punto de sangrarle, y las comisuras y los labios siempre manchados de color violeta.
El día de nuestra primera visita, el maestro Santoyo aprovechó para ejercer una pequeña venganza al decirnos que siempre había sabido cómo lo apodábamos, pero enseguida obró a nuestro favor: “No se preocupen. Habría hecho lo mismo si me hubiera dado clases un señor con las mejillas rojas y la boca morada”.
Como si estuviera impartiéndonos geografía, se acercó a las fotos y señaló hacia el retrato de sus padres: “La piel roja es herencia de mi mamá –ya parece que la veo chapeadita, chapeadita–; lo segundo se lo debo a un odontólogo que tenía fama de ser muy capaz pero me resultó un distraído de marca. Me extrajo los dientes y me sacó varios moldes de las encías hasta que los dos quedamos satisfechos. Todo iba muy bien pero en el momento de entregarme la prótesis se equivocó y me dio la de un paciente llegado de Monterrey, quien, por supuesto, a esas alturas ya estaría padeciendo los mismos tormentos que yo, sólo que frente al cerro de la Silla”.
La escena era dramática y sin embargo no pudimos menos que reírnos. Al maestro no le importó y siguió hablando: “El verdadero problema radicaba en que al día siguiente iban a comenzar las clases. Por nada del mundo quería faltar y menos presentarme chimuelo. El médico le dio una calentadita a mi dentadura, me dijo que con el uso y un buen pegamento iba a sentirla como propia; pero en caso de que no fuera así, tocara con mi dedo el sitio donde la placa no embonaba para que él, al día siguiente, le hiciera las correcciones necesarias y sin cobrarme un centavo adicional. ¡Faltaba más!”
Nos describió al detalle los sucesivos problemas que había tenido con su dentadura, la falta de tiempo para acudir regularmente al dentista, la carencia de dinero para acercarse a otro y cómo decidió buscar la solución a sus problemas: “Donde sentía en la boca alguna molestia marcaba con el lápiz-tinta y enseguida, con un cuchillo o una lima, raspaba la dentadura en el lugar correspondiente. El resultado es el que han visto y dio origen a mi sobrenombre: Bicolor. Acertaron: ese tipo de lápiz es mi predilecto”.
Si el maestro Santoyo aún vive, me gustaría que leyera esta página y la interpretara como una visita postergada y una muestra del agradecimiento que le tuve y le tendré siempre a mi querido y admirado Bicolor.
Friday, May 09, 2008
La “década perdida”. 1995-2006. Neoliberalismo y populismo en México
Salinas-juez, Salinas-Dios (Proceso 1644/4 de mayo de 2008)
Renuente al ostracismo, enfermiza su necesidad de estar presente en la vida pública nacional, el expresidente Carlos Salinas de Gortari reaparece en ella, impetuoso y con ganas de polemizar, con un nuevo libro: La “década perdida”. 1995-2006. Neoliberalismo y populismo en México, que en estos días estará en librerías. El título es la síntesis exacta de lo que pretende documentar a lo largo de más de 500 páginas: los gobiernos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, pero también el de Andrés Manuel López Obrador en la capital de la República, llevaron al traste al país en lo económico, en lo político y en lo social; dejaron una población sumida en la miseria y en la desesperanza, en el egoísmo y en la soledad.
Los tres, dice Salinas, paralizaron al país y frenaron la modernización que él impulsó en su administración, de 1989 a 1994. Pero, fiel a su costumbre, nunca los menciona por su nombre. Ni falta que hace, pues las alusiones son directísimas. Sabido es su encono contra Ernesto Zedillo –a quien él mismo escogió como su sucesor, tras el asesinato de Colosio— por haber frustrado sus pretensiones de gran estadista y presidente sin par y, además, por encarcelar a su hermano Raúl. A toro pasado, emprende una incisiva crítica a Vicente Fox --con quien se sabe que colaboró, al menos, en su intento fallido de sacar adelante una reforma fiscal--, así como a una parte de su gabinete, particularmente a Jorge Castañeda Gutman, su primer secretario de Relaciones Exteriores, a quien –usando la voz de otros– califica de miope, torpe e irresponsable; incapaz de definir una política exterior digna y eficaz, que lastimó las relaciones con América Latina y Cuba, que se plegó a los intereses de Estados Unidos y no logró nada en el tema del acuerdo migratorio ni en ningún otro. En este caso también se muestra desmemoriado: con Castañeda tuvo deferencias inusuales cuando, por ejemplo, le hizo en una entrevista revelaciones que a otros les había negado Y con él fue aquella célebre reunión sigilosa en un restaurante de Bruselas, en los inicios del sexenio foxista.
Pero, sin duda, llama la atención que por primera vez se refiera públicamente –por supuesto, sin mencionar su nombre– a López Obrador, a quien define como el máximo exponente del populismo autoritario, que no es otra cosa que la restauración del viejo PRI. Es decir, el de López Obrador es el populismo de los programas clientelares, para quien el pueblo es una masa disponible, sin capacidad para conducir organizadamente su destino; el populismo de las obras de relumbrón sin sustento financiero transparente (segundos pisos, por ejemplo), sin rendición de cuentas, que debilita a las instituciones y al estado de derecho y que pretende perpetuarse en el poder.
De hecho, Salinas no deja títere con cabeza. Además de su villano favorito, Ernesto Zedillo, que según él propició la peor crisis económica de la historia reciente del país y avaló el saqueo descomunal al erario y a todos los mexicanos a través del Fobaproa; además de Vicente Fox, el gobernante frívolo que denigró la política exterior con sus garrafales deslices diplomáticos (el “comes y te vas” a Fidel Castro) y culminó la obra zedillista de entregar a los extranjeros la banca nacional; además de Jorge Castañeda, que quería la enchilada completa y nada logró; además de López Obrador, a quien pinta como el populista intolerante y manipulador… Con todos ellos, Salinas incluye en sus críticas a una larga lista de personajes públicos.
Por ejemplo, de Francisco Labastida Ochoa (que tampoco menciona por su nombre) dice que perdió la elección presidencial de 2000 por sus notables errores en la campaña, pero también por su incapacidad para aprovechar todo lo que tenía a su favor: economía al alza, apoyos gubernamentales de dinero público, información reservada, medios de comunicación afines, pero sobre todo “enormes recursos desviados del presupuesto público hacia su campaña (el Pemexgate)”.
En la misma tesitura, sostiene que los procuradores de los dos gobiernos neoliberales, el panista Antonio Lozano Gracia –con Zedillo– y Rafael Macedo de la Concha –con Fox– hicieron uso de la PGR con “agendas políticas” y la deterioraron institucionalmente, al grado de propiciar “la explosión del narcotráfico y la pérdida de la seguridad y la paz en territorios de muchas comunidades a manos de los cárteles”.
Casi nada escapa a la espada desenvainada del expresidente. Los partidos políticos, desprestigiados y sin propuestas claras. Los programas sociales de los gobiernos neoliberales de Zedillo y Fox, y el populista de AMLO, son sólo clientelares, electorales y asistencialistas, más inclinados a la dádiva que a promover la participación social, a convertir a los pobres en objetos y no en sujetos de su transformación.
Con autorización del autor y de la editorial Random House Mondadori, Proceso reproduce fragmentos relevantes del prólogo y del capítulo 4. (Carlos Acosta Córdova)
Carlos Salinas de Gortari
Prólogo
Al inicio del siglo XXI, México padece serios y graves problemas. Éstos han derivado de dos alternativas convertidas en gobierno: el neoliberalismo y el populismo autoritario. A causa de ellas, el país perdió una década, ha enfrentado la encrucijada entre la entrega excesiva al mercado y la dependencia desmesurada en el Estado y ha sido colocado en el falso dilema de escoger entre el mercado o el Estado. Una y otra alternativas se han ido enraizando en la vida diaria de los mexicanos y en sus mentalidades.
El freno de la modernización
Esta década perdida significó la paralización, entre 1995 y 2006, del proceso modernizador de México. Sin duda, durante ese periodo se dieron cambios importantes que resultaron benéficos para el país, unos promovidos por políticas públicas y otros por acontecimientos determinados por la realidad social y política.
Pero entre 1995 y 1998 el país padeció un viraje histórico que se
enraizó durante toda la década en estudio. En esos años se tomaron
decisiones que convirtieron un problema en una crisis y provocaron
la ruina económica y social más grave desde la revolución de 1910.
El cataclismo fue tan profundo que, 10 años después, muchos mexicanos
todavía consideraban que el país seguía en crisis.
Además de provocar dicha crisis, durante esos años y por primera vez en la historia contemporánea de México, el gobierno mexicano solicitó ayuda al gobierno estadounidense y se entregó el sistema de pagos, con los bancos del país (previamente refinanciados), a los extranjeros. Esto significó la pérdida del control del motor que promueve el desarrollo nacional. Al mismo tiempo, México sufrió un saqueo de recursos sin precedente, tanto por el costo del llamado rescate bancario como por el envío de las utilidades bancarias a sus matrices en el exterior (pagadas con impuestos de los mexicanos). El país se quedó sin financiamiento para su desarrollo, a lo cual se agregó la suspensión de las reformas de nueva generación que México necesitaba para alcanzarlo.
Durante esos años se canceló el programa social que promovía la organización popular, Solidaridad, y en su lugar se introdujo otro, Progresa-Oportunidades, que privilegió el individualismo posesivo, debilitó la formación democrática y desalentó la participación social. Convirtieron a los pobres en objetos, en lugar de sujetos, de su transformación.
Por eso cundió el desánimo entre la mayoría de los mexicanos: más de medio millón decidieron emigrar cada año a Estados Unidos. Una emigración de esa magnitud en tiempos de paz reflejó un rompimiento interno de los lazos familiares y sociales largamente anudados; es decir, la salida de millones de mexicanos fue no sólo un terrible fenómeno económico, sino también una debacle moral y derivó en un veredicto muy adverso para el neoliberalismo.
Además, tanto los neoliberales como los populistas destruyeron estructuras económicas y sociales cuya edificación había requerido mucho esfuerzo, para construir totalmente de nuevo, “como si no tuviéramos pasado”. Un pequeño grupo actuó en nombre de un mejor futuro, pero dejó a la sociedad mexicana desalentada, sin horizonte de progreso justo y soberano, y muy dividida. El pueblo pagó las consecuencias de estas alternativas fallidas.
Durante esa década predominó el desánimo social y, ante la falta de ese horizonte, por la pérdida de la gran oportunidad de salir del subdesarrollo, aumentó el desencanto entre los adultos y jóvenes.
