Sunday, May 31, 2009





En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, personal de varios Regimientos militares ubicados en regiones se trasladaron a Santiago, bajo la excusa de realizar los preparativos de la Parada Militar, para conmemorar el día de las Glorias del Ejército. Así arribaron a Santiago las unidades de La Serena y el Maipo, las que se constituyeron en el Regimiento Tacna. Otros efectivos provenientes de Calama y de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes – comandada por el coronel Manuel Contreras Sepúlveda, quien a los pocos días iniciaría la organización de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA)- lo hicieron en las dependencias de Arsenales de Guerra.

Cerca de las cinco de la mañana de ese día, las tropas apostadas en esta última repartición fueron informadas del golpe de Estado, bajo la arenga del teniente Pedro Barrientos, quien los emplazó a participar en la toma del territorio capitalino bajo la premisa que en esa misión no habían rangos, que todos eran importantes en ese crucial y patriótico acontecimiento. El episodio ha sido relatado en las declaraciones judiciales de varios conscriptos de los regimientos Maipo y Tejas Verdes que llegaron desde la Quinta Región.

Tras el bombardeo a La Moneda y el asesinato de Salvador Allende, cerca de 600 estudiantes y profesores se amotinaron en la Universidad Técnica del Estado (UTE, actual USACH) para resistir la ocupación militar. Sin llegar a producirse enfrentamientos, ya que casi no tenían armas, fue muy poco el tiempo durante el cual pudieron oponerse a la entrada de los uniformados.

Pasadas las dos de la tarde del 12 de septiembre comenzó el desalojo de los académicos y alumnos. Entre escenas de gran violencia y dramatismo fueron detenidos y trasladados al Estadio Chile. En ese grupo se encontraba Víctor Jara Martínez, profesor de esa casa de estudios. El procedimiento fue dirigido por el entonces capitán Marcelo Moren Brito, quien luego se transformaría en uno de los más temidos agentes operativos de la DINA. Al momento de ingresar al Estadio Chile, convertido en campo de prisioneros, a los detenidos se les quitaban sus especies de valor, se les anotaba su nombre y filiación política.

Antes de ello, durante la tarde del 11 de septiembre, después de encargarse del funeral de Salvador Allende, el comandante César Manríquez fue encomendado por el general Arturo Viveros -jefe del Comando de Apoyo Logístico y Administrativo del Ejército (CAE)- para crear el primer recinto de detención que se debía instalar en el Estadio Chile. A la mañana siguiente, Manríquez se constituyó en el recinto. Poco después comenzaron a llegar los miles de detenidos que arribaban en buses de la locomoción colectiva y camiones del Ejército.

Según las propias declaraciones de Manríquez que, hasta ahora, era el único procesado en el caso, lo ocurrido al interior del recinto deportivo –construido sólo cuatro años antes de los hechos- era un escenario “dantesco” debido a la gran cantidad de prisioneros (5.600, según sus cálculos). El ex uniformado asegura que sólo contó con personal de apoyo del CAE para custodiar el recinto, pero que en los subterráneos del edificio se constituyeron oficiales de Inteligencia de las distintas Fuerzas Armadas, cuyas identidades desconocía, ya que no habrían estado bajo su mando.

Esa es la razón con la que justificó haber montado una escena de terror para amedrentar a los detenidos. Colocó dos ametralladoras punto 50 –usadas en la Segunda Guerra Mundial- en los balcones del edificio, las que eran publicitadas por los parlantes como las “sierras de Hitler, capaz de partir a una persona en dos”. En el segundo piso también se instalaron potentes focos de luz, que permanecían encendidos día y noche, provocando que todos los que permanecieron al interior del Estadio perdieran la noción del tiempo.

Los primeros días de encierro fueron caóticos, ya que incluso se reventaron algunos alcantarillados, generando problemas de insalubridad. Tampoco tenían alimentos ni para los soldados ni menos para los prisioneros. La escasez de comida incluso provocó que los mismos militares saquearan negocios aledaños al recinto. Sólo al cuarto día, el 16 de septiembre, se recibieron algunas raciones para los soldados, según declaró el capitán David González Toro, encargado de abastecimiento del recinto.

Se desconoce la hora a la que ese miércoles 12 de septiembre arribaron los miembros de los servicios de Inteligencia de las Fuerzas Armadas. Lo que sí se sabe es que, tras su llegada, comenzaron a interrogar a los detenidos. Todo se anotaba en una ficha previamente confeccionada, donde se consignaba el nombre, la cédula de identidad, domicilio, filiación política, antecedentes de la detención y observaciones. En la parte inferior del documento, se añadía un pronunciamiento del interrogador en el que debía calificarlo como prisionero bajo las siguientes premisas: ley de control de armas, marxista o comunista y sobre la necesidad o no de someterlo a Consejo de Guerra.

Según diversos testigos que han declarado en el caso, previo al traslado al Estadio Nacional hubo muchos hechos de violencia en contra de los prisioneros. Se ha determinado que al menos tres personas habrían perdido la vida en las graderías del recinto. Una persona de contextura pequeña y delgada que muchos confundieron con un niño y que en un acto de desesperación se abalanzó sobre un conscripto, quien reaccionó descargando una ráfaga en su abdomen. Según testimonios, el comandante Manríquez felicitó al soldado por su “heroica labor”. Otro prisionero se lanzó del segundo piso gritando ¡Viva Allende!, mientras que un hombre joven fue muerto a golpes de culata en su cabeza por haberse negado a cumplir órdenes de los militares.

A esta cifra se suman otras 15 personas que habrían sido acribilladas junto a Víctor Jara en los subterráneos del Estadio, según la confesión del primer hombre en ser individualizado por la justicia como uno de los autores del asesinato del destacado folclorista.

Los hombres de Tejas Verdes
En sus declaraciones, todos los conscriptos que viajaron desde la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes (dirigida entonces por el coronel Manuel Contreras) a Arsenales de Guerra, en Santiago, coinciden en que las tropas venían bajo el mando del capitán Germán Montero Valenzuela, sumando un contingente de aproximadamente un centenar de soldados y una veintena de oficiales.

El 12 de septiembre, al llegar al Estadio Chile, el contingente quedó a cargo del comandante Mario Manríquez. Entre los oficiales que participaron en esta misión, los conscriptos mencionan a los tenientes Nelson Haase y Rodrigo Rodríguez Fuschloger, y a un subteniente que tendrá un papel decisivo en el asesinato de Víctor Jara.

La primera confesión que obtuvo el juez Fuentes sobre el crimen fue la del ex conscripto José Alfonso Paredes Márquez (55 años). El entonces joven de 18 años llegó a Santiago durante la madrugada del 11 de septiembre de 1973, proveniente de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes, donde desde abril de ese año realizaba su servicio militar.
Durante el día en que la vida de los chilenos se partió en dos, su sección fue enviada, al mando del teniente Pedro Barrientos, a custodiar el camino Padre Hurtado. Paredes dice haber sido una suerte de guardaespaldas del teniente Barrientos.

Al mediodía del 12 de septiembre, el contingente se trasladó, primero a Arsenales de Guerra y luego a la Universidad Técnica (actual USACH). Allí, pasadas las dos de la tarde, procedieron a trasladar a los detenidos al Estadio Chile. El mencionado oficial, junto a Paredes, acompañaron a bordo de un jeep la caravana de buses de la locomoción colectiva que trasladaron a los prisioneros. Una vez la misión cumplida, regresaron a Arsenales de Guerra.

El 16 de septiembre, cerca de las 18:00 horas, el escuadrón de militares llegó hasta el Estadio Chile, donde se presentaron ante un oficial de rango superior cuya identidad desconoce, quien les ordenó vigilar las casetas de transmisión del recinto. Y en el interior del Estadio, los otros conscriptos comentaban que ahí estaban detenidos el Director de Prisiones, Litre Quiroga; el cantautor Víctor Jara y el Director de Investigaciones, Eduardo “Coco” Paredes.

Siempre según la confesión de Paredes, al día siguiente fue enviado al sector del subterráneo. Y permaneció como centinela en la puerta de uno de los camarines destinados a los detenidos. En ese camarín había 5 ó 6 oficiales de otros regimientos, con tenida de combate, cuya identidad desconoce. Los vio escribir en unos papeles los datos que le respondía un detenido al que observó sentado frente a un escritorio. En otro ángulo del camarín, Paredes vio a otros prisioneros mirando hacia la pared.

Unas horas después, llegaron a la habitación el teniente Barrientos y el subteniente que bajo las órdenes de Haase y Rodríguez estaba a cargo de los conscriptos. Traían a un detenido. Fue entonces que dice haber sido llamado, junto al conscripto Francisco Quiroz Quiroz (55 años), y que se les comunicó que el detenido era Víctor Jara. El grupo lo comenzó a insultar por su condición de comunista. Paredes lo miró y lo reconoció. Víctor Jara quedó allí, en ese camarín, custodiado por Quiroz.

Más tarde, recordará el principal testigo, el teniente Barrientos lo mandó nuevamente al subterráneo, al mismo camarín. Pero esta vez Paredes no encontró a nadie: ni interrogadores ni detenidos y tampoco a Víctor Jara. Pasaron las horas hasta que Paredes vio nuevamente llegar a los oficiales interrogadores. La orden fue precisa: traer a los detenidos que figuraban en una lista que uno de los oficiales le entregó a un cabo. Y nuevamente el mismo procedimiento: interrogatorio y las anotaciones en cada una de las fichas.