Hacia una caracterización del neoliberalismo…
La esencia del neoliberalismo está en su fundamentalismo de mercado
(lo cual, sorprendentemente en México se complementó con el apoyo a los monopolios); asimismo, el neoliberalismo en México consideró que la nación no era más que un mero agregado de individuos, aislados y sin organización, y la soberanía era un asunto del pasado. Abatieron la autodeterminación popular. Los gobiernos neoliberales convirtieron en doctrina el llamado Consenso de Washington. Todo, en el marco de un país postrado social y económicamente, pues en unos cuantos años entregaron el sistema de pagos, duplicaron la deuda pública y lo contaminaron de la enfermedad holandesa.
Entre los neoliberales el mercado representó la realidad absoluta. La sociedad fue considerada un complejo de mercados: los mecanismos del mercado bastaban para resolver el reto de la justicia y, en última instancia, la injusticia se resolvía por sí sola. Para los neoliberales, el crecimiento económico fue una meta privada. En lo social, promovieron el asistencialismo: el apoyo individualizado, focalizador, impuesto desde la autoridad para debilitar la organización popular. En las zonas donde resultó más evidente la inequidad, como las rurales, promovieron métodos individualistas de producción. En general, alentaron el voluntarismo y la creación de asociaciones sin objetivos expresamente sociales. El resultado final fue el egoísmo y la soledad.
…y del populismo autoritario
Frente al neoliberalismo que gobernó durante más de una década, se promovió una alternativa fundada en la tradición mexicana que consideraba la acción dominante y omnipresente del Estado como la única opción que permitía alcanzar los propósitos nacionales.
El Estado como el gran instrumento de la transformación social. Quienes impulsaron esta alternativa privilegiaron al Estado como el gran propietario de la economía, dispensador de servicios, supuesto árbitro entre el capital y el trabajo, sustituto de la sociedad organizada. Postularon un capitalismo de Estado que en realidad es capitalismo subsidiado por el Estado. Fue una alternativa que fundó su tesis y acción en hacer depender a la sociedad en el Estado, y otra vez ofreció prosperidad sin esfuerzo, a partir de generalidades carentes de sustento. Para ellos el pueblo es una masa disponible sin capacidad para conducir organizadamente su destino. Confundieron lo social con lo estatal y los derechos sociales con los deberes del Estado y culminaron con la tutela sobre las organizaciones populares, a las que hicieron depender del subsidio estatal. Convirtieron el ideario de las varias revoluciones mexicanas en una camisa de fuerza marcada por el estatismo, el corporativismo, el proteccionismo y el control vertical sobre los movimientos populares. Es un nacionalismo estatificador. La lógica tras esta doctrina ha sido el control y la desconfianza.
Se trató del populismo autoritario, ejercido desde el Gobierno de la Ciudad de México entre 2000 y 2006. Fue una alternativa que ya tenía antecedentes de gobierno: en México, en la década de 1970; en América Latina, durante la segunda mitad del siglo XX. Es el tipo de populismo que, con sus programas sociales clientelares, su debilitamiento de las organizaciones populares, sus obras de relumbrón sin sustento financiero transparente, sin rendición de cuentas, debilita a su vez a las instituciones y al estado de derecho, y pretende perpetuarse en el poder. Burocratizaron las fuerzas populares de reforma. Es en realidad el clientelismo de la burocracia.
También incurre en paradojas, como el privilegiar circunstancias de mercado y grupos empresariales afines a él, junto con la omnipresencia del Estado. En realidad, no ofrece un gobierno nuevo, pues sus principales miembros ya gobernaron desde el Partido Revolucionario Institucional (PRI) vinculado con la nomenklatura. Tampoco es una repetición de la historia, a menos que antes fuera tragedia y ahora terminara en comedia. Pero sus repercusiones son tan adversas que se ha vuelto un dique para el desarrollo soberano y popular del país.
Este populismo mexicano ha sido la restauración de un viejo PRI. Por eso recurre a procedimientos, intolerancias y manipulaciones del pasado, que la nomenklatura mexicana convirtió en obstáculo para nuestro desarrollo. Esos procedimientos presentaban como cualidad nacionalista la supuesta protección estatal, que en realidad era discrecional, tutelar, centralizadora y autoritaria. Expropiaron progresivamente la libertad individual al convertir las organizaciones y demandas sociales en asunto de Estado. Su intolerancia consistió en considerar que todo el que no estaba de acuerdo con ellos era su enemigo y que ellos eran los únicos acertados; su manipulación, en querer identificar la lucha de la nación con su doctrina: todo el que no aceptara sin discusión esa doctrina era presentado como opositor al país. Han promovido la polarización al interior de su partido y a lo largo de la nación.
Por eso se trata de una vuelta al pasado que incluye las peores prácticas de ese modelo anquilosado. Y al promover el debilitamiento de las instituciones y el desprecio al estado de derecho, así como al evitar la rendición de cuentas, ese populismo resultó autoritario.
Neoliberalismo y populismo: de un programa por el pueblo a un programa para la gente
El neoliberalismo colocó al individuo aislado dentro del mercado; el populismo colocó al ciudadano como menor de edad, dependiente del Estado: uno y otro agruparon a los individuos como “la gente”.
(...) El populismo autoritario abate las redes de solidaridad a partir de la imposición de controles verticales de autoridad y de la práctica del clientelismo mediante las organizaciones sociales controladas desde el gobierno, lo cual refuerza la dependencia en el Estado. Al final, en lugar de pretender representar y hablar por el pueblo, su dirigente actúa como si él fuera “el pueblo”.
(...)
Sus prácticas muestran a un gobierno alejado del populismo revolucionario, así como de las luchas populares ocurridas en México al inicio del siglo XX. En realidad, estamos ante un populismo autoritario, similar a las expresiones más retrasadas de la región latinoamericana.
La pretensión de esta alternativa es ser considerada de izquierda, sin embargo sus acciones la ubican en otra posición. El saldo del populismo autoritario mexicano fue desfavorable para el avance democrático y el progreso popular: no pudo construir una alternativa moderna de izquierda. Se consolidó el clientelismo de la burocracia, en el marco del debilitamiento institucional y su convocatoria a la polarización social.
(…) En la ciudad de México la dirigencia en el gobierno impuso la alternativa populista autoritaria a partir de finales del año 2000. Sin embargo, dentro del Partido de la Revolución Democrática (PRD) se han distinguido dirigentes y militantes comprometidos con una verdadera alternativa progresista. Ellos sostienen principios de soberanía, justicia, libertad y democracia. Promueven el respeto al estado de derecho y el fortalecimiento de la vía institucional. Han trabajado en la lucha popular, y alentado la participación en organizaciones autónomas. Están comprometidos con la nación. Por eso, los problemas y las deficiencias de quien encabezó la Jefatura del Gobierno en la capital durante esos años no deben generalizarse al partido que lo llevó al poder.
Capítulo 4. Soberanía nacional, instituciones y democracia
1995-1998: un viraje histórico
Entre 1995 y 1998 se dio un gran viraje en la conducción del desarrollo
nacional. Esto comenzó durante los 30 días iniciales de la primera administración neoliberal en el poder: en ese breve lapso, dicho gobierno rechazó la ratificación temporal del talentoso secretario de Hacienda saliente, dio de baja a la mayor parte del equipo financiero, a continuación duplicó la emisión de Tesobonos y finalmente un pequeño grupo de empresarios agotó las reservas internacionales, pues el gobierno les avisó anticipadamente sobre la devaluación. Así, sin recursos y con una deuda de Tesobonos enorme, las autoridades llevaron al país a la insolvencia financiera: convirtieron un problema en una crisis.
Posteriormente, durante 1995, el gobierno mexicano tomó tres decisiones muy adversas al desarrollo nacional: para enfrentar la crisis de insolvencia que había generado, solicitó la ayuda del gobierno estadunidense, un hecho sin precedente en el siglo XX. Esto significó aceptar las decisiones propuestas por aquel gobierno. En consecuencia, durante ese año elevaron las tasas de interés de manera inusitada, lo que provocó la quiebra de miles de empresas y la pérdida del patrimonio de cientos de miles de familias.
A continuación, el gobierno asumió los pasivos de los bancos, que también habían quebrado, a causa de la imposibilidad de sus acreditados de cubrir las elevadísimas tasas de interés. A cambio de sus pasivos, el gobierno entregó a los bancos un pagaré de un fideicomiso privado llamado Fobaproa. Después, en lo que diversos autores han denominado “el saqueo a los mexicanos”, remató esos pasivos a la mínima parte de su valor.
Simultáneamente, el gobierno neoliberal canceló Solidaridad, el programa social que alentaba la organización popular, y en su lugar introdujo Progresa-Oportunidades, programa que privilegió el individualismo posesivo, debilitó la formación democrática y evitó la participación social. Convirtieron a los pobres en objetos, en lugar de sujetos, de su transformación. Consolidaron así el clientelismo de la tecnocracia.
A finales de 1998, estas acciones culminaron en otras dos decisiones que resultaron muy perjudiciales para el desarrollo soberano del país: primero, convirtieron en deuda pública el saldo de Fobaproa (llamado a partir de entonces IPAB). Con esta sola decisión, duplicaron el monto de la deuda histórica nacional. La segunda medida se dio en forma paralela: reformaron las leyes para autorizar y promover la propiedad mayoritaria de extranjeros en los bancos mexicanos. Durante los tres años siguientes, 90% de éstos pasaron a propiedad de los extranjeros.
Además de duplicar la deuda histórica en esos años, al entregar los bancos el país perdió el control de su sistema de pagos, que es el centro neurálgico de la actividad económica mexicana. Esto canceló la capacidad para tomar decisiones soberanas a favor del desarrollo nacional.
La propaganda oficial de la época presentó como salvamento lo que en realidad fue una capitulación y la entrega de áreas fundamentales a extranjeros. Esto se sumó a la crisis económica y social, lo que produjo una gran desmoralización entre amplias capas de la población. Tuvo su reflejo en el deterioro de las instituciones y de la vida democrática y en la pérdida de la soberanía como principio fundamental del proyecto nacional.
Deterioro en cultura cívica, libertad de expresión y partidos políticos
El desprestigio de los partidos también era grande. El Revolucionario
Institucional (PRI) enfrentaba la acusación de uso ilegal de recursos públicos en la campaña presidencial de 2000, escándalo conocido como Pemexgate. El Partido Acción Nacional (PAN), por su parte, fue acusado de haberse financiado con recursos ilegales del extranjero durante la misma campaña presidencial; el escándalo creció en noviembre de 2006, cuando Fox, todavía presidente, pocos días antes de concluir su periodo, fue denunciado penalmente por no cubrir los pagos a los abogados que lo habían defendido de esa acusación.
Un poco antes, en 2004, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue afectado por videos que mostraban a sus principales operadores políticos llenándose las bolsas con dólares, supuestamente para gastos ilegales de campaña. Los partidos menores sufrían un embate a sus dirigencias y estatutos. Todos enfrentaban multas millonarias impuestas por el IFE.
El escándalo alcanzó a miembros destacados de todos los partidos. Un gobernador priista del sureste era sospechoso de haberse fabricado un atentado para elevar su popularidad y ganar votos para su sucesor en la elección local. Un gobernador panista del centro del país fue acusado de proteger al narcotráfico y se promovió su desafuero en el Congreso local. El alcalde de Cancún, vinculado con el PRD, fue acusado de corrupción y desaforado.
La peor consecuencia neoliberal: la soberanía desapareció como prioridad y de la agenda presidencial
Durante el neoliberalismo la soberanía dejó de ser principio fundamental y esencia del Estado nacional. Esto se reflejó en la ayuda solicitada a una potencia extranjera para resolver una crisis provocada internamente. También al aceptar que los extranjeros impusieran el programa de salvamento, y al entregarles áreas estratégicas para la soberanía nacional: así se hizo con el sistema de pagos. El debilitamiento de la autosuficiencia en la producción de energéticos fue otra política dañina para el desarrollo soberano del país.
La culminación de lo anterior fue que el término soberanía prácticamente desapareció de los informes presidenciales. En 1995, en el primer informe presidencial del neoliberalismo, se hicieron 12 menciones a la soberanía; para el cuarto, sólo siete; en el quinto y sexto, ya no figuró como vocablo ni como tema. No fue casual: precisamente en 1999 y 2000 ese gobierno procedió a entregar el sistema de pagos del país a los extranjeros.
El segundo gobierno neoliberal confirmó el desprecio por la soberanía. En 2001 sólo una vez –por mera formalidad– se refirió a ella durante el informe presidencial, para hacer referencia ¡a la soberanía del Congreso! En los cinco informes de gobierno restantes, el presidente ignoró el concepto y el compromiso: no hizo referencia a ella en informe alguno, lo que confirmó el desprecio neoliberal por la soberanía como fundamento y prioridad nacionales.
Retrocesos en la política exterior
En el ámbito internacional, una política exterior alejada de los principios históricos de defensa de la soberanía y no intervención en los asuntos de otros países hizo que el respeto a México declinara mundialmente.
Ante una nueva realidad internacional, la primera administración neoliberal no supo definir una política exterior digna y eficaz para promover la soberanía de México en relación con otras naciones, en particular con Estados Unidos. Su corolario estuvo en la pretensión del gobierno mexicano de intervenir en los asuntos internos de otras naciones, de Cuba en particular, acción que fue calificada como “una política exterior servil ante los intereses externos”.
“Una devaluación sin precedente de la política exterior”
Posteriormente, en la prensa se descalificó la política exterior de la segunda administración neoliberal por “sus múltiples desaciertos, garrafales deslices diplomáticos, desencuentros y apuestas equivocadas. Tiene el descrédito de no haber logrado casi nada. Propició una devaluación sin precedente de la política exterior”.
Esa administración neoliberal no leyó adecuadamente la modificación de las relaciones geopolíticas a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El problema principal al abordar la nueva etapa de relaciones con Estados Unidos estuvo tanto en la forma como en el fondo: planteó los temas adecuados –acuerdo migratorio y recursos para el desarrollo–, pero lo hizo sin sentido estratégico, sin talento negociador y de manera inepta. El peor error fue haber perdido una ventaja que sólo se presenta cada 12 años: ambas administraciones, en México y en Estados Unidos (Bush hijo y Fox) iniciaron en la misma fecha, lo cual abría enormes oportunidades para fijar una agenda común y arrancar las negociaciones con celeridad y eficacia.
El gobierno mexicano pretendió, torpemente, negociar a través de los medios estadunidenses, en lugar de construir alianzas al interior de la nueva administración, el Congreso y los grupos de opinión. Al actuar sin estrategia precisa a favor de los intereses nacionales, la política exterior del segundo gobierno neoliberal equivocó el rumbo y perdió el tiempo. Los conductores iniciales de esta política exterior habían sido, años atrás, los más contumaces opositores mexicanos al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), incluso al presentarse ante el Congreso estadunidense para oponerse a la ratificación del acuerdo. Pero cuando formaron parte del gobierno neoliberal, y tuvieron la oportunidad de construir, fracasaron en alcanzar el acuerdo migratorio. Al final fueron derrotados en la batalla principal: no lograron avance alguno en materia migratoria ni en mejorar la relación al norte del país.
Cuando ocurrieron los atentados de septiembre de 2001, ya había pasado el momento de relanzar la relación con Estados Unidos. Quedará para la historia esta oportunidad desperdiciada. Una conducción de la política exterior –se la ha definido– caracterizada por “miopía, torpeza e irresponsabilidad”.
Este segundo gobierno neoliberal mantuvo su agresividad contra
Cuba, en busca de simpatías en Estados Unidos, pero se enredó en el resto de la relación: por un lado, anunció un voto, que al final no hizo falta, contra la guerra de Irak, pero votó por que un ejército de ocupación controlara el petróleo de esa nación, inconcebible proviniendo de un país como México, que es importante productor de petróleo.
Perdieron el sentido de dirección en la política exterior
Los comentaristas que coincidían con algunas de las acciones del neoliberalismo fueron los que hicieron la crítica más severa a su política
exterior. Así, uno de ellos señaló: “Aunque planteada con bombos y platillos, la administración perdió el sentido de dirección en la política exterior antes de comenzar”. Apuntó que en ese ámbito la responsabilidad era sólo del presidente y que esa responsabilidad exclusiva se reflejó en “nuestra lamentable posición internacional”.
Además de ser adversa para la soberanía nacional, la política exterior neoliberal sumó la pérdida de rumbo, en razón de que “se diseñó una estrategia que pretendía todo a una misma vez: gran cercanía con Washington y una activa presencia en todos los espacios multilaterales, un reencuentro con América Latina y un protagonismo en todos los ‘nuevos temas’, como la Corte Internacional de Justicia y el Protocolo de Kioto”. La ineptitud se reflejó en la incapacidad de “reconocer las contradicciones inherentes a una propuesta tan ambiciosa, los riesgos que entrañaba cada uno de los componentes o, mucho más grave aún, los intereses que se afectarían con un despliegue tan amplio y que, tarde o temprano, se revertiría con toda su fuerza”.
La política internacional de los dos gobiernos neoliberales fue contraria a los fundamentos de la política exterior mexicana (...).
Explotó el narcotráfico, y para combatirlo cedieron soberanía nacional. La seguridad y la paz se desplomaron en amplios territorios que pasaron a control de las bandas
(…) Durante esa década el narcotráfico explotó en el país y en amplios territorios puso en riesgo permanente la seguridad de las familias mexicanas, debilitó la salud de las instituciones y, ante el reto que significó para el Estado mexicano, agravó la debilidad de la soberanía nacional.
Paradójicamente, los neoliberales dificultaron la defensa de la soberanía, pues, al olvidar la máxima de que “el que paga manda”, el gobierno mexicano aceptó recursos extranjeros para el combate contra las drogas. Fue una cesión más de soberanía. En el informe del Departamento de Estado estadunidense sobre narcotráfico para 1996 se exaltó esa decisión del gobierno neoliberal:
“La crisis económica, combinada con la creciente preocupación en México sobre la amenaza de los traficantes de drogas y el crimen organizado, convenció a la administración de Zedillo a modificar la política de ‘mexicanización’ establecida en 1992, bajo la cual México había asumido el financiamiento total de su programa antinarcóticos. Ahora se ha reanudado la asistencia técnica y material de Estados Unidos”.
Al año siguiente el informe estadunidense remató: “El Departamento de Defensa de Estados Unidos ha completado la transferencia de aviones y equipo a las unidades militares mexicanas, y mantenido su amplio programa de entrenamiento y apoyo técnico”. Poco después, las autoridades de esa nación elogiaron la actitud del procurador mexicano “frente a críticas por la violación de la soberanía”, al aceptar que funcionarios estadunidenses realizaran en nuestro territorio funciones que eran de la competencia exclusiva de los mexicanos. Dentro del país, la violencia de los grupos de narcotraficantes desplomó la seguridad y la paz social en muchas comunidades y sus bandas controlaron espacios territoriales crecientes.
La soberanía nacional, en riesgo innecesario: el voto de México en el Consejo de Seguridad
Casi al final de la década neoliberal, la política exterior de México cometió dos errores notables. Después de buscar afanosamente un lugar en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en 2003 erró en su comportamiento: primero, al demorar su posición respecto a la guerra en irak. Cuando la expresó, lo hizo tardíamente. Segundo –el error de mayor repercusión negativa para el futuro soberano del país–, al votar dentro del Consejo de Seguridad, en octubre de 2003, a favor de la ocupación militar de un país productor de petróleo. El presidente neoliberal justificó el voto aduciendo que era “una vía para fortalecer el multilateralismo y (…) las instituciones internacionales”.
El error no pudo ser más adverso para los intereses soberanos de México. Dado que nuestro país era uno de los principales productores de petróleo en el mundo, el gobierno debió de abstenerse de apoyar el uso de tropas militares para ocupar una nación con enormes reservas petroleras. Pocos sucesos en la historia de la diplomacia mexicana registran un acto tan contraproducente para la soberanía nacional.
Debilitaron la soberanía de México con una crisis que en sólo seis años duplicó el saldo de la deuda nacional
La política económica seguida a partir de 1995 provocó un alza sin precedente de las tasas de interés en México: en los primeros meses de ese año pasaron de 7% a más de 100%. Se ha confirmado que esta política tan perjudicial fue diseñada por autoridades estadunidenses y aceptada por el gobierno mexicano a cambio de la ayuda que solicitó al país del norte.
Esta súbita alza provocó la quiebra de cientos de miles de familias y de miles de empresas; se perdieron más de un millón de empleos, patrimonios familiares y proyectos empresariales largamente construidos. Esa fue la crisis económica: en unos cuantos meses, más de 10 millones de mexicanos se sumaron a los que ya vivían en condiciones de pobreza. Fue, asimismo, un cataclismo social, cuyo origen estuvo en la forma en que el gobierno iniciado en diciembre de 1994 convirtió un problema en una crisis. Por eso la de 1995 se convirtió en la más severa desde la Revolución de 1910.
Ante los terribles y difíciles acontecimientos entre enero y noviembre de 1994, se dio la transmisión pacífica y constitucional del poder, después de una elección, organizada por el IFE y por primera vez en manos de ciudadanos independientes, cuyo resultado fue aceptado por todos los contendientes.
En diciembre de ese año, durante su primer mes de ejercicio, el nuevo gobierno rechazó la ratificación del secretario de Hacienda saliente, lo que impidió que la política económica del arranque se condujera con capacidad. Al mismo tiempo, dio de baja a la mayoría de los cuadros más calificados de esa secretaría, con lo que se acabó con un auténtico servicio civil de la más alta calidad hacendaria y financiera.