Y llegó la noche. Paredes se encontraba de centinela en el mismo camarín del subterráneo cuando observó el ingresó de unos quince detenidos. Y entre ellos reconoció a Víctor Jara y también a Litre Quiroga. Ambos fueron lanzados contra la pared. Detrás de los prisioneros, Paredes vio llegar al teniente Nelson Haase y al subteniente que también estaba a cargo de los conscriptos. Y fue testigo del minuto preciso en que el mismo subteniente comenzó a jugar a la ruleta rusa con su revólver apoyado en la sien del cantautor. De allí salió el primer tiro mortal que impactó en su cráneo.

El cuerpo de Víctor Jara cayó al suelo de costado. Paredes observó cómo se convulsionaba. Y escuchó al subteniente ordenarle a él y a los otros conscriptos que descargaran ráfagas de fusiles en el cuerpo del artista. La orden se cumplió. Todo lo que ocurrió fue presenciado por Nelson Haase, quien se encontraba sentado detrás del escritorio de interrogación. Según el protocolo de autopsia, el cuerpo del cantautor tenía aproximadamente 44 impactos de bala en su cuerpo.

Pocos minutos después, el mismo subteniente que le disparó en la cabeza solicitó el retiro del cuerpo. Llegaron unos enfermeros con camilla, lo levantaron y metieron al interior de una bolsa y luego lo cargaron hasta la parte trasera de un vehículo militar estacionado en el patio del recinto, al costado nororiente.

No fue fácil para José Alfonso Paredes Márquez confesar ante el juez lo que vio y protagonizó. Primero fue renuente a reconocer su real participación en los hechos. Y finalmente se quebró, empezó su relato y ya no paró. Este obrero de la construcción que fabrica casas en la zona del litoral central, reveló haber guardado el secreto durante casi 36 años, sin siquiera habérselo contado a su mujer. También hizo una aclaración ante el juez: durante los días posteriores al golpe, y como trabajaban casi 24 horas al día, la oficialidad les entregaba estimulantes para evitar el sueño y el hambre, por lo cual su relato podía no ser exacto en las fechas.

Lo que Paredes y otros conscriptos sí recordaron fue lo que pasó luego que el cuerpo de Víctor Jara desapareció del camarín. Los otros 14 detenidos que venían con el cantautor y director teatral fueron acribillados con fusiles percutados por los propios conscriptos y oficiales presentes. Entre las víctimas cayó asesinado Litre Quiroga. Sus cuerpos también fueron cargados en el mismo vehículo. Poco después y al amparo de la noche, todos ellos fueron abandonados en la vía pública.

El último vía crucis de Víctor Jara
Durante la reconstitución de los hechos, los testigos pudieron recrear el miedo y el caos reinante en el Estadio Chile, clima al que tampoco escapaban. Escenas que enlazadas permiten reconstruir en forma difusa las últimas horas de vida de Víctor Jara y en las que aparecen nuevamente personajes ya conocidos.

Durante sus cuatro días de cautiverio, Jara fue reconocido por un oficial de Ejército que se hacía llamar “El Príncipe”. Otros testigos señalan que ese reconocimiento lo hizo un militar que no coincide con las características del mítico personaje del Estado Chile (ver recuadro), quien fue descrito como de una estura superior a 1.80 metros, rubio, de tez blanca, cara redondeada y de contextura atlética.

En lo que sí coinciden los testimonios de los prisioneros es en que Víctor Jara fue interrogado al menos dos veces en los camarines del recinto, ubicados en la zona nororiente del subterráneo. Allí fue sometido a diversas torturas, entre ellas la fractura de sus manos a golpes de culata.

Tras la segunda de esas sesiones, Víctor Jara logró acercarse a personas que habían sido detenidas en la UTE, quienes lo limpiaron y trataron de cambiar su aspecto cubriéndolo con una chaqueta azul y cortándole su pelo negro rizado con un cortaúñas. Los últimos detenidos que lo vieron con vida han dicho que estaba muy golpeado, con la cara hinchada y sus manos fracturadas. Muchos coinciden en que durante el traslado al Estadio Nacional, que duró muchas horas, su cuerpo sin vida fue visto en el hall del recinto, junto a otros cadáveres.

Se estima que el cuerpo de Víctor Jara fue encontrado el 17 de septiembre en las afueras del Cementerio Metropolitano, por funcionarios de la Primera Comisaría de Carabineros de Renca, quienes lo trasladaron como N.N. al Instituto Médico Legal.

Un funeral sin flores y en silencio
En los últimos meses de la investigación se han rescatado reveladores testimonios inéditos que ayudan a entender por qué, a diferencia de los otros prisioneros asesinados en el Estadio Chile, el cuerpo de Víctor Jara fue encontrado por su familia y pudo ser enterrado de manera clandestina en el Cementerio General.

Después de guardar silencio durante 35 años, Héctor Herrera Olguín, ex funcionario del Registro Civil y quien actualmente reside en Francia, relató ante el ministro Juan Eduardo Fuentes lo que vivió en esos días. Herrera explicó que el 15 de septiembre de 1973, el oficial designado como director interino del Registro Civil lo envió en comisión de servicio al Instituto Médico Legal (IML), lugar en donde se le ordenó medir, tomar las características físicas y las huellas de los cuerpos apostados en el estacionamiento del recinto.

Herrera calcula que había unos 300 muertos apostados en ese lugar, entre los cuales vio niños y mujeres. Unos veinticinco estaban rapados. Todos eran jóvenes. Le dijeron que correspondían a extranjeros. Durante todo el día Herrera vio llegar camiones del Ejército con más cuerpos. Y cada vez los mismos movimientos: los conscriptos los tiraban al suelo al interior del estacionamiento y luego, con algo más de delicadeza, funcionarios del IML los recogían y los apilaban en distintas partes de ese sector.

La investigación deberá determinar la fecha exacta en que fue asesinado Víctor Jara. Pero lo cierto es que el ex funcionario del Registro Civil recordó ante el juez que el 16 de septiembre, alrededor de las 9.00 horas, una persona a la que identifica como “Kiko”, oriundo de Chiloé, le señaló que entre los cuerpos apilados parecía estar el de Víctor Jara. Y con sigilo lo llevó frente al cuerpo. Al principio Héctor Herrera dudó que se tratara del mismo famoso cantautor. Estaba muy sucio, con tierra en las heridas, el cabello apelmazado entre tierra y sangre. A simple vista se le notaban heridas profundas en ambas manos y en la cara. Y tenía sus ojos abiertos, pero con una mirada tranquila. En una de sus muñecas vio un alambre con un pedazo de cartón donde estaba anotado “Octava Comisaría”.

Para salir de la duda, Héctor Herrera a escondidas anotó su número de ficha, sus características físicas y sus huellas dactilares. Para ello tuvo que abrir sus manos. No fue fácil: las tenía empuñadas, muy rígidas. Lo hizo con la ayuda de “Kiko”, comprometiéndose ambos a no decirle a nadie lo ocurrido. Terminada la misión, dejaron el cuerpo en el mismo lugar.

A primera hora del día siguiente, Herrera se fue directo a la sección dactiloscópica del Registro Civil, en calle General Mackenna. Allí y en la más completa reserva, le pidió a la funcionaria Gelda Leyton, que le buscase la ficha de Víctor Jara. A eso del mediodía, ambos comprobaron que efectivamente habían asesinado a Víctor Jara. Volvió a revisar los registros del cantautor. Y se percató que era casado. Anotó los datos de su esposa, Joan Turner Robert, y su dirección.

Ya había amanecido cuando el 18 de septiembre, en la casa de Víctor Jara, en calle Plazencia, en Las Condes, Joan Turner escuchó que alguien llamaba a su puerta. Salió a mirar desde una ventana del segundo piso. Un hombre al que no conocía le dijo que necesitaba hablar con Joan Turner. Ella bajó y se acercó a la reja de la casa. Herrera recuerda haberla visto muy nerviosa. Se identificó como funcionario del Registro Civil y le relató lo que había vivido.

Poco después ambos partieron de la casa en la renoleta de Joan Turner en dirección al IML. Entraron juntos. Pero no encontraron el cuerpo de Víctor Jara en el lugar donde Herrera recordaba muy bien haberlo dejado la tarde anterior. Se inició la búsqueda. Y llegaron al segundo piso del edificio, sitio a donde habían llevado los cadáveres que estaban para las llamadas “autopsias económicas”. En el lugar Nº 20 estaba el folclorista. El cuerpo fue abrazado por su esposa, quien lloró en silencio tratando de no despertar sospechas. Estaba muy consciente de que no tenía autorización alguna para estar ahí.

El trámite del certificado de defunción lo realizaron en el primer piso. Para poder sacar el cuerpo en día feriado, Herrera invocó su calidad de funcionario del Registro Civil. Al ser consultado en la ventanilla por la causa de muerte y fecha de la misma, requisito indispensable para llenar el documento de defunción, Herrera sólo atino a decir que falleció por herida de bala el 14 de septiembre a las 5:00 horas. Fue el apresurado cálculo que logró hacer en esos pocos minutos al recordar que el cuerpo de Víctor Jara habría llegado al IML antes que él lo descubriera. La hora la sacó de un poema que le vino a la memoria sobre fusilados.

Como el cuerpo debía ser sacado en una urna y la esposa de Víctor no tenía dinero para comprarla, Héctor Herrera se contactó con su amigo Héctor Ibaceta Espinoza, a quien le pidió ayuda. Juntos fueron hasta calle Agustinas, en el centro de Santiago, a buscar el dinero. Pero Ibaceta decidió acompañarlos.