Peor aún: a mediados de diciembre de 1994 el nuevo gobierno hizo saber a un pequeño grupo de empresarios que planeaba (después recularía) devaluar el peso. Esa información privilegiada permitió a unos cuantos cambiar sus pesos por dólares al tipo de cambio previo y, así, saquear en unas horas las reservas internacionales del Banco de México. El país se quedó sin reservas y el peso se devaluó sin control, mientras que el nuevo gobierno emitía, sólo en diciembre, casi 15 mil millones de dólares de Tesobonos adicionales (el doble de los emitidos hasta esa fecha): sin reservas y ante los vencimientos de los bonos, México entró en quiebra financiera.
La crisis destruyó ahorros construidos durante años por millones de mexicanos, empobreció a la mayoría de la población y llevó a cientos de miles a emigrar hacia el norte, a Estados Unidos, para encontrar un trabajo para sobrevivir y tratar de recuperarse.
Provocaron la quiebra de los bancos, promovieron un saqueo sin precedente y entregaron el sistema de pagos a los extranjeros
Una de las consecuencias de la crisis fue el quebranto de los bancos mexicanos: quebraron la mayoría de los que fueron privatizados (unos cuantos se salvaron) y también los que no se privatizaron, como los de fomento, propiedad del Estado. El gobierno argumentó que tenía que proteger los ahorros de los cuentahabientes, lo cual era correcto, pero en realidad cometió uno de los peores atracos registrados en la historia económica, mediante el llamado rescate de los bancos (se le ha denominado el saqueo bancario). El gobierno procedió a rescatarlos mediante un fideicomiso privado, llamado Fobaproa, al cual convirtió en deuda pública en 1998, y lo denominó IPAB. La deuda adicional incurrida para apoyar a los bancos se encajó sin autorización del Congreso y sin rendición de cuentas: se elevó a 1 billón 200 mil millones de pesos (casi 120 mil millones de dólares).
Esa deuda de los bancos se convirtió en deuda de los mexicanos, quienes han tenido que pagarla desde entonces con los impuestos que cubren cada año, y desviando así el gasto público hacia el pago de ese endeudamiento, en lugar de destinarlo al gasto social y en infraestructura básica.
Mediante ese pillaje, duplicaron la deuda histórica total del país, que pasó de 19.8% del PIB en 1994 a 42.3% del PIB en 2000. Además, el pago anual de intereses de esa deuda adicional se hizo con cargo al erario federal, lo que desbordó el déficit fiscal, que al contabilizarlo llegaba a casi 4% del PIB, contrario al supuesto equilibrio publicitado por los neoliberales.
La soberanía también fue debilitada con un error de dimensiones históricas: la entrega del sistema de pagos a los extranjeros
La culminación de hechos tan adversos fue la entrega de los bancos mexicanos a los extranjeros. Los bancos son el corazón que bombea a las arterias de la economía. Por eso nunca debieron entregarse a los extranjeros. Haberlos cedido constituyó un gran viraje en la historia nacional. Esta entrega se realizó sin subasta pública y sin informar al Congreso sobre la disposición de los
fondos públicos ni de los mecanismos utilizados para asignarlos a
sus nuevos propietarios.
Una vez en manos extranjeras, los bancos decidieron a quién le prestaban (a muy pocos), cuándo prestaban (pocas veces) y, además,
contabilizar en sus activos los pagarés que el gobierno les había entregado a cambio de sus carteras vencidas. Los intereses que obtenían de esos pagarés, y que el gobierno pagaba, les permitieron obtener altas utilidades sin necesidad de prestar. Procedieron entonces a enviar rápidamente sus utilidades a sus matrices en otros países.
Si en diciembre de 1994 unos cuantos mexicanos amasaron grandes fortunas con la información privilegiada sobre la inminente devaluación, y algunos incluso obtuvieron ganancias extraordinarias con la venta de sus bancos (sin pago de impuestos), también unos cuantos extranjeros hicieron el gran negocio de quedarse con los bancos del país, y con las enormes utilidades, pagadas con impuestos de los mexicanos, derivadas de los rendimientos del pagaré Fobaproa-IPAB que les dio el gobierno.
Este proceso significó la entrega del sistema de pagos de México
a los extranjeros. Nuestro país perdió soberanía en el control de este conducto fundamental para su desarrollo. Entregar los bancos y la remisión de sus utilidades a las matrices fue equivalente, en el terreno financiero, a otros desgarramientos en la historia de la nación, como la consolidación de vales reales antes de la Independencia y la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio durante la intervención estadunidense en México, entre 1846 y 1847.
(...) A partir de 1995 ya no perdimos territorio, pero se canceló la capacidad soberana del país de conducir su sistema de pagos. Además, las enormes utilidades obtenidas del saqueo bancario, su pago a través del presupuesto público y la remisión inmediata a sus matrices han significado la
expoliación financiera de la nación.
Los bancos se entregaron a los extranjeros sin que mediara subasta
pública ni se precisaran criterios públicos para seleccionar a los compradores; tampoco se rindieron cuentas al Congreso sobre los recursos obtenidos por su venta, ni se informó sobre el destino que se dio a esos ingresos. En la prensa se denunciaron acuerdos “ocultos” mediante los cuales el gobierno garantizó a los nuevos dueños extranjeros de los bancos “que no tendrían pérdidas en sus inversiones”.
¿Por qué no le funcionó al gobierno el estímulo económico para alcanzar la victoria en la elección de 2000?
Gracias al extraordinario aumento del gasto público, la primera administración neoliberal terminó en 2000 con un crecimiento económico alto y con inflación baja. Esa situación económica tan propicia debió haber funcionado a favor del candidato oficial. Sin embargo, entre los ciudadanos existía un ánimo adverso hacia el partido en el poder (creado en gran parte por la propia administración, al promover una campaña de desprestigio contra las políticas y los políticos de su partido que la habían precedido). No habían sido suficientes algunos años de crecimiento económico para que la población superara los terribles estragos de la crisis económica y social de 1995. La memoria de esa crisis monumental
estaba presente en la colectividad.
A pesar de los beneficios de una economía en ascenso, el candidato oficial y el partido en el poder perdieron la elección presidencial. Fueron derrotados, a pesar de todas esas maniobras presupuestales para acelerar la economía durante el primer semestre. Ese candidato contó asimismo con enormes recursos desviados del presupuesto público hacia su campaña (peculado conocido como Pemexgate), con el uso de información confidencial para atacar a su principal competidor y con una presencia abrumadoramente favorable en los medios masivos de comunicación.
La derrota del PRI en la elección de 2000 encuentra su explicación en dos elementos. El primero fue la incapacidad del candidato presidencial del partido para aprovechar el dinamismo económico y los otros apoyos gubernamentales de dinero público, información reservada y medios afines. El segundo, igualmente importante: la memoria de la crisis económica y los efectos adversos que perduraban actuaron contra el PRI.
Contrario a lo que sucede en otros países, la campaña jugó un papel decisivo en el resultado electoral: uno de cada tres votantes cambió su intención de voto dentro de los cinco meses previos al día de la elección. La derrota del candidato oficial se explica por los errores durante su campaña, a pesar de que seis meses antes de la elección ese candidato arrancó con una ventaja de 20 puntos porcentuales arriba del candidato de Acción Nacional, el cual resultó ganador.
Diversos análisis han documentado con claridad el motivo de esa debacle. Así, han señalado que el candidato del PRI “no logró vincular la economía en expansión con la campaña presidencial. El candidato y sus estrategas de campaña prefirieron identificar al cambio como el tema principal”. Era obvio para cualquier estratega electoral mínimamente competente que para el partido en el gobierno ésa era la propuesta equivocada.
La elección presidencial de 2006: los ciudadanos “se sentaron en sus manos”, pues una proporción menor de electores votó. La victoria fue por un margen mínimo
En la elección de 2006, los ciudadanos emitieron en las urnas el veredicto sobre la década neoliberal. En primer lugar, el desencanto se reflejó en la caída de la participación electoral; ésta se agudizó. Los datos al respecto muestran que en 1994 votó 77% de los ciudadanos, un récord histórico todavía no superado. Para 2000 la participación bajó a 63.9%, y en la elección de 2006 disminuyó todavía más: sólo votaron 58.5% de los ciudadanos inscritos en el
padrón electoral, como antes se precisó. La participación durante el neoliberalismo no alcanzó siquiera la proporción de la elección intermedia de 1991, cuando llegó a 66%.
Ya en la elección intermedia de 2003 se había dado la tasa de
participación más baja desde 1946: sólo votó 42% del electorado, y entre los que no votaron (más de la mitad del electorado), dos terceras partes expresaron insatisfacción con la democracia y desilusión con la política: “Esa tendencia no cambió para la elección presidencial de 2006”.
En segundo lugar, los que decidieron votar en la elección presidencial
de 2006 lo hicieron masivamente por opciones diferentes del partido en el gobierno (65% de los que votaron lo hicieron por un partido distinto del PAN). El resultado electoral mostró que la victoria no fue por mayoría absoluta, sino que se alcanzó por una pluralidad de votos, y el margen fue mínimo: 35% de los electores votaron por el candidato triunfante y su victoria fue por 0.5% de diferencia.
La mayoría de los electores, en el centro. ¿Y el PRI? “Es un partido de extrema derecha y neoliberal”
La elección presidencial de 2006 significó para el PRI su segunda derrota consecutiva. Dos resultados observados en esa elección fueron sorprendentes. El primero fue que, entre los electores, la mayoría se colocaban en el centro (33% se autoclasificaron de centro, 21% de izquierda y 18% de derecha). El segundo, que ciertos actos que tradicionalmente se habían considerado de izquierda eran ahora evaluados por las nuevas generaciones de manera diferente. Así, 49% de los ciudadanos en la Ciudad de México, con educación superior a secundaria, asociaron la nacionalización de los bancos (realizada en 1982) ¡con la derecha!
Eso podía explicar la sorprendente clasificación que los ciudadanos
hicieron del PRI: lo consideraron como “el partido de la extrema derecha”. Además, el candidato del PRI obtuvo la mayor parte de los votos de electores que se consideraban de derecha (al inicio de la campaña, 30% de los que se identificaban como priistas se ubicaban a la derecha del espectro ideológico, y sólo 13% en la izquierda). El candidato del PRI “era considerado neoliberal”.
Por su parte, el PAN era evaluado como de centro-derecha (su candidato fue el que más votos obtuvo del centro) y el PRD como de izquierda. Esto fue confirmado por una encuesta publicada posteriormente: 68% de los priistas se consideraron de centro-derecha y sólo 9% de centro-izquierda (entre la población en general, 49% consideró que el PRI debería ser una opción política de centro-derecha).
Los independientes decidieron la elección
Una gran proporción de los electores se consideraban independientes (44% del total en abril de 2006). Fueron los independientes los que más probablemente decidieron el resultado de la elección. Y para ellos el PRI era el que estaba peor calificado para ejercer un buen gobierno y promover un mejor futuro (el candidato del PRI sólo lograba atraer a la décima parte de los independientes).
El PRD era evaluado por los independientes como el partido que más se interesaba en personas como ellos (pero 53% de esos votantes consideraron a su candidato como el más agresivo, aunque lo denominaron “un populista democrático”). El PAN resultó el partido más asociado con el crecimiento económico y menos con el conflicto. Su candidato fue el que más votos obtuvo de los jóvenes (los votantes entre 18 y 34 años de edad representaban 45% del electorado).
Democracia, instituciones, progreso y soberanía disminuidos. ¿Y las libertades?
Aunque la confianza en el IFE y el tribunal se mantuvo después de la elección, los votantes continuaron perdiendo confianza en todos los partidos y, en consecuencia, en las instituciones, como el Legislativo, donde dominan los partidos.
Es así como el desenlace del neoliberalismo en México ha sido soberanía debilitada, economía sin dinamismo, programa social equivocado, instituciones desmadejadas y proceso democrático disminuido.
Salinas-juez, Salinas-Dios (Proceso 1644/4 de mayo de 2008)
Renuente al ostracismo, enfermiza su necesidad de estar presente en la vida pública nacional, el expresidente Carlos Salinas de Gortari reaparece en ella, impetuoso y con ganas de polemizar, con un nuevo libro: La “década perdida”. 1995-2006. Neoliberalismo y populismo en México, que en estos días estará en librerías. El título es la síntesis exacta de lo que pretende documentar a lo largo de más de 500 páginas: los gobiernos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, pero también el de Andrés Manuel López Obrador en la capital de la República, llevaron al traste al país en lo económico, en lo político y en lo social; dejaron una población sumida en la miseria y en la desesperanza, en el egoísmo y en la soledad.
Los tres, dice Salinas, paralizaron al país y frenaron la modernización que él impulsó en su administración, de 1989 a 1994. Pero, fiel a su costumbre, nunca los menciona por su nombre. Ni falta que hace, pues las alusiones son directísimas. Sabido es su encono contra Ernesto Zedillo –a quien él mismo escogió como su sucesor, tras el asesinato de Colosio— por haber frustrado sus pretensiones de gran estadista y presidente sin par y, además, por encarcelar a su hermano Raúl. A toro pasado, emprende una incisiva crítica a Vicente Fox --con quien se sabe que colaboró, al menos, en su intento fallido de sacar adelante una reforma fiscal--, así como a una parte de su gabinete, particularmente a Jorge Castañeda Gutman, su primer secretario de Relaciones Exteriores, a quien –usando la voz de otros– califica de miope, torpe e irresponsable; incapaz de definir una política exterior digna y eficaz, que lastimó las relaciones con América Latina y Cuba, que se plegó a los intereses de Estados Unidos y no logró nada en el tema del acuerdo migratorio ni en ningún otro. En este caso también se muestra desmemoriado: con Castañeda tuvo deferencias inusuales cuando, por ejemplo, le hizo en una entrevista revelaciones que a otros les había negado Y con él fue aquella célebre reunión sigilosa en un restaurante de Bruselas, en los inicios del sexenio foxista.
Pero, sin duda, llama la atención que por primera vez se refiera públicamente –por supuesto, sin mencionar su nombre– a López Obrador, a quien define como el máximo exponente del populismo autoritario, que no es otra cosa que la restauración del viejo PRI. Es decir, el de López Obrador es el populismo de los programas clientelares, para quien el pueblo es una masa disponible, sin capacidad para conducir organizadamente su destino; el populismo de las obras de relumbrón sin sustento financiero transparente (segundos pisos, por ejemplo), sin rendición de cuentas, que debilita a las instituciones y al estado de derecho y que pretende perpetuarse en el poder.
De hecho, Salinas no deja títere con cabeza. Además de su villano favorito, Ernesto Zedillo, que según él propició la peor crisis económica de la historia reciente del país y avaló el saqueo descomunal al erario y a todos los mexicanos a través del Fobaproa; además de Vicente Fox, el gobernante frívolo que denigró la política exterior con sus garrafales deslices diplomáticos (el “comes y te vas” a Fidel Castro) y culminó la obra zedillista de entregar a los extranjeros la banca nacional; además de Jorge Castañeda, que quería la enchilada completa y nada logró; además de López Obrador, a quien pinta como el populista intolerante y manipulador… Con todos ellos, Salinas incluye en sus críticas a una larga lista de personajes públicos.
Por ejemplo, de Francisco Labastida Ochoa (que tampoco menciona por su nombre) dice que perdió la elección presidencial de 2000 por sus notables errores en la campaña, pero también por su incapacidad para aprovechar todo lo que tenía a su favor: economía al alza, apoyos gubernamentales de dinero público, información reservada, medios de comunicación afines, pero sobre todo “enormes recursos desviados del presupuesto público hacia su campaña (el Pemexgate)”.
En la misma tesitura, sostiene que los procuradores de los dos gobiernos neoliberales, el panista Antonio Lozano Gracia –con Zedillo– y Rafael Macedo de la Concha –con Fox– hicieron uso de la PGR con “agendas políticas” y la deterioraron institucionalmente, al grado de propiciar “la explosión del narcotráfico y la pérdida de la seguridad y la paz en territorios de muchas comunidades a manos de los cárteles”.
Casi nada escapa a la espada desenvainada del expresidente. Los partidos políticos, desprestigiados y sin propuestas claras. Los programas sociales de los gobiernos neoliberales de Zedillo y Fox, y el populista de AMLO, son sólo clientelares, electorales y asistencialistas, más inclinados a la dádiva que a promover la participación social, a convertir a los pobres en objetos y no en sujetos de su transformación.
Con autorización del autor y de la editorial Random House Mondadori, Proceso reproduce fragmentos relevantes del prólogo y del capítulo 4. (Carlos Acosta Córdova)
Carlos Salinas de Gortari
Prólogo
Al inicio del siglo XXI, México padece serios y graves problemas. Éstos han derivado de dos alternativas convertidas en gobierno: el neoliberalismo y el populismo autoritario. A causa de ellas, el país perdió una década, ha enfrentado la encrucijada entre la entrega excesiva al mercado y la dependencia desmesurada en el Estado y ha sido colocado en el falso dilema de escoger entre el mercado o el Estado. Una y otra alternativas se han ido enraizando en la vida diaria de los mexicanos y en sus mentalidades.
El freno de la modernización
Esta década perdida significó la paralización, entre 1995 y 2006, del proceso modernizador de México. Sin duda, durante ese periodo se dieron cambios importantes que resultaron benéficos para el país, unos promovidos por políticas públicas y otros por acontecimientos determinados por la realidad social y política.
Pero entre 1995 y 1998 el país padeció un viraje histórico que se
enraizó durante toda la década en estudio. En esos años se tomaron
decisiones que convirtieron un problema en una crisis y provocaron
la ruina económica y social más grave desde la revolución de 1910.
El cataclismo fue tan profundo que, 10 años después, muchos mexicanos
todavía consideraban que el país seguía en crisis.
Además de provocar dicha crisis, durante esos años y por primera vez en la historia contemporánea de México, el gobierno mexicano solicitó ayuda al gobierno estadounidense y se entregó el sistema de pagos, con los bancos del país (previamente refinanciados), a los extranjeros. Esto significó la pérdida del control del motor que promueve el desarrollo nacional. Al mismo tiempo, México sufrió un saqueo de recursos sin precedente, tanto por el costo del llamado rescate bancario como por el envío de las utilidades bancarias a sus matrices en el exterior (pagadas con impuestos de los mexicanos). El país se quedó sin financiamiento para su desarrollo, a lo cual se agregó la suspensión de las reformas de nueva generación que México necesitaba para alcanzarlo.
Durante esos años se canceló el programa social que promovía la organización popular, Solidaridad, y en su lugar se introdujo otro, Progresa-Oportunidades, que privilegió el individualismo posesivo, debilitó la formación democrática y desalentó la participación social. Convirtieron a los pobres en objetos, en lugar de sujetos, de su transformación.
Por eso cundió el desánimo entre la mayoría de los mexicanos: más de medio millón decidieron emigrar cada año a Estados Unidos. Una emigración de esa magnitud en tiempos de paz reflejó un rompimiento interno de los lazos familiares y sociales largamente anudados; es decir, la salida de millones de mexicanos fue no sólo un terrible fenómeno económico, sino también una debacle moral y derivó en un veredicto muy adverso para el neoliberalismo.
Además, tanto los neoliberales como los populistas destruyeron estructuras económicas y sociales cuya edificación había requerido mucho esfuerzo, para construir totalmente de nuevo, “como si no tuviéramos pasado”. Un pequeño grupo actuó en nombre de un mejor futuro, pero dejó a la sociedad mexicana desalentada, sin horizonte de progreso justo y soberano, y muy dividida. El pueblo pagó las consecuencias de estas alternativas fallidas.
Durante esa década predominó el desánimo social y, ante la falta de ese horizonte, por la pérdida de la gran oportunidad de salir del subdesarrollo, aumentó el desencanto entre los adultos y jóvenes.
Hacia una caracterización del neoliberalismo…
La esencia del neoliberalismo está en su fundamentalismo de mercado
(lo cual, sorprendentemente en México se complementó con el apoyo a los monopolios); asimismo, el neoliberalismo en México consideró que la nación no era más que un mero agregado de individuos, aislados y sin organización, y la soberanía era un asunto del pasado. Abatieron la autodeterminación popular. Los gobiernos neoliberales convirtieron en doctrina el llamado Consenso de Washington. Todo, en el marco de un país postrado social y económicamente, pues en unos cuantos años entregaron el sistema de pagos, duplicaron la deuda pública y lo contaminaron de la enfermedad holandesa.
Entre los neoliberales el mercado representó la realidad absoluta. La sociedad fue considerada un complejo de mercados: los mecanismos del mercado bastaban para resolver el reto de la justicia y, en última instancia, la injusticia se resolvía por sí sola. Para los neoliberales, el crecimiento económico fue una meta privada. En lo social, promovieron el asistencialismo: el apoyo individualizado, focalizador, impuesto desde la autoridad para debilitar la organización popular. En las zonas donde resultó más evidente la inequidad, como las rurales, promovieron métodos individualistas de producción. En general, alentaron el voluntarismo y la creación de asociaciones sin objetivos expresamente sociales. El resultado final fue el egoísmo y la soledad.
…y del populismo autoritario
Frente al neoliberalismo que gobernó durante más de una década, se promovió una alternativa fundada en la tradición mexicana que consideraba la acción dominante y omnipresente del Estado como la única opción que permitía alcanzar los propósitos nacionales.