Alrededor del mediodía de ese 18 de septiembre, llegaron con el ataúd al IML. Sólo los dos hombres ingresaron a buscar el cuerpo de Víctor Jara. Su cadáver desnudo fue trasladado en una camilla metálica con su ropa doblada a los pies. Recogieron el cuerpo y lo pusieron dentro de la urna. La ropa fue depositada a sus pies. Lo cubrieron con un poncho nortino que traían y encima la mortaja. Cerraron la urna. El ataúd lo ubicaron en una sala que se utilizaba como velatorio.

-Nos prendieron unas cuatro ampolletas e hicimos entrar a Joan para que se quedara a solas con él, para que se despidiera de su marido. Estuvo alrededor de una hora –recordó el ex funcionario del Registro Civil.
Herrera agregó: “Posteriormente, concurrí al Cementerio General, ubicado al frente, para solicitar un carrito para trasladar el cuerpo, ya que era muy caro hacerlo en una carroza. Una señorita me indicó que no se podía hacer eso, pero al ver el nombre del occiso me dijo que para él sí se podía. Volví al IML en compañía de un funcionario del Cementerio. Entre los cuatro colocamos el ataúd en el carro y lo trasladamos al campo santo, enterrando a Víctor Jara en un modesto nicho al final del recinto donde se encuentra hasta hoy. Fue enterrado sin flores y con la sola presencia de nosotros tres”.

Héctor Herrera siguió trabajando en el Registro Civil hasta 1975. Desde 1969 y hasta el día en que se fue se desempeñó en el departamento de Carné de Identidad. Debió abandonar el país como miles de otros chilenos llevando consigo un secreto que Joan Turner también guardó para protegerlo y que hoy le pertenece a todos los chilenos que podrán cantar con nuevas esperanzas “Levántate y mírate las manos. Para crecer, estréchala a tu hermano”.

El oficial al que llamaban “Príncipe”
Casi como mito urbano, la figura de un despiadado oficial de Ejército, de contextura atlética, estatura superior a 1.80 metros, ojos claros y pelo rubio, quien habría vociferado entre los detenidos que no necesitaba micrófono para hablar porque tenía “voz de príncipe”, ha sido adjudicada a por lo menos dos ex militares que habrían estado entre los uniformados que custodiaron el Estadio Chile.

Varios de los detenidos han declarado que este fue el uniformado que más se ensañó con Víctor Jara, siendo uno de los primeros que apartó desde el grupo de detenidos de la UTE. Algunos de los testimonios apuntaron al ex agente de la DINA Miguel Krassnof Martchenko como el que actuó en contra del cantautor. Sin embargo, otros lo niegan rotundamente. Con el correr de los años, surgió otra identidad que podía corresponder a “El Príncipe”, la del ex teniente Edwin Dimter Bianchi, quien fue uno de los militares detenidos por la sublevación del Regimiento Tacna en junio de 1973, movimiento golpista que fue desarticulado, dando origen al llamado “Tanquetazo”. En ese episodio Dimter ingresó con un tanque hasta el Ministerio de Defensa.

Efectivamente, Dimter coincide con las características del Príncipe, pero varios de los testigos que estuvieron detenidos en el Estadio Chile también han descartado que se trate de la misma persona.

Lo importante es que fue el propio Dimter, con su primera declaración judicial de 2006, quien dio luces sobre otros oficiales que también podrían corresponder a la identidad de “El Príncipe”. El ex uniformado, quien fue expulsado del Ejército en 1976 por diversos actos de indisciplina, reconoce haber custodiado a los prisioneros de ese recinto, pero asegura no haber tenido relación con las golpizas y el asesinato de Víctor Jara.

Acto seguido, señala que él no era el único oficial con esas características, y que al menos habían otros dos que podían coincidir con las señas de “El Príncipe”: los entonces tenientes Rodrigo Rodríguez Fuschloger y Nelson Edgardo Haase Mazzei, ambos de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes. Este último oficial (R) fue mencionado en la declaración del primer conscripto confeso de participar en el crimen.

Aunque Haase, al ser interrogado en el caso, negó rotundamente haber estado en el Estadio Chile, declaraciones de otros oficiales presentes en el recinto respaldan la versión de Dimter.

Haase fue uno de los hombres de confianza del ex jefe de la DINA, Manuel Contreras, y fue jefe del recinto de detención clandestino ubicado en calle Bilbao, conocido como “Cuartel Bilbao”. Diversos testimonios y documentos, entre ellos el entregado por la agente de la DINA Luz Arce, indican que el inmueble –habilitado desde 1976- tenía como fachada un aviso luminoso que decía “Implacate”.

El historial del teniente también lo registra como miembro de la Sociedad Pedro Diet Lobos, pantalla comercial de la DINA para encubrir actividades tanto en Chile como afuera del país. A lo largo de los años, quienes sobrevivieron lo han descrito como arrogante, prepotente y despiadado; de hecho se llegó a decir que se enorgullecía de llevar permanentemente en su automóvil una picota para usarla en los allanamientos a otros ex uniformados- manifestó públicamente su total respaldo a la sublevación del general (r) Raúl Iturriaga Newman, quien intentó evadir la primera condena de cárcel efectiva en su contra, por el asesinato del militante del MIR Dagoberto San Martín Vergara, según consta en la página del “Movimiento 10 de septiembre”.

Equipo "Envasas Exportables": Guillermo Garin, Juan Lucar, Richard Quaas y Nelson Haase (Izquierda a derecha)Tras retirarse del Ejército, el ex uniformado formó en 1994 una empresa de cajas de madera para vinos de exportación, llamada Envases Haase o Envases Exportables. Desde entonces es proveedor de varias de las empresas del rubro, lo que le ha permitido codearse con ese ambiente. De hecho, el 2007 participó en el Quinto Campeonato de Golf “Copa Viñas de Chile”, en el Club de Golf Los Leones, a beneficio de la Fundación Escúchame. En el website de esta última aparece una foto del equipo de “Envases Exportables”, en la que Nelson Haase figura junto al ex vicecomandante en jefe del Ejército, general (r) Guillermo Garin, el brigadier general (r) Juan Lucar y el ex jefe del Estado Mayor del Ejército, general (r) Richard Quaas.

La esposa de Haase, María Isabel Blaña Lüttecke, recibió del Ministerio de Agricultura $ 5.595.466 en febrero y abril de este año, en virtud de un “Programa Sistema de Incentivos para la Recuperación de Suelos Degradados”, según consta en la información de transparencia activa de esa cartera.

Jacmel Cuevas P. - CIPER (Chile)


Carlos Bonfil

Sin nombre es alusión a los miles de señalamientos que portan dicha inscripción funeraria en la frontera entre México y Estados Unidos. Cruces de madera, estelas, trozos de cartón que registran el intento frustrado de campesinos y desempleados anónimos por alcanzar la tierra prometida. Muchos de ellos son originarios de Honduras, El Salvador o Guatemala, y antes de llegar a una ciudad como Reynosa, Tamaulipas, uno de los múltiples puntos de ingreso, han tenido que cruzar por un territorio a menudo hostil, perseguidos por la migra, asaltados y aterrorizados por bandas de delincuentes, con una población indigente que al verlos pasar trepados sobre un tren los saluda o rechaza, o desesperada, decide acompañarlos.

Sin nombre, primer largometraje del estadunidense Cary Fukanaga (dos cortos anteriores relacionados con los temas de inmigración y violencia intrafamiliar, Victoria para chino, 2004; Kofi, 2003), presenta paralelamente la historia de una persecución –los Mara Salvatruchas en un ajuste de cuentas con un elemento rebelde–, y el accidentado periplo de indocumentados centroamericanos a través del territorio mexicano. El joven perseguido, Casper (Edgar Flores), es el prototipo del héroe romántico que súbitamente ha rechazado la violencia extrema de la banda a la que pertenece, y de la que se vuelve desertor y traidor, sabiendo que dicha postura sellará inevitablemente su destino fatal. Hay una vaga posibilidad de redención moral en su encuentro con la joven hondureña Sayra (Paulina Gaytán), quien acompañada de su padre y tío intenta ganar la frontera para reunirse con el resto de la familia en Nueva Jersey. La adversidad se encargará, sin embargo, de complicar al máximo estas vidas cruzadas.

La acción principal transcurre entre Tapachula, Chiapas, y el punto de llegada del ferrocarril repleto de indocumentados, la ciudad de Reynosa. El director mantiene con destreza el clima de suspenso con la persecución de un Casper infiltrado entre los campesinos encima del tren, y el asedio de las autoridades migratorias que a todo mundo mantiene a salto de mata.

En unas primeras secuencias de realismo crudo, el espectador asiste a los ritos de iniciación de los maras, a su gestualidad y lenguaje codificados, y a una conducta irracional que sólo de modo penoso podría calificarse de fascinante o cautivadora. El episodio oscila entre la ficción violenta del brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) y el reciente documental del franco-español Christian Poveda (La vida loca) sobre las pandillas centroamericanas, pero su intención de mostrar al jefe mara Lil Mago (Tenoch Huerta) como un patético macho a la vez sentimental e irascible, es a todas luces un acierto. No lo es menos el retrato de Casper, un eco del adolorido protagonista romántico El Boy (Juan Manuel Bernal) en Hasta morir (Fernando Sariñana, 1994), o del niño Smiley (Kristian Ferrer) como aprendiz aventajado en los ritos de barbarie.

El cinefotógrafo brasileño Adriano Goldman captura, con marcados tintes épicos, las peripecias del itinerario por un territorio tropical exuberante, al tiempo que crea una atmósfera de tensión extrema en las escenas de interiores donde la familia de los mara violenta a sus miembros primerizos y urde sus proyectos de revancha.

Hay también una historia sentimental, tan convencional en su desarrollo como cabe imaginarla desde su primer planteamiento, pero Fukunaga dirige con pulso firme a sus actores y siempre consigue renovar su acopio de sorpresas. No se detiene demasiado en lo evidente (la corrupción y doble lenguaje de las políticas migratorias mexicanas, la ruindad moral de las pandillas, la desesperación de quienes eligen emigrar como última estrategia de sobrevivencia); su propósito es contar bien una historia –a la vez thriller y docuficción–, y acudir para ello a formatos tradicionales manejados con solvencia artística. Esto no es poco en un medio profesional donde el gusto por la innovación tecnológica y la improvisación privan muy a menudo sobre la contundencia narrativa.




Mar de Historias

Cristina Pacheco

Se escucha un taconeo por la escalera. Linda finge sonreír y pretende concentrarse en el Paisaje marino, de Joaquín Clausell, que abarca la pantalla de su computadora. Hace siete meses sustituyó ese cuadro por Los girasoles, de Van Gogh. Hizo el cambio porque en aquel momento, dada la pésima situación económica, ella y Julio habían desistido de su viaje a Puerto Vallarta. Para sentirse menos frustrada tuvo una reacción infantil: en el menú de imágenes eligió como protector de pantalla el sereno óleo de Clausell.

Los pasos se alejan hacia el siguiente tramo de escaleras. Linda experimenta deseos de llorar y un rencor vago hacia la desconocida que por breves minutos la llenó de esperanza y la hizo sentir que Servicios Turísticos Orbis, su pequeña agencia de viajes, seguía manteniendo su actividad normal y prestaba servicio a lunamieleros, familias, excursionistas, grupos de jubilados deseosos de conocer algo del mundo.

II

El timbre del teléfono suena, Linda toma el auricular y adopta un tono ejecutivo: Servicios Turísticos Orbis. ¿En qué puedo servirle? Una voz masculina pregunta por Antonio Martínez. Aunque decepcionada porque no se trata de un cliente, Linda responde con amabilidad: Lo siento, él ya no trabaja aquí. ¿Desde cuándo?, insiste el hombre. A partir de noviembre del año pasado. El interlocutor anónimo no cede: ¿Sabe en dónde puedo encontrarlo? ¡Ni idea! Es que me urge hablar con él.

Linda tiene una sensación de peligro y gira hacia la ventana. Mirar los comercios que frecuenta y a los transeúntes que pasan por la calle le da fuerzas y pasa a la ofensiva: señor: no sé quién es usted y no puedo darle ese tipo de informes. La voz masculina se torna amenazante: “si Antonio llega por allí dígale que tiene que pagarme el dinero que le presté en marzo… o le va a pesar. Y más vale que lo tome en serio porque no soy de los que se andan con jueguitos”.

“En marzo…”, repite Linda e interrumpe la comunicación. Temerosa de que el desconocido vuelva a molestarla, mantiene el teléfono descolgado unos minutos. Enseguida desiste: en ese lapso podría llamarla alguien dispuesto a contratar sus servicios y no está en condiciones de perder oportunidades. Cuelga, pero aún se siente amenazada y se levanta para cerrar con llave la puerta de la oficina.

No lo haría si aún trabajaran allí sus cuatro empleados: Emérita, Soledad, Paulina y Antonio. Empezó a retrasarse en el pago de sus quincenas desde que los turistas pudieron hacer todos sus trámites de viaje por Internet y dejaron de comunicarse a Servicios Turísticos Orbis.

Pese a la disminución de su clientela, Linda jamás pensó en reducir su plantilla de colaboradores. Por desgracia tuvo que despedirlos a todos en noviembre, cuando empezaron a sentirse los efectos de la crisis mundial, el aumento de la violencia en las ciudades. Los turistas sólo llamaban para cancelar sus reservaciones y pedir la devolución de su adelanto.

Saber que condenaba al desamparo a su equipo de trabajo le causó dolor, remordimientos y una horrible noción de abandono. Para mitigarlo, la primera mañana en que se encontró sola en su oficina protegió la pantalla de su computadora con Los girasoles. Sus encendidos amarillos le devolvieron el optimismo y la esperanza de cumplir la promesa hecha a su personal: recontratarlos en cuanto la situación se normalizara. Por eso les pidió que se mantuvieran en contacto permanente.

Paulina nunca lo hizo. Linda sospecha que le guarda rencor. Emérita la llamó varias veces para contarle sus desavenencias conyugales. Soledad la visitó en una ocasión para decirle que de milagro la habían contratado de demostradora en una tienda, pero que no dudara en llamarla en cuanto su negocio se compusiera un poco. En diciembre, con motivo de la Navidad, sólo Antonio le habló para felicitarla.

Desde entonces no ha vuelto a saber de ninguno de ellos ni se ha atrevido a buscarlos. No tiene caso que lo haga sólo para darles noticias que, desde la aparición del virus, cada día son peores. Piensa en Antonio y se siente otra vez culpable. Por haberlo despedido él contrajo una deuda que tal vez nunca logre pagar y lo expone a la venganza del agiotista. Esa posibilidad la oprime.

III

Linda abre las ventanas. El aire mueve los bastones metálicos del móvil colgado del techo. Se lo regaló Julio el día en que ella decidió independizarse de la agencia de viajes trasnacional y montar su primer negocio en un mezanine de Insurgentes.

Ese móvil ha sido su amuleto. Fue lo primero que instaló la mañana en que mudó su agencia al departamento que aún alquila. Por la conserje se enteró de que acababa de desocuparlo una pareja de personas mayores incapaces de afrontar otra alza de renta. Aun sin conocer a los esposos, Linda se sintió muy identificada: por la misma razón ella había tenido que abandonar el mezanine del edificio en Insurgentes.

El primer día en que estuvo allí, durante unas horas el protector de su pantalla fue París: el barrio de Montmartre, de Jean Dufy. Verlo en su computadora le despertó la sensación de encontrarse en el centro de un mundo que otros conocían gracias a su destreza para organizarles viajes por aire, mar y tierra.

Algunos clientes satisfechos y agradecidos le habían enviado postales con montañas nevadas, castillos, atardeceres venecianos, bosques canadienses, barcos navegando en mares arriscados de suaves olas y seguidos por parvadas de albatros. Esas tarjetas que aún son parte de la decoración en Servicios Turísticos Orbis le recuerdan los buenos tiempos en que ella se permitía el lujo de protestar por los incesantes timbrazos del teléfono.

Entonces jamás imaginó que al cabo de nueve años de esfuerzos por acreditar su negocio iba a tener que replegarse a un departamento saturado de olores a comida que llegan de las otras viviendas y a verse como la primera vez que entró en el mezanine de Insurgentes: sola tras su escritorio y ansiosa por contestar llamadas.

Aquella mañana sólo recibió las de Julio preguntándole cómo iban las cosas, recomendándole paciencia, reiterándole que cada tintineo del móvil metálico era un mensaje solidario. Al final siempre le auguraba un futuro floreciente y luminoso.

Para que no lo olvidase, en la noche, cuando pasó a recogerla, Julio se puso a buscar en la galería de imágenes de la computadora hasta que encontró la que mejor expresaba sus buenos deseos. Entusiasmado sustituyó en la pantalla el cuadro de Duffy por el Paisaje con mimosas de Renoir. Confiaba en que cada vez que Linda viera el óleo salpicado de verdes y amarillos recordaría sus excursiones dominicales por pueblitos aledaños a la ciudad y la promesa mutua de ir al mar y verlo juntos como si nunca antes lo hubieran conocido.

Lo más cerca que estuvieron de realizar sus planes fue el año pasado. En noviembre la crisis económica destruyó sus proyectos con la furia del huracán que devasta un caserío. Del sueño compartido sólo quedan alusiones veladas, desesperanza y la imagen de un cuadro de Clausell en la computadora de Linda.

Sunday, May 24, 2009


Mar de Historias
Cristina Pacheco

¿Te imaginas el susto que me llevé al ver que no estabas en tu cuarto? En vez de ir a entregar la costura recorrí todos los lugares en donde me figuré que podría encontrarte: la iglesia, la farmacia, el mercado… Nadie pudo darme razón de ti y pensé cosas horribles: que te habías perdido, que estabas accidentada, que alguien te había secuestrado. Por si no lo sabes, hoy nadie está a salvo de que le ocurra esa desgracia.

–¿Y quién iba a querer secuestrarme?

–¡Yo qué sé! Cualquiera, y todo para pedirnos un rescate.

–¿Lo habrías pagado?

–Deja de hacerte la graciosa.

–Oye Alicia: te lo pregunto en serio.

–Últimamente haces cosas rarísimas, pero ninguna como ésta. De plano, ¡qué bárbara!: irte sin avisarme.

–No me has contestado lo del rescate.

–Mejor respóndeme tú: ¿por qué te fuiste ahora que más problemas tengo? Daniel está a punto de quedarse sin trabajo; a mi hija Friné la maltrata su esposo y ella no quiere denunciarlo porque le tiene miedo; cada día me encargan menos costuras. Sabes todo eso y te pones a darme el sustazo de la vida largándote.