El Estado como el gran instrumento de la transformación social. Quienes impulsaron esta alternativa privilegiaron al Estado como el gran propietario de la economía, dispensador de servicios, supuesto árbitro entre el capital y el trabajo, sustituto de la sociedad organizada. Postularon un capitalismo de Estado que en realidad es capitalismo subsidiado por el Estado. Fue una alternativa que fundó su tesis y acción en hacer depender a la sociedad en el Estado, y otra vez ofreció prosperidad sin esfuerzo, a partir de generalidades carentes de sustento. Para ellos el pueblo es una masa disponible sin capacidad para conducir organizadamente su destino. Confundieron lo social con lo estatal y los derechos sociales con los deberes del Estado y culminaron con la tutela sobre las organizaciones populares, a las que hicieron depender del subsidio estatal. Convirtieron el ideario de las varias revoluciones mexicanas en una camisa de fuerza marcada por el estatismo, el corporativismo, el proteccionismo y el control vertical sobre los movimientos populares. Es un nacionalismo estatificador. La lógica tras esta doctrina ha sido el control y la desconfianza.
Se trató del populismo autoritario, ejercido desde el Gobierno de la Ciudad de México entre 2000 y 2006. Fue una alternativa que ya tenía antecedentes de gobierno: en México, en la década de 1970; en América Latina, durante la segunda mitad del siglo XX. Es el tipo de populismo que, con sus programas sociales clientelares, su debilitamiento de las organizaciones populares, sus obras de relumbrón sin sustento financiero transparente, sin rendición de cuentas, debilita a su vez a las instituciones y al estado de derecho, y pretende perpetuarse en el poder. Burocratizaron las fuerzas populares de reforma. Es en realidad el clientelismo de la burocracia.
También incurre en paradojas, como el privilegiar circunstancias de mercado y grupos empresariales afines a él, junto con la omnipresencia del Estado. En realidad, no ofrece un gobierno nuevo, pues sus principales miembros ya gobernaron desde el Partido Revolucionario Institucional (PRI) vinculado con la nomenklatura. Tampoco es una repetición de la historia, a menos que antes fuera tragedia y ahora terminara en comedia. Pero sus repercusiones son tan adversas que se ha vuelto un dique para el desarrollo soberano y popular del país.
Este populismo mexicano ha sido la restauración de un viejo PRI. Por eso recurre a procedimientos, intolerancias y manipulaciones del pasado, que la nomenklatura mexicana convirtió en obstáculo para nuestro desarrollo. Esos procedimientos presentaban como cualidad nacionalista la supuesta protección estatal, que en realidad era discrecional, tutelar, centralizadora y autoritaria. Expropiaron progresivamente la libertad individual al convertir las organizaciones y demandas sociales en asunto de Estado. Su intolerancia consistió en considerar que todo el que no estaba de acuerdo con ellos era su enemigo y que ellos eran los únicos acertados; su manipulación, en querer identificar la lucha de la nación con su doctrina: todo el que no aceptara sin discusión esa doctrina era presentado como opositor al país. Han promovido la polarización al interior de su partido y a lo largo de la nación.
Por eso se trata de una vuelta al pasado que incluye las peores prácticas de ese modelo anquilosado. Y al promover el debilitamiento de las instituciones y el desprecio al estado de derecho, así como al evitar la rendición de cuentas, ese populismo resultó autoritario.
Neoliberalismo y populismo: de un programa por el pueblo a un programa para la gente
El neoliberalismo colocó al individuo aislado dentro del mercado; el populismo colocó al ciudadano como menor de edad, dependiente del Estado: uno y otro agruparon a los individuos como “la gente”.
(...) El populismo autoritario abate las redes de solidaridad a partir de la imposición de controles verticales de autoridad y de la práctica del clientelismo mediante las organizaciones sociales controladas desde el gobierno, lo cual refuerza la dependencia en el Estado. Al final, en lugar de pretender representar y hablar por el pueblo, su dirigente actúa como si él fuera “el pueblo”.
(...)
Sus prácticas muestran a un gobierno alejado del populismo revolucionario, así como de las luchas populares ocurridas en México al inicio del siglo XX. En realidad, estamos ante un populismo autoritario, similar a las expresiones más retrasadas de la región latinoamericana.
La pretensión de esta alternativa es ser considerada de izquierda, sin embargo sus acciones la ubican en otra posición. El saldo del populismo autoritario mexicano fue desfavorable para el avance democrático y el progreso popular: no pudo construir una alternativa moderna de izquierda. Se consolidó el clientelismo de la burocracia, en el marco del debilitamiento institucional y su convocatoria a la polarización social.
(…) En la ciudad de México la dirigencia en el gobierno impuso la alternativa populista autoritaria a partir de finales del año 2000. Sin embargo, dentro del Partido de la Revolución Democrática (PRD) se han distinguido dirigentes y militantes comprometidos con una verdadera alternativa progresista. Ellos sostienen principios de soberanía, justicia, libertad y democracia. Promueven el respeto al estado de derecho y el fortalecimiento de la vía institucional. Han trabajado en la lucha popular, y alentado la participación en organizaciones autónomas. Están comprometidos con la nación. Por eso, los problemas y las deficiencias de quien encabezó la Jefatura del Gobierno en la capital durante esos años no deben generalizarse al partido que lo llevó al poder.
Capítulo 4. Soberanía nacional, instituciones y democracia
1995-1998: un viraje histórico
Entre 1995 y 1998 se dio un gran viraje en la conducción del desarrollo
nacional. Esto comenzó durante los 30 días iniciales de la primera administración neoliberal en el poder: en ese breve lapso, dicho gobierno rechazó la ratificación temporal del talentoso secretario de Hacienda saliente, dio de baja a la mayor parte del equipo financiero, a continuación duplicó la emisión de Tesobonos y finalmente un pequeño grupo de empresarios agotó las reservas internacionales, pues el gobierno les avisó anticipadamente sobre la devaluación. Así, sin recursos y con una deuda de Tesobonos enorme, las autoridades llevaron al país a la insolvencia financiera: convirtieron un problema en una crisis.
Posteriormente, durante 1995, el gobierno mexicano tomó tres decisiones muy adversas al desarrollo nacional: para enfrentar la crisis de insolvencia que había generado, solicitó la ayuda del gobierno estadunidense, un hecho sin precedente en el siglo XX. Esto significó aceptar las decisiones propuestas por aquel gobierno. En consecuencia, durante ese año elevaron las tasas de interés de manera inusitada, lo que provocó la quiebra de miles de empresas y la pérdida del patrimonio de cientos de miles de familias.
A continuación, el gobierno asumió los pasivos de los bancos, que también habían quebrado, a causa de la imposibilidad de sus acreditados de cubrir las elevadísimas tasas de interés. A cambio de sus pasivos, el gobierno entregó a los bancos un pagaré de un fideicomiso privado llamado Fobaproa. Después, en lo que diversos autores han denominado “el saqueo a los mexicanos”, remató esos pasivos a la mínima parte de su valor.
Simultáneamente, el gobierno neoliberal canceló Solidaridad, el programa social que alentaba la organización popular, y en su lugar introdujo Progresa-Oportunidades, programa que privilegió el individualismo posesivo, debilitó la formación democrática y evitó la participación social. Convirtieron a los pobres en objetos, en lugar de sujetos, de su transformación. Consolidaron así el clientelismo de la tecnocracia.
A finales de 1998, estas acciones culminaron en otras dos decisiones que resultaron muy perjudiciales para el desarrollo soberano del país: primero, convirtieron en deuda pública el saldo de Fobaproa (llamado a partir de entonces IPAB). Con esta sola decisión, duplicaron el monto de la deuda histórica nacional. La segunda medida se dio en forma paralela: reformaron las leyes para autorizar y promover la propiedad mayoritaria de extranjeros en los bancos mexicanos. Durante los tres años siguientes, 90% de éstos pasaron a propiedad de los extranjeros.
Además de duplicar la deuda histórica en esos años, al entregar los bancos el país perdió el control de su sistema de pagos, que es el centro neurálgico de la actividad económica mexicana. Esto canceló la capacidad para tomar decisiones soberanas a favor del desarrollo nacional.
La propaganda oficial de la época presentó como salvamento lo que en realidad fue una capitulación y la entrega de áreas fundamentales a extranjeros. Esto se sumó a la crisis económica y social, lo que produjo una gran desmoralización entre amplias capas de la población. Tuvo su reflejo en el deterioro de las instituciones y de la vida democrática y en la pérdida de la soberanía como principio fundamental del proyecto nacional.
Deterioro en cultura cívica, libertad de expresión y partidos políticos
El desprestigio de los partidos también era grande. El Revolucionario
Institucional (PRI) enfrentaba la acusación de uso ilegal de recursos públicos en la campaña presidencial de 2000, escándalo conocido como Pemexgate. El Partido Acción Nacional (PAN), por su parte, fue acusado de haberse financiado con recursos ilegales del extranjero durante la misma campaña presidencial; el escándalo creció en noviembre de 2006, cuando Fox, todavía presidente, pocos días antes de concluir su periodo, fue denunciado penalmente por no cubrir los pagos a los abogados que lo habían defendido de esa acusación.
Un poco antes, en 2004, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue afectado por videos que mostraban a sus principales operadores políticos llenándose las bolsas con dólares, supuestamente para gastos ilegales de campaña. Los partidos menores sufrían un embate a sus dirigencias y estatutos. Todos enfrentaban multas millonarias impuestas por el IFE.
El escándalo alcanzó a miembros destacados de todos los partidos. Un gobernador priista del sureste era sospechoso de haberse fabricado un atentado para elevar su popularidad y ganar votos para su sucesor en la elección local. Un gobernador panista del centro del país fue acusado de proteger al narcotráfico y se promovió su desafuero en el Congreso local. El alcalde de Cancún, vinculado con el PRD, fue acusado de corrupción y desaforado.
La peor consecuencia neoliberal: la soberanía desapareció como prioridad y de la agenda presidencial
Durante el neoliberalismo la soberanía dejó de ser principio fundamental y esencia del Estado nacional. Esto se reflejó en la ayuda solicitada a una potencia extranjera para resolver una crisis provocada internamente. También al aceptar que los extranjeros impusieran el programa de salvamento, y al entregarles áreas estratégicas para la soberanía nacional: así se hizo con el sistema de pagos. El debilitamiento de la autosuficiencia en la producción de energéticos fue otra política dañina para el desarrollo soberano del país.
La culminación de lo anterior fue que el término soberanía prácticamente desapareció de los informes presidenciales. En 1995, en el primer informe presidencial del neoliberalismo, se hicieron 12 menciones a la soberanía; para el cuarto, sólo siete; en el quinto y sexto, ya no figuró como vocablo ni como tema. No fue casual: precisamente en 1999 y 2000 ese gobierno procedió a entregar el sistema de pagos del país a los extranjeros.