–Quise evitarte al menos dos problemas: yo y Toño.

–No menciones a ese horrible mugroso.

–Como sea, yo lo quiero.

–Ese es otro boleto, pero ya que lo sacaste a relucir te repito lo que te dije anoche: él ya no puede quedarse aquí. Comprende, en nuestra situación, tenemos que hacer ahorros.

–¡Puros pretextos! Sabes que Toño no gasta casi nada.

–Por poco que sea, necesito el dinero para otras cosas.

–Si Toño se va, me voy con él, y esta vez muy lejos para que no vuelvas a encontrarme.

–¿Ya pensaste quién te va a mantener, en dónde vas a dormir? Te advierto que si te agarra un aguacero puede darte pulmonía y entonces sí quién sabe… Aquí al menos tienes un cuartito. Será de lámina, pero a Daniel y a mí nos costó dinero. Deberías agradecérnoslo.

–Ni falta que me lo digas: no soy una criatura.

–Pero actúas como si tuvieras cinco años y no sesenta, mamá.

–Entrados a sesenta y uno. Ya sabes que a mí eso de quitarme la edad nunca me ha gustado –Santa oye el timbre del teléfono: –hija, ¡contesta!

–Ojalá que sea Daniel. Cuando sepa que ya estás aquí va a descansar. Al pobre lo he fregado toda la tarde.

Santa aprovecha que Alicia está ocupada en el teléfono para entreabrir la puerta que da a su cuarto y asomar la cabeza:

Toño: por lo que más quieras, no hagas ruido. Aquella está que echa lumbre –hace un aspaviento con la mano: –y espérate: todavía faltan los sermones de Daniel. Creo que mi hija ya terminó de hablar. Luego vengo. Si oyes gritos no metas tu cuchara: te me quedas bien callado.

II

Temblorosa, Alicia termina de hacerle a su marido la reseña de sus pesquisas. Daniel le pide no darle tanta importancia al asunto y eso la irrita aún más:

–¿No oíste lo que te dije? Desde las dos de la tarde anduve como loca preguntándole a medio mundo por mi madre. Ya parece que oigo lo que estarán diciendo los vecinos: que no la atiendo, que no me ocupo de ella, que soy una mala hija.

–¡Que digan misa! ¿Dónde la encontraste?

–Mejor pregúntame en dónde los hallé. No te lo había dicho, pero mi madre no se fue sola: cargó con Toño. Sólo porque ayer le advertí que tendríamos que echarlo de la casa, ¡se escapó con él!

Toño es mío. ¿Por qué te molesta que me lo haya llevado?

–¡Lo que hagas con él me vale gorro! Lo que me enfurece es que no te haya importado pegarme un susto tan grande con tal de conservar a ese maldito animal –se vuelve hacia su esposo:

–¿Puedes creer que una madre prefiera a un perico que a su hija?

–A mí no me metas en sus líos. Ah, y otra cosa: a ver si la próxima vez te controlas un poquito.

–¿Qué hice de malo?

–Sabes cómo está la situación en la fábrica y te pones a llamarme cada 10 minutos. ¿Quieres que me corran de una vez o qué onda?

–¡Úchalas! A ti no hay quién te entienda. Me has dicho que cuando tenga una dificultad te pida ayuda. Lo hice y ahora me sales con que te causé un problema tremendo.

–Pues sí. La última vez el patrón me preguntó por qué estaba recibiendo tantas llamadas. No me atreví a decirle que mi suegra había tenido la ocurrencia de escaparse y le mentí: dije que estabas muy resfriada y temías haberte contagiado de influencia o como se llame la epidemia esa. Lo peor es que me mandó a la enfermería para comprobar que no me hubieras contagiado.

–¿Sabes una cosa? La próxima vez no te molesto y me las arreglo como pueda.

–¿Cuál próxima vez?

–Mi madre ya me advirtió que si no le permitimos quedarse con el pinche perico, se irá lejos adonde no pueda encontrarla.

–¿Qué les cuesta dejarme a Toño? –Santa se acerca. –Si quieren ya no le compro su elote ni su plátano; le doy nada más de mi comida, al fin que cada día tengo menos hambre.

–Mamá, no es tanto el gasto sino el fastidio de tener aquí a ese pajarraco. ¿No entiendes?

Toño casi no sale de mi cuarto.

–Y por eso mismo lo tienes hecho un asco. Además hace ruido, a cada rato tengo que ir a buscarlo porque si no lo hago, lloras. ¡Los dos me tienen harta!

–Por eso mejor me voy –afirma Santa con voz temblorosa.

–¿Te das cuenta, Daniel? –Alicia gime. –Ahora, cada vez que salga, iré con el Jesús en la boca por miedo de regresar a la casa y que mi madre no esté. Dime, ¿qué hago?

–Si lo que quiere es irse, ¡deja que se vaya!

–Es mi madre, ¿qué te pasa?

–¡Qué no me pasa! –Daniel aparta una silla con violencia: –¡Pero hasta aquí llegué! Si no se va doña Santa, me voy yo.

–¿Tú también me amenazas?

–No te amenazo, nomás te lo digo.

–Lo que es por mí, ¡lárgate de una vez! Y ni pienses que te voy a extrañar, porque ya no me sirves para nada.

–Alicia, no busques pleito –implora Santa.

–Mamá, tú cállate. Ya bastantes problemas tengo por tu culpa como para que ahora te metas en mis cosas.

–No me hables así, desgraciada –Santa se arroja contra Alicia para golpearla y forcejean: –lo quieras o no, ¡soy tu madre!

–Con este relajo, ¿quién puede vivir aquí?

Daniel tira la silla de un manotazo y sale del cuarto. Alicia lo sigue y desde la puerta le ordena que se detenga. Él le responde con una señal obscena y ella le devuelve el insulto a gritos:

–Chinga a la tuya, ¡pendejo!

III

Aunque Daniel ya no la escucha, Alicia da un portazo y entra en el cuarto donde sólo se oye el chirrido de una lámina en el techo. Resignada, se acerca a la máquina de coser.

–Así, ¿cómo van a darme ganas de trabajar? –Se vuelve hacia su madre: –no entregué costura por salir a buscarte. ¿Ahora quién va a reponerme el dinero que perdí? A ver, ¡dime!

Santa desliza la mano por debajo de sus ropas, saca un atado de monedas y se lo ofrece:

–¡Tómalo! Para que al menos no salgas perdiendo tanto.

Alicia recibe el atado, lo sopesa y lo arroja contra la pared.

Ante la mirada atónita de Santa las monedas ruedan por el suelo.

–Levanta tu cochino dinero y guárdatelo, porque a mí no me sirve de nada –Alicia se lleva las manos a la cabeza: –¡Estoy hasta la madre de mi marido, de mi hija, de ti, de tu asqueroso perico! Te juro que me dan ganas de matarlo.

–Óyeme, ¿qué te pasa? ¿Él qué te ha hecho?

–Causarme problemas contigo, hacer ruido, ensuciarlo todo. De veras no sé cómo puedes querer tanto a un animal que sólo sirve para tragar y cagarse.

–También para acompañarme –Santa se hinca y levanta las monedas –Cada vez que le hablo de mis cosas siento que me entiende. Hoy, mientras estábamos escondidos en San Álvaro, le conté que cuando era niña mi madre me llevaba a jugar allí y sus ojos se alegraron.

–Por favor, ¡no inventes!

–Te juro que es muy listo, lo comprende todo. Si le doy una orden, me obedece. Hace rato le pedí que se quedara calladito y ¿ve? No ha hecho un solo ruido –Santa pone las monedas en el pañuelo, se lo guarda entre las ropas y aún hincada mira a su hija: –¿Podemos quedarnos aquí hasta mañana? Ya es noche…

–Mamá, no seas ridícula. ¡Levántate! –Le ofrece el brazo para que se apoye: –Sabes que puedes quedarte para siempre, pero tú sola. Toño tiene que irse. No te digo que lo abandones, sino que me permitas buscarle otro lugar para que viva. Puede que hasta nos lo reciben en el zoológico o en algún restaurante típico.

–El problema es que no puedo estar sin él.

–A ver, siéntate y escúchame: ¿te quedarías con nosotros si Toño se muriera? Piensa que ya está grande.

–Sí, porque esa ya sería la voluntad de Dios.

–Bueno, pues cuando lo llevemos a otra parte haces de cuenta que se murió y ¡ya! Santo remedio.

–Te dije que mientras él viva por nada del mundo lo abandonaré. Y para que eso no signifique un problema para ti, me voy con Toño.

–¿A dónde?

–A cualquier parte, menos a un asilo –Santa medita unos segundos: –Pensé en mi prima Abigail. Vive sola. Le dará gusto verme y que le lleve a Toño. Cuando lo conozca le va a encantar. Es un animal muy noble. Ha hecho tantas cosas por mí…

–Más que yo seguramente –afirma Alicia con rencor.

–Me ofende que siempre tomes a mal lo que te digo.

–Ay, mamá, no me hagas caso. Estoy tan angustiada…

–Si es por Daniel, ni te apures: al rato vuelve; si es por mí, ya sabes: mañana me voy.

–Mamá, recuerda lo que te dije: puedes quedarte, ¡pero sin el perico!

–No grites que lo vas a despertar –Percibe un golpeteo en las láminas del techo: –Ya empezó a llover. Voy a taparle su jaula.

En cuanto su madre se aleja, Alicia toma el controlador de la televisión. Mientras lucha por lograr que funcione oye los gemidos de Santa.

–¿Ahora qué pasa? –Arroja el controlador y corre a ver qué sucede. Cuando llega al cuarto de su madre la ve inclinada sobre la jaula, llorando –¿Qué le pasa a Toño?

–Está muerto –Santa abre la puerta de la jaula, saca al perico y lo oprime contra su pecho: –Fue lo último que Toño hizo por mí. Se murió para que no tuviera que irme de esta casa ahora que está empezando a llover.






Sex, drugs, rock'n'roll and the Palme d'Or

As Cannes prepares to announce its winners, Jonathan Romney looks at the highs and lows

Sunday, 24 May 2009


Penélope Cruz arriving for the Cannes screening of Los Abrazos Rotos

reuters

Penélope Cruz arriving for the Cannes screening of Los Abrazos Rotos

    Saturday, May 23, 2009


    Papeles inesperados

    Julio Cortázar
    Foto
    Julio Cortázar (1914-1984)Foto Cortesía de la Revista de la Universidad
    Foto
    Julio Cortázar, autor de RayuelaFoto Cortesía de la Revista de la Universidad
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    ay quienes, literalmente, saborean la obra de Julio Cortázar una y otra vez. Para ellos, conocedores de la exquisitez de la prosa del Cronopio mayor, y para quienes apenas están descubriendo cuán seductor y vasto es el mundo que habita las páginas que obsequió al mundo el escritor argentino, la noticia de textos inéditos es una fiesta. El libro, que hace unas semanas se dio a conocer en la Feria del Libro de Buenos Aires está ya en México y es el mejor pretexto para rendir homenaje al autor en el 25 aniversario de su muerte. Con autorización de la Editorial Alfaguara presentamos a los lectores de La Jornada una probadita de esos Papeles inesperados de la pluma de un espíritu lúdico, cuya música nunca se ha ido de entre nosotros

    Almuerzos

    En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con gran concentración un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere.

    –¿Cómo cuántas? –vocifera el fama–. ¡Usted me trae papas fritas y se acabó, qué joder!

    –Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho –explica el cronopio.

    El fama medita un momento, y el resultado de su meditación consiste en decirle al cronopio:

    –Vea, mi amigo, váyase al carajo.

    Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instantáneamente, es decir que desaparece como si se lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegará a saber jamás dónde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un éxito.

    (1952-1956)

    Never stop the press

    Un fama trabajaba tanto en el ramo de la yerba mate que-no-le-quedaba-tiempo-para-nada. Así este fama languidecía por momentos, y alzando-los-ojos-al-cielo exclamaba con frecuencia: ¡Cuán sufro! ¡Soy la víctima del trabajo, y aunque ejemplo de laboriosidad, mi-vida-es-un-martirio!.

    Enterado de su congoja, una esperanza que trabajaba de mecanógrafo en el despacho del fama se permitió dirigirse al fama, diciéndole así.

    –Buenas salenas fama fama. Si usted incomunicado causa trabajo, yo solución bolsillo izquierdo saco ahora mismo.

    El fama, con la amabilidad característica de su raza, frunció las cejas y estiró la mano. ¡Oh milagro! Entre sus dedos quedó enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las mañanas venía la esperanza con una nueva ración de milagro y el fama, instalado en su sillón, recibía una declaración de guerra, y/o una declaración de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y/o de Bariloche y/o de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y/o de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo.

    Acerca de Rayuela

    Entre mi propia visión de Rayuela y la de la mayoría de sus lectores (entendiendo por mayoría a los jóvenes, mucho más sensibles a ese libro que la gente de mi edad) hay un curioso cruce de perspectivas. Triste, solitario y final, como dice Raymond Soriano, escribí Rayuela para mí, es decir para un hombre de más de cuarenta años y su circunstancia –otros hombres y mujeres de más de cuarenta años. Muy poco después, ese mismo individuo emergió de un mundo obstinadamente metafísico y estético, y sin renegar de él entró en una ruta de participación histórica, de apoyo a otras fuerzas que buscaban y buscan la liberación de América Latina. A lo largo de un decenio, problemas considerados como capitales en Rayuela pasaron a ser para mí algunos de los muchos componentes de la problemática del hombre nuevo; la prueba, creo, está en el Libro de Manuel. Así, en mi visión personal de la realidad, Rayuela sigue siendo una primera parte de algo que traté y trato de completar; una primera parte muy querida, seguramente la más honda de mi ser, pero que ya no acepto con la exclusividad que le conferían los propios protagonistas del libro, hundidos en búsquedas donde el egoísmo de tanta introspección y tanta metafísica era la sola brújula.

    Pero entonces, sorpresa: En esos diez años de que hablo, Rayuela fue leída por incontables jóvenes del mundo, muchísimos de los cuales eran ya parte en esa lucha que yo sólo vine a encontrar al final. Y mientras los viejos, los lectores lógicos de ese libro escogían quedarse al margen, los jóvenes y Rayuela entraron en una especie de combate amoroso, de amarga pugna fraterna y rencorosa al mismo tiempo, hicieron otro libro de ese libro que no les había estado conscientemente destinado.

    Diez años después, mientras yo me distancio poco a poco de Rayuela, infinidad de muchachos aparentemente llamados a estar lejos de ella se acercan a la tiza de sus casillas y lanzan el tejo en dirección al Cielo. A ese cielo, y eso es lo que nos une, ellos y yo le llamamos revolución.

    Un cronopio en México

    I.

    Cada cual tiene sus encuentros simbólicos a lo largo de la vida. Algunos son ilustres, por ejemplo el que sucedió en el camino de Damasco, o ese otro en que alguien se encontró de golpe con una manzana que caía, e incluso aquél, fortuito, de una máquina de coser con un paraguas encima de una mesa de disecciones. Encuentros así, que proyectan a la inmortalidad a los Newton, los Lautréamont y los San Pablo, no les ocurren a los pobres conopios que tienden más bien a encontrarse con la sopa fría o con un ciempiés en la cama. A mí me pasa que me encuentro con lustrabotas en casi todos mis viajes, y aunque esos encuentros no son nada históricos, a mí me parecen simbólicos entre otras cosas porque cuando no estoy de viaje jamás me hago lustrar los zapatos y en cambio apenas cambio de país se me ocurre que uno de los mejores puestos de observación son los banquitos de los lustrabotas y los lustrabotas mismos; es así que en el extranjero mis zapatos reflejan los paisajes y las nubes, y yo me los quito y me los pongo con una gran sensación de felicidad porque me parecen la mejor prueba de que estoy de viaje y que aprendo muchísimas cosas nuevas e importantes.

    Es por eso que hace algunos años escribí la historia de uno de mis encuentros con un lustrabotas, y creo que ese texto bastante nimio fue muy leído en América Latina aunque su acción se desarrollaba en Nueva Delhi. Ahora que vuelvo de México siento la obligación de contar otro encuentro parecido, que tuvo por estrepitoso escenario el zócalo de Veracruz una mañana muy caliente del mes de marzo. Me doy perfecta cuenta de que los espíritus áticos encontrarán poco elegante iniciar una historia de viaje con un lustrabotas, pero a mí el aticismo ha dejado de quitarme el sueño hace rato y en cambio la silla del artista era perfecta, con ídolos deportivos pegados por todas partes y una tendencia a perder una pata trasera que obligaba a una gran concentración por parte del cliente. Mi lustrabotas debía tener diez u once años, es tan difícil saber la edad de un niño pobre, y a mí me parece ofensivo y estúpido preguntársela porque es exactamente la pregunta que todo el mundo les hace a los niños, incluso a los ricos, desde los tiempos de Pepino el Breve, con lo cual los niños lo saben atávicamente y al contestar miran con ese desprecio que casi siempre merecen los adultos. Por lo demás esa mañana la función de contestar parecía ser la mía, puesto que apenas me instaló el zapato derecho en su cajita multicolor, mi joven amigo quiso saber si yo era gringo (él dijo amablemente americano), y mi negativa en correcto español lo dejó dubitativo. Bueno, entonces yo no era gringo pero tampoco era mexicano. Admití el hecho tan importante para muchos de ser argentino, y eso lo satisfizo a lo largo del primer zapato, pero al comienzo del segundo quiso saber si la Argentina estaba donde Guatemala.

    Me costó preguntarle a mi vez si nunca había visto un mapa de América del Sur. Dijo que sí, pero era un sí lleno de no, un sí de pudor que me instó, más avergonzado que él, a explicarle con una especie de dibujo en el aire que ahí México, y más abajo Venezuela y todoelbrasil, hasta que al final, ves, el continente termina como un zapato que nunca podrías lustrar tú solo, y eso es la Argentina. (Yo fui profesor de geografía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de 1940 a 1945, por si alguien no está enterado de este vistoso aspecto de mi curriculum).

    Foto
    Portada del libro que reúne inéditos de Cortázar

    Volviendo al primer zapato con el perfeccionismo propio de su arte, mi amigo meditó un buen rato antes de hacerme la pregunta final:

    –¿Y cuánto le cobró el taxi de la Argentina a Veracruz?

    Se comprenderá que el resto carecía de importancia. Expliqué, claro, dije lo que había que decir en materia de aviones y barcos, pero de alguna manera ya sabía que no había puente y que de nada serviría hacerle comprender ese hecho concreto puesto que su pregunta mostraba tan horriblemente lo otro, la ignorancia de todo lo que no fuera su circunstancia inmediata, el miserable círculo de betún en torno a su baquito de lustrar. Sólo me quedaba reír con él, un par de bromas, darle el doble de lo que esperaba como pago para que su última ria fuese aún más bella, y marcharme con mis zapatos relucientes y el corazón lleno de polvo.

    (Los cronopios no somos proclives a las moralejas, y esta pequeña historia no la tendrá; prefiero pensar un mundo –y luchar por él– en donde ya no sean posibles encuentros como éste. América Latina paga el precio agobiante de la explotación que hace el imperialismo de sus riquezas propias; lo que no siempre se ve es el precio que paga en inteligencia natural ahogada por la miseria. Mi pequeño lustrabotas tenía esa curiosidad vigilante que alimenta la inteligencia y la vuelve visible y activa; pero ninguna escuela, ninguna pizarra, ningún maestro habían orientado esa fuerza que giraba en el vacío. Una vez más, en Nueva Delhi o en Veracruz, Shine, shine, shoe-shine boy. En inglés, claro.)

    Pero a todo eso pasaban cosas, y qué cosas pasaban en Veracruz. Llegados de noche al hotel Mocambo, del que se hablará en su momento porque un cronopio podrá olvidarse de cualquier cosa menos del hotel Mocambo, nos fuimos mi mujer y yo al zócalo con loables intenciones gastronómica (...)

    Como ya lo hiciera otra vez, Julio Cortázar se deja entrevistar por dos de sus compatriotas...

    Como ya lo hiciera otra vez, Julio Cortázar se deja entrevistar por dos de sus compatriotas, imaginarios en la medida en que él los inventó en su novela 62. Modelo para armar, pero muy reales a la hora de ir a pedirle cuentas y fastidiarlo en todas las formas posibles. Su encuentro es siempre tormentoso, como se verá enseguida. Acaso, también, útil.

    Este reportaje ocurrió en vísperas de la publicación de Vampiros multinacionales, que Cortázar califica de utopía irrealizable, y que tiene por protagonista nada menos que a Fantomas el justiciero. He aquí el resultado de tan extraños encuentros en la imaginación y en la vida.

    Llegada de los tártaros pampeanos

    Está escrito –y cómo, malditos sean– que jamás podré escapar a la persecución a la vez irónica y sádica de Calac y de Polanco. Es bien sabido que en el drama de Luigi Pirandello, seis personajes andan en busca de un autor; en mi caso es mucho más grave pues aunque son solamente dos, no sólo han encontrado a su autor sino que se lo hacen sentir minuciosamente, como ahora que vuelven a subir las trabajosas escaleras que llevan a mi departamento y apoyan el dedo en el timbre con ese aire definitivo que haría caer cualquier muralla de Jericó después de tres minutos de silenciosa resistencia del pobre sitiado.

    –Te venimos a ver –me informan los tártaros pampeanos, como si no estuviera lo suficientemente claro– porque nos anoticiaron de un nuevo libro que parece vas a sacar en México, pobre gente, y eso siempre nos apena un poco.

    –En realidad... –intento decir mientras retrocedo en el pasillo.

    –Vos no te preocupés –concede magnánimo Polanco–, no queremos molestarte en tu trabajo, de modo que el whisky y el hielo lo serviremos nosotros mientras vos abrís una lata de paté o algo así para acompañar.

    –Estoy leyendo unos ensayos sumamente filosóficos –digo desde mi última barricada–, y en realidad ustedes me caen más bien mal.

    –Guardaremos gran silencio –promete Calac– hasta que acabes el capítulo empezado.

    Como tantas otras veces, no me queda más remedio que dejarlos organizar el aperitivo, apoderarse de mis últimos puros y de los dos mejores sillones donde se desparraman con el mismo aire de triunfo que debió tener Alejandro Magno cuando se sentó en el trono de Darío. Hay un prolongado rumor de masticación y tintineo de hielo, mientras el salón se va llenando de un humo que mis buenos pesos me cuesta.

    –Se rumorea en los medios cultos –dice Polanco– que tu nuevo libro es heterodoxo, anfibio, ilustrado y en colores.

    –No es un libro –le hago notar–, sino una simple historieta, eso que llaman tiras cómicas o muñequitos, con algunos modestos agregados de mi parte.

    –¿Así que ahora dibujás y todo?

    –No, los dibujos los saqué de una historieta de Fantomas.

    –Un robo, entonces, como de costumbre.

    –No señor, en esa historieta Fantomas se ocupaba de mí, y en ésta yo me ocupo de Fantomas.

    –Digamos una especie de plagio.

    –Tampoco, che. Con que me dejen abrir la boca dos minutos, les explico la cosa.

    –Serví otro trago y pasame el paté –ordena Calac a Polanco–. Ya lo conocés cuando se larga, tenemos que estar bien avituallados.

    De cómo una primera historieta desencadenó una segunda

    –Esta pequeña aventura –explico– la pusieron en marcha amigos mexicanos al enviarme un número de las aventuras de Fantomas titulado La inteligencia en llamas. Muy sintéticamente: un enemigo desconocido empieza a atacar los libros con ayuda de un arma infalible que incendia las más importantes bibliotecas públicas del mundo y hace desaparecer poco a poco los volúmenes de las colecciones privadas; de la noche a la mañana nos quedamos sin los clásicos, sin la Biblia, sin novelas ni poemas, y...

    –¿Tus obras también? –pregunta Polanco con aire de inocencia, mientras Calac se ahoga de risa detrás de una tostada.

    –Las mías y las de Mongo Aurelio –digo enfurecido–. Es entonces cuando Fantomas, mucho más culto que ustedes dos, consulta el parecer de sus amigos escritores, entre otros Susan Sontag, Octavio Paz, Alberto Moravia y el que tiene el desagrado de estar hablándoles. Los cuatro aparecen dibujados en diversos domicilios y actitudes, y desde luego piden a Fantomas que les saque las castañas del fuego porque además de quemarles las bibliotecas los han amenazado de muerte si siguen escribiendo.

    –Te diré que más de cuatro... –empieza Calac.

    –No lo ofendas –sugiere Polanco.

    –En vista de todo eso –digo yo haciéndome lo que probablemente soy–, Fantomas saca pecho y en pocos días encuentra al monstruo que detestaba la cultura, un tal Steiner, y acaba con él. Colorín colorado, fin de la historieta mexicana y principio de la mía.

    –Madre querida –dice Calac–. En fin, ya que te preguntamos...

    –Les diré que al principio me limité a divertirme porque después de tantos años de ser espectador de diversas tiras cómicas que van desde Barbarella a Mafalda, pasando por El llanero solitario y otras veinte o treinta, me resultaba bastante asombroso verme reflejado en un diminuto espejo de papel de colores, y convertido en actor para mí mismo. Lo primero que me pregunté fueron las razones por las cuales Fantomas me había elegido entre sus asesores intelectuales. Ninguna duda sobre Susan Sontag, por ejemplo, pues a ella todos la elegiríamos en las más diversas circunstancias. Terminé pensando que Fantomas me estimaba por motivos que me conmueven: Robert Desnos, por ejemplo, que...

    –Ya empezó el catálogo –dijo Polanco.

    –...que escribió una célebre Complainte de Fantomas que siempre me he sabido de memoria, cosa que su héroe no podía ignorar. Y también porque Fantomas, que había empezado como un horrendo criminal, ha terminado en justiciero solitario y sabe que por mi parte yo empecé como un horrendo indiferente y he terminado en no sé qué exactamente pero en todo caso en alguien que tiene sed de justicia cada vez que abre el diario y ve lo que pasa en el mundo.

    –Abreviá –mandó Polanco–, no estamos para detalles autobiográficos.


    http://www.jornada.unam.mx/2009/05/23/index.php?section=opinion&article=a04a1cul

    Miguel Hernández y la sangre de la cebolla


    Cultura

    por Fernando Oña Pardo

    Miguel Hernández escribió el poema ‘Nanas de la cebolla’ al enterarse de que la madre de su tierno hijo no comía más que pan y cebolla, y que, por consecuencia, su tierno niño lactaba leche materna que le sabía amarga… Compuso los versos en la cárcel, donde lo recluyeron por militar activamente en el bando republicano, durante la guerra civil española.

    Allí estabas, Miguel, encerrado por la dictadura del carcelero, prisionero porque creíste y luchaste por la dignidad de tu pueblo, por la libertad de la vida… Allí estabas, Miguel, el de Orihuela, el que empezó adorando a su tierra, su campo y sus cabras; el que después descubrió la pasión del cuerpo, la inquietud del alma, y arrimó su corazón a otro latido… Allí estabas, Miguel, mirando a la luna a través de las rejas (a la que tanto cantaste y soñaste tocarla como si fuera un enorme y voluptuoso seno)… Allí estabas, Miguel, privado de sonreír y caminar por el mundo junto a la revelación más lúcida del amor, los hijos; comenzando a morir de a poco, inmortalizado por tus sentimientos e ideología, ¡que tanto acariciaron a la poesía!

    En la cuna del hambre

    mi niño estaba.

    Con sangre de cebolla

    se amamantaba.

    Pero tu sangre,

    escarchada de azúcar

    cebolla y hambre.

    Allí, exiliado de la alegría, leíste una carta de tu compañera (Josefina Manresa se llamaba los latidos conjuntos de tu corazón), en la que te contaba que, afectada también por la miseria del poder, sólo comía pan y cebolla, y que por lógica cruel de la subsistencia, Manuel Miguel, tu tierno niño de apenas ocho meses, lactaba tierna leche materna que sabía a lágrimas, a penas, ¡al agrio fermentado de las cebollas!