El segundo gobierno neoliberal confirmó el desprecio por la soberanía. En 2001 sólo una vez –por mera formalidad– se refirió a ella durante el informe presidencial, para hacer referencia ¡a la soberanía del Congreso! En los cinco informes de gobierno restantes, el presidente ignoró el concepto y el compromiso: no hizo referencia a ella en informe alguno, lo que confirmó el desprecio neoliberal por la soberanía como fundamento y prioridad nacionales.
Retrocesos en la política exterior
En el ámbito internacional, una política exterior alejada de los principios históricos de defensa de la soberanía y no intervención en los asuntos de otros países hizo que el respeto a México declinara mundialmente.
Ante una nueva realidad internacional, la primera administración neoliberal no supo definir una política exterior digna y eficaz para promover la soberanía de México en relación con otras naciones, en particular con Estados Unidos. Su corolario estuvo en la pretensión del gobierno mexicano de intervenir en los asuntos internos de otras naciones, de Cuba en particular, acción que fue calificada como “una política exterior servil ante los intereses externos”.
“Una devaluación sin precedente de la política exterior”
Posteriormente, en la prensa se descalificó la política exterior de la segunda administración neoliberal por “sus múltiples desaciertos, garrafales deslices diplomáticos, desencuentros y apuestas equivocadas. Tiene el descrédito de no haber logrado casi nada. Propició una devaluación sin precedente de la política exterior”.
Esa administración neoliberal no leyó adecuadamente la modificación de las relaciones geopolíticas a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El problema principal al abordar la nueva etapa de relaciones con Estados Unidos estuvo tanto en la forma como en el fondo: planteó los temas adecuados –acuerdo migratorio y recursos para el desarrollo–, pero lo hizo sin sentido estratégico, sin talento negociador y de manera inepta. El peor error fue haber perdido una ventaja que sólo se presenta cada 12 años: ambas administraciones, en México y en Estados Unidos (Bush hijo y Fox) iniciaron en la misma fecha, lo cual abría enormes oportunidades para fijar una agenda común y arrancar las negociaciones con celeridad y eficacia.
El gobierno mexicano pretendió, torpemente, negociar a través de los medios estadunidenses, en lugar de construir alianzas al interior de la nueva administración, el Congreso y los grupos de opinión. Al actuar sin estrategia precisa a favor de los intereses nacionales, la política exterior del segundo gobierno neoliberal equivocó el rumbo y perdió el tiempo. Los conductores iniciales de esta política exterior habían sido, años atrás, los más contumaces opositores mexicanos al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), incluso al presentarse ante el Congreso estadunidense para oponerse a la ratificación del acuerdo. Pero cuando formaron parte del gobierno neoliberal, y tuvieron la oportunidad de construir, fracasaron en alcanzar el acuerdo migratorio. Al final fueron derrotados en la batalla principal: no lograron avance alguno en materia migratoria ni en mejorar la relación al norte del país.
Cuando ocurrieron los atentados de septiembre de 2001, ya había pasado el momento de relanzar la relación con Estados Unidos. Quedará para la historia esta oportunidad desperdiciada. Una conducción de la política exterior –se la ha definido– caracterizada por “miopía, torpeza e irresponsabilidad”.
Este segundo gobierno neoliberal mantuvo su agresividad contra
Cuba, en busca de simpatías en Estados Unidos, pero se enredó en el resto de la relación: por un lado, anunció un voto, que al final no hizo falta, contra la guerra de Irak, pero votó por que un ejército de ocupación controlara el petróleo de esa nación, inconcebible proviniendo de un país como México, que es importante productor de petróleo.
Perdieron el sentido de dirección en la política exterior
Los comentaristas que coincidían con algunas de las acciones del neoliberalismo fueron los que hicieron la crítica más severa a su política
exterior. Así, uno de ellos señaló: “Aunque planteada con bombos y platillos, la administración perdió el sentido de dirección en la política exterior antes de comenzar”. Apuntó que en ese ámbito la responsabilidad era sólo del presidente y que esa responsabilidad exclusiva se reflejó en “nuestra lamentable posición internacional”.
Además de ser adversa para la soberanía nacional, la política exterior neoliberal sumó la pérdida de rumbo, en razón de que “se diseñó una estrategia que pretendía todo a una misma vez: gran cercanía con Washington y una activa presencia en todos los espacios multilaterales, un reencuentro con América Latina y un protagonismo en todos los ‘nuevos temas’, como la Corte Internacional de Justicia y el Protocolo de Kioto”. La ineptitud se reflejó en la incapacidad de “reconocer las contradicciones inherentes a una propuesta tan ambiciosa, los riesgos que entrañaba cada uno de los componentes o, mucho más grave aún, los intereses que se afectarían con un despliegue tan amplio y que, tarde o temprano, se revertiría con toda su fuerza”.
La política internacional de los dos gobiernos neoliberales fue contraria a los fundamentos de la política exterior mexicana (...).
Explotó el narcotráfico, y para combatirlo cedieron soberanía nacional. La seguridad y la paz se desplomaron en amplios territorios que pasaron a control de las bandas
(…) Durante esa década el narcotráfico explotó en el país y en amplios territorios puso en riesgo permanente la seguridad de las familias mexicanas, debilitó la salud de las instituciones y, ante el reto que significó para el Estado mexicano, agravó la debilidad de la soberanía nacional.
Paradójicamente, los neoliberales dificultaron la defensa de la soberanía, pues, al olvidar la máxima de que “el que paga manda”, el gobierno mexicano aceptó recursos extranjeros para el combate contra las drogas. Fue una cesión más de soberanía. En el informe del Departamento de Estado estadunidense sobre narcotráfico para 1996 se exaltó esa decisión del gobierno neoliberal:
“La crisis económica, combinada con la creciente preocupación en México sobre la amenaza de los traficantes de drogas y el crimen organizado, convenció a la administración de Zedillo a modificar la política de ‘mexicanización’ establecida en 1992, bajo la cual México había asumido el financiamiento total de su programa antinarcóticos. Ahora se ha reanudado la asistencia técnica y material de Estados Unidos”.
Al año siguiente el informe estadunidense remató: “El Departamento de Defensa de Estados Unidos ha completado la transferencia de aviones y equipo a las unidades militares mexicanas, y mantenido su amplio programa de entrenamiento y apoyo técnico”. Poco después, las autoridades de esa nación elogiaron la actitud del procurador mexicano “frente a críticas por la violación de la soberanía”, al aceptar que funcionarios estadunidenses realizaran en nuestro territorio funciones que eran de la competencia exclusiva de los mexicanos. Dentro del país, la violencia de los grupos de narcotraficantes desplomó la seguridad y la paz social en muchas comunidades y sus bandas controlaron espacios territoriales crecientes.
La soberanía nacional, en riesgo innecesario: el voto de México en el Consejo de Seguridad
Casi al final de la década neoliberal, la política exterior de México cometió dos errores notables. Después de buscar afanosamente un lugar en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en 2003 erró en su comportamiento: primero, al demorar su posición respecto a la guerra en irak. Cuando la expresó, lo hizo tardíamente. Segundo –el error de mayor repercusión negativa para el futuro soberano del país–, al votar dentro del Consejo de Seguridad, en octubre de 2003, a favor de la ocupación militar de un país productor de petróleo. El presidente neoliberal justificó el voto aduciendo que era “una vía para fortalecer el multilateralismo y (…) las instituciones internacionales”.
El error no pudo ser más adverso para los intereses soberanos de México. Dado que nuestro país era uno de los principales productores de petróleo en el mundo, el gobierno debió de abstenerse de apoyar el uso de tropas militares para ocupar una nación con enormes reservas petroleras. Pocos sucesos en la historia de la diplomacia mexicana registran un acto tan contraproducente para la soberanía nacional.
Debilitaron la soberanía de México con una crisis que en sólo seis años duplicó el saldo de la deuda nacional
La política económica seguida a partir de 1995 provocó un alza sin precedente de las tasas de interés en México: en los primeros meses de ese año pasaron de 7% a más de 100%. Se ha confirmado que esta política tan perjudicial fue diseñada por autoridades estadunidenses y aceptada por el gobierno mexicano a cambio de la ayuda que solicitó al país del norte.
Esta súbita alza provocó la quiebra de cientos de miles de familias y de miles de empresas; se perdieron más de un millón de empleos, patrimonios familiares y proyectos empresariales largamente construidos. Esa fue la crisis económica: en unos cuantos meses, más de 10 millones de mexicanos se sumaron a los que ya vivían en condiciones de pobreza. Fue, asimismo, un cataclismo social, cuyo origen estuvo en la forma en que el gobierno iniciado en diciembre de 1994 convirtió un problema en una crisis. Por eso la de 1995 se convirtió en la más severa desde la Revolución de 1910.
Ante los terribles y difíciles acontecimientos entre enero y noviembre de 1994, se dio la transmisión pacífica y constitucional del poder, después de una elección, organizada por el IFE y por primera vez en manos de ciudadanos independientes, cuyo resultado fue aceptado por todos los contendientes.
En diciembre de ese año, durante su primer mes de ejercicio, el nuevo gobierno rechazó la ratificación del secretario de Hacienda saliente, lo que impidió que la política económica del arranque se condujera con capacidad. Al mismo tiempo, dio de baja a la mayoría de los cuadros más calificados de esa secretaría, con lo que se acabó con un auténtico servicio civil de la más alta calidad hacendaria y financiera.
Peor aún: a mediados de diciembre de 1994 el nuevo gobierno hizo saber a un pequeño grupo de empresarios que planeaba (después recularía) devaluar el peso. Esa información privilegiada permitió a unos cuantos cambiar sus pesos por dólares al tipo de cambio previo y, así, saquear en unas horas las reservas internacionales del Banco de México. El país se quedó sin reservas y el peso se devaluó sin control, mientras que el nuevo gobierno emitía, sólo en diciembre, casi 15 mil millones de dólares de Tesobonos adicionales (el doble de los emitidos hasta esa fecha): sin reservas y ante los vencimientos de los bonos, México entró en quiebra financiera.
La crisis destruyó ahorros construidos durante años por millones de mexicanos, empobreció a la mayoría de la población y llevó a cientos de miles a emigrar hacia el norte, a Estados Unidos, para encontrar un trabajo para sobrevivir y tratar de recuperarse.