    Una mujer morena

    resuelta en lunas

    se derrama hilo a hilo

    sobre la cuna.

    Ríete niño

    que te traigo la luna

    cuando es preciso.

    Allí, Miguel, en los muros de la injusticia, fuiste rehén de la impotencia y soportaste una tristeza tan amarga, que convirtió a tu corazón en una coladera de aflicciones y desesperanza. Ni siquiera toda tu bondad, Miguel, ni siquiera todas las cenizas de tu hombría derramadas en llanto, pudieron aplacar tan infinita pena…

    Tu risa me hace libre,

    me pone alas.

    Soledades me quita,

    cárcel me arranca.

    Boca que vuela,

    corazón que en tus labios

    relampaguea.

    No te quedó otro recurso, Miguel, que visibilizar las huellas de tu agonía y de tu esperanza: convertiste el dolor en poema y, desde tus versos jamás encarcelados, acariciaste la ternura de tu hijo; enamoraste a la tragedia vívida con palabras sencillas y hermosas, que quisieron arrancar, ¡de cuajo!, la melancolía del alma.

    Es tu risa la espada

    más victoriosa,

    vencedor de las flores

    y las alondras.

    Rival del sol.

    Porvenir de mis huesos

    y de mi amor.

    Miguel, así surgieron las ‘nanas de la cebolla’, y no hubo paredes ni barrotes que pudieran detenerlas: de un disparo certero de ternura, justicia y libertad, hirieron irremediablemente al corazón de un compromiso de vida llamado dignidad; atravesaron tantos sentimientos, tantas fronteras de emociones, que la sangre de cebolla sirvió para amasar el pan del nuevo día.

    Desperté de ser niño:

    Nunca despiertes.

    Triste llevo la boca:

    ríete siempre.

    Siempre en la cuna,

    defendiendo la risa

    pluma por pluma. Miguel: Poeta de verdad. De esos pocos que conmueven por haber hecho de su vida una responsabilidad con los demás; por haber hecho de sus versos un tributo al arte… Miguel, el de Orihuela, fuiste de los que empuñó el fusil y cantaste la verdad en poesía… Miguel, allí estabas, en la celda de Alicante, tu última morada, donde la tuberculosis escupió tu aliento a los 31 años de edad… Miguel, allí estabas y aquí estás, todavía joven en la memoria de tu pueblo, todavía vigente en la historia de la libertad… Miguel, militante comunista, ¡jamás arrugaste en este compromiso hermoso y necesario con la vida! Frontera de los besos

    serán mañana,

    cuando en la dentadura

    sientas un arma.

    Sientas un fuego

    correr dientes abajo

    buscando el centro.

     Fernando Oña Pardo


    http://www.voltairenet.org/article160269.html


    Madre, vendrán a interrogarte


    por José Villarroel Yanchapaxi


    Vendrán a interrogarte

    los mensajeros de la muerte.

    ¡Madre, no les temas!

    Te dirán que soy un terrorista,

    un subversivo peligroso para el sistema.

    Cuéntales que de niño vendía flores,

    que escogía fréjoles y lentejas,

    para llevar el pan que faltaba a nuestra mesa.

    Vendrán a interrogarte

    los padres de la Democracia.

    ¡Madre no les temas!

    Cuéntales que nos cansamos de sus promesas.

    Así crecí, así crecimos,

    con las niguas reventándonos los pies,

    cargando bultos de los ricos en el supermercado,

    arrancando nuestra subsistencia a la árida tierra,

    sin un puñado de maíz tostado, ni mazamorra.

    Vendrán a interrogarte

    los esbirros del libre mercado.

    ¡Madre no les temas!

    Cuéntales que nunca tuve zapatos para ir a la escuela,

    cuéntales que escribía versos rebeldes,

    para engañar el hambre, empozado en el estómago.

    Vendrán a interrogarte

    los matones del Pentágono y la CIA.

    ¡Madre no les temas!

    Cuéntales que en tu taller de costura

    remiendas el traje de camuflaje de los compañeros,

    pespunteando la bronca e hilvanando la ternura,

    tejiendo con tus manos cobrizas la revuelta,

    bordando la libertad en tu regazo trigal.

    Vendrán a interrogarte,

    los gorilas disfrazados de sotanas.

    ¡Madre no les temas!

    Diles que no creo en el Papa ni en el Vaticano,

    que mi Dios es el Dios de los pobres,

    alejado de anillos, coronas y tafetanes.

    Cuéntales que no me hace falta ir a misa,

    a golpearme el pecho, a ser cómplice de la ignominia.

    Vendrán a interrogarte

    periodistas, historiadores y politólogos.

    ¡Madre no les temas!

    Cuéntales que te escribí este poema

    por ser el día de tu cumpleaños.

    Cuéntales que extraño tus guanllas del mercado San Roque,

    el carnaval de Guaranda, la chicha fresca, la fritada

    y el abrazo a mis hermanos latinoamericanos.

    Vendrán a interrogarte

    los torturadores armados de picanas.

    ¡Madre no les temas!

    Invítales a un café negro con bolón de verde,

    como se debe hacer con el enemigo.

    Cuéntales que agarramos para la montaña,

    que los aguardamos con el dedo en el gatillo.

    Sobretodo cuéntales que ignoras,

    donde con los camaradas combatimos.

     José Villarroel Yanchapaxi





    http://www.voltairenet.org/article160272.html

    Thursday, May 07, 2009


    El Cancionero de Silvio Rodríguez

    VIRGILIO LÓPEZ LEMUS

    Yo no he visto nunca a Silvio Rodríguez, y he pasado gran parte de mi vida viéndolo. Jamás lo he oído hablar de cerca, y siempre lo he escuchado atento. Yo no sé quién es privadamente Silvio Rodríguez y lo conozco como a parte de mi propia vida. Creo que con estas frases, nada contradictorias, represento a un grupo dentro de mi generación, la misma del poeta y trovador Silvio Rodríguez (1946), gloria de la cancionística cubana, que acaba de publicar su Cancionero, para mayor esplendor de la poesía insular, continental y de la lengua española.

    El Cancionero de Silvio Rodríguez no es un hecho "de paso" para las letras cubanas, no es un libro más. A él debe quedar atenta la crítica literaria de hoy y de mañana. Se trata de un acontecimiento, un hito. Así como Silvio ha influido de manera notable en la nueva canción de nuestro idioma, su obra ha impreso una huella bien clara dentro de la poesía escrita en Cuba por unas seis generaciones de cubanos en los últimos cincuenta años.

    "Palabra y música entrelazadas" advierte Roberto Fernández Retamar cuando saluda en breve introducción la edición del Cancionero. La poesía muchas veces ha tenido esa virtud, la de ser cantable, y ya es hora de que las buenas antologías de la poesía cubana no dejen fuera a Longina o a Rabo de nube, dos hitos de las llamadas vieja y nueva trovas, partes de la identidad musical cubana, de la cultura de nuestra Nación y del ritmo y el pensamiento poéticos del pueblo cubano.

    Cancionero, editado en 2008 por la Editorial Letras Cubanas, se torna ahora un reto, porque rebasa su carácter de libro de canciones, al modo de aquellos cuadernos con títulos homónimos de la década de 1950, en los que se imprimían todas las canciones de moda, llenos de fotos de sus intérpretes. Cancionero de Silvio Rodríguez es un libro que va mucho más allá de la llamada farándula, puesto que es per se, un hecho literario. ¿Cómo si no juzgar las formas poéticas elegidas, a veces conversacionales, otras dentro de la tradición de la métrica hispánica, algunas rayando con la prosa por un prosaísmo que la poesía coloquialista puso en primer plano en la lírica continental? ¿Qué son esas imágenes y metáforas insólitas, heredadas de las Vanguardias, sobre todo del surrealismo? Pero en especial, ¿qué serían estos textos cargados de lirismo, que comunican explícitamente a la poesía que se hace con palabras e ideas, con los sonidos de esas palabras, entrelazados todos por la guitarra? Guitárrica le llamó una vez Fernández Retamar a este estilo lírico que ya no tiene en cuenta aquel antiguo instrumento cordófono llamado lira, y que, ahora, acompañado de guitarra, se transforma en canción. Canciones han sido los textos que han compuesto los poetas desde el medioevo hasta nuestros días, cantando a veces con (o sin) música acompañante sus penas de amor, sus amores felices, o sus propias vidas y las de los demás.

    Yo no diría que todos los textos de Silvio Rodríguez son un primor, un dechado de maravillas, logros del genio poético, pero afirmo que canciones como La gota de rocío están en la mejor tradición de la poesía cubana que viene del siglo XIX, o que el Unicornio azul es uno de los más bellos poemas que se hayan escritos en la Cuba de fines del siglo XX. Si a algunos contenidos los vemos sólo desde el perfil de la crítica literaria, quizás no puedan alcanzar una alta valoración como texto poético, pero ¿algo así no ocurre también en numerosísimos libros de poesía de los más disímiles poetas?

    Silvio toca con sus manos y con sus cuerdas la sustancia de la poesía, se expresa a sí mismo y a su medio social, habla y canta sobre preocupaciones "eternas" de la especie humana. Los mejores entre sus escritos son poemas de rango estético suficiente como para ser considerados por exigentes exégesis literarias, porque son literatura, cuentan con lo que ha sido llamado literaturidad, que marca la cualidad estética esencial de un texto genéricamente tratado.

    Puedo citar, traer al recuerdo poemas de Silvio tan