Provocaron la quiebra de los bancos, promovieron un saqueo sin precedente y entregaron el sistema de pagos a los extranjeros
Una de las consecuencias de la crisis fue el quebranto de los bancos mexicanos: quebraron la mayoría de los que fueron privatizados (unos cuantos se salvaron) y también los que no se privatizaron, como los de fomento, propiedad del Estado. El gobierno argumentó que tenía que proteger los ahorros de los cuentahabientes, lo cual era correcto, pero en realidad cometió uno de los peores atracos registrados en la historia económica, mediante el llamado rescate de los bancos (se le ha denominado el saqueo bancario). El gobierno procedió a rescatarlos mediante un fideicomiso privado, llamado Fobaproa, al cual convirtió en deuda pública en 1998, y lo denominó IPAB. La deuda adicional incurrida para apoyar a los bancos se encajó sin autorización del Congreso y sin rendición de cuentas: se elevó a 1 billón 200 mil millones de pesos (casi 120 mil millones de dólares).
Esa deuda de los bancos se convirtió en deuda de los mexicanos, quienes han tenido que pagarla desde entonces con los impuestos que cubren cada año, y desviando así el gasto público hacia el pago de ese endeudamiento, en lugar de destinarlo al gasto social y en infraestructura básica.
Mediante ese pillaje, duplicaron la deuda histórica total del país, que pasó de 19.8% del PIB en 1994 a 42.3% del PIB en 2000. Además, el pago anual de intereses de esa deuda adicional se hizo con cargo al erario federal, lo que desbordó el déficit fiscal, que al contabilizarlo llegaba a casi 4% del PIB, contrario al supuesto equilibrio publicitado por los neoliberales.
La soberanía también fue debilitada con un error de dimensiones históricas: la entrega del sistema de pagos a los extranjeros
La culminación de hechos tan adversos fue la entrega de los bancos mexicanos a los extranjeros. Los bancos son el corazón que bombea a las arterias de la economía. Por eso nunca debieron entregarse a los extranjeros. Haberlos cedido constituyó un gran viraje en la historia nacional. Esta entrega se realizó sin subasta pública y sin informar al Congreso sobre la disposición de los
fondos públicos ni de los mecanismos utilizados para asignarlos a
sus nuevos propietarios.
Una vez en manos extranjeras, los bancos decidieron a quién le prestaban (a muy pocos), cuándo prestaban (pocas veces) y, además,
contabilizar en sus activos los pagarés que el gobierno les había entregado a cambio de sus carteras vencidas. Los intereses que obtenían de esos pagarés, y que el gobierno pagaba, les permitieron obtener altas utilidades sin necesidad de prestar. Procedieron entonces a enviar rápidamente sus utilidades a sus matrices en otros países.
Si en diciembre de 1994 unos cuantos mexicanos amasaron grandes fortunas con la información privilegiada sobre la inminente devaluación, y algunos incluso obtuvieron ganancias extraordinarias con la venta de sus bancos (sin pago de impuestos), también unos cuantos extranjeros hicieron el gran negocio de quedarse con los bancos del país, y con las enormes utilidades, pagadas con impuestos de los mexicanos, derivadas de los rendimientos del pagaré Fobaproa-IPAB que les dio el gobierno.
Este proceso significó la entrega del sistema de pagos de México
a los extranjeros. Nuestro país perdió soberanía en el control de este conducto fundamental para su desarrollo. Entregar los bancos y la remisión de sus utilidades a las matrices fue equivalente, en el terreno financiero, a otros desgarramientos en la historia de la nación, como la consolidación de vales reales antes de la Independencia y la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio durante la intervención estadunidense en México, entre 1846 y 1847.
(...) A partir de 1995 ya no perdimos territorio, pero se canceló la capacidad soberana del país de conducir su sistema de pagos. Además, las enormes utilidades obtenidas del saqueo bancario, su pago a través del presupuesto público y la remisión inmediata a sus matrices han significado la
expoliación financiera de la nación.
Los bancos se entregaron a los extranjeros sin que mediara subasta
pública ni se precisaran criterios públicos para seleccionar a los compradores; tampoco se rindieron cuentas al Congreso sobre los recursos obtenidos por su venta, ni se informó sobre el destino que se dio a esos ingresos. En la prensa se denunciaron acuerdos “ocultos” mediante los cuales el gobierno garantizó a los nuevos dueños extranjeros de los bancos “que no tendrían pérdidas en sus inversiones”.
¿Por qué no le funcionó al gobierno el estímulo económico para alcanzar la victoria en la elección de 2000?
Gracias al extraordinario aumento del gasto público, la primera administración neoliberal terminó en 2000 con un crecimiento económico alto y con inflación baja. Esa situación económica tan propicia debió haber funcionado a favor del candidato oficial. Sin embargo, entre los ciudadanos existía un ánimo adverso hacia el partido en el poder (creado en gran parte por la propia administración, al promover una campaña de desprestigio contra las políticas y los políticos de su partido que la habían precedido). No habían sido suficientes algunos años de crecimiento económico para que la población superara los terribles estragos de la crisis económica y social de 1995. La memoria de esa crisis monumental
estaba presente en la colectividad.
A pesar de los beneficios de una economía en ascenso, el candidato oficial y el partido en el poder perdieron la elección presidencial. Fueron derrotados, a pesar de todas esas maniobras presupuestales para acelerar la economía durante el primer semestre. Ese candidato contó asimismo con enormes recursos desviados del presupuesto público hacia su campaña (peculado conocido como Pemexgate), con el uso de información confidencial para atacar a su principal competidor y con una presencia abrumadoramente favorable en los medios masivos de comunicación.
La derrota del PRI en la elección de 2000 encuentra su explicación en dos elementos. El primero fue la incapacidad del candidato presidencial del partido para aprovechar el dinamismo económico y los otros apoyos gubernamentales de dinero público, información reservada y medios afines. El segundo, igualmente importante: la memoria de la crisis económica y los efectos adversos que perduraban actuaron contra el PRI.
Contrario a lo que sucede en otros países, la campaña jugó un papel decisivo en el resultado electoral: uno de cada tres votantes cambió su intención de voto dentro de los cinco meses previos al día de la elección. La derrota del candidato oficial se explica por los errores durante su campaña, a pesar de que seis meses antes de la elección ese candidato arrancó con una ventaja de 20 puntos porcentuales arriba del candidato de Acción Nacional, el cual resultó ganador.
Diversos análisis han documentado con claridad el motivo de esa debacle. Así, han señalado que el candidato del PRI “no logró vincular la economía en expansión con la campaña presidencial. El candidato y sus estrategas de campaña prefirieron identificar al cambio como el tema principal”. Era obvio para cualquier estratega electoral mínimamente competente que para el partido en el gobierno ésa era la propuesta equivocada.
La elección presidencial de 2006: los ciudadanos “se sentaron en sus manos”, pues una proporción menor de electores votó. La victoria fue por un margen mínimo
En la elección de 2006, los ciudadanos emitieron en las urnas el veredicto sobre la década neoliberal. En primer lugar, el desencanto se reflejó en la caída de la participación electoral; ésta se agudizó. Los datos al respecto muestran que en 1994 votó 77% de los ciudadanos, un récord histórico todavía no superado. Para 2000 la participación bajó a 63.9%, y en la elección de 2006 disminuyó todavía más: sólo votaron 58.5% de los ciudadanos inscritos en el
padrón electoral, como antes se precisó. La participación durante el neoliberalismo no alcanzó siquiera la proporción de la elección intermedia de 1991, cuando llegó a 66%.
Ya en la elección intermedia de 2003 se había dado la tasa de
participación más baja desde 1946: sólo votó 42% del electorado, y entre los que no votaron (más de la mitad del electorado), dos terceras partes expresaron insatisfacción con la democracia y desilusión con la política: “Esa tendencia no cambió para la elección presidencial de 2006”.
En segundo lugar, los que decidieron votar en la elección presidencial
de 2006 lo hicieron masivamente por opciones diferentes del partido en el gobierno (65% de los que votaron lo hicieron por un partido distinto del PAN). El resultado electoral mostró que la victoria no fue por mayoría absoluta, sino que se alcanzó por una pluralidad de votos, y el margen fue mínimo: 35% de los electores votaron por el candidato triunfante y su victoria fue por 0.5% de diferencia.
La mayoría de los electores, en el centro. ¿Y el PRI? “Es un partido de extrema derecha y neoliberal”
La elección presidencial de 2006 significó para el PRI su segunda derrota consecutiva. Dos resultados observados en esa elección fueron sorprendentes. El primero fue que, entre los electores, la mayoría se colocaban en el centro (33% se autoclasificaron de centro, 21% de izquierda y 18% de derecha). El segundo, que ciertos actos que tradicionalmente se habían considerado de izquierda eran ahora evaluados por las nuevas generaciones de manera diferente. Así, 49% de los ciudadanos en la Ciudad de México, con educación superior a secundaria, asociaron la nacionalización de los bancos (realizada en 1982) ¡con la derecha!
Eso podía explicar la sorprendente clasificación que los ciudadanos
hicieron del PRI: lo consideraron como “el partido de la extrema derecha”. Además, el candidato del PRI obtuvo la mayor parte de los votos de electores que se consideraban de derecha (al inicio de la campaña, 30% de los que se identificaban como priistas se ubicaban a la derecha del espectro ideológico, y sólo 13% en la izquierda). El candidato del PRI “era considerado neoliberal”.
Por su parte, el PAN era evaluado como de centro-derecha (su candidato fue el que más votos obtuvo del centro) y el PRD como de izquierda. Esto fue confirmado por una encuesta publicada posteriormente: 68% de los priistas se consideraron de centro-derecha y sólo 9% de centro-izquierda (entre la población en general, 49% consideró que el PRI debería ser una opción política de centro-derecha).
Los independientes decidieron la elección
Una gran proporción de los electores se consideraban independientes (44% del total en abril de 2006). Fueron los independientes los que más probablemente decidieron el resultado de la elección. Y para ellos el PRI era el que estaba peor calificado para ejercer un buen gobierno y promover un mejor futuro (el candidato del PRI sólo lograba atraer a la décima parte de los independientes).
El PRD era evaluado por los independientes como el partido que más se interesaba en personas como ellos (pero 53% de esos votantes consideraron a su candidato como el más agresivo, aunque lo denominaron “un populista democrático”). El PAN resultó el partido más asociado con el crecimiento económico y menos con el conflicto. Su candidato fue el que más votos obtuvo de los jóvenes (los votantes entre 18 y 34 años de edad representaban 45% del electorado).
Democracia, instituciones, progreso y soberanía disminuidos. ¿Y las libertades?
Aunque la confianza en el IFE y el tribunal se mantuvo después de la elección, los votantes continuaron perdiendo confianza en todos los partidos y, en consecuencia, en las instituciones, como el Legislativo, donde dominan los partidos.
Es así como el desenlace del neoliberalismo en México ha sido soberanía debilitada, economía sin dinamismo, programa social equivocado, instituciones desmadejadas y proceso democrático disminuido.
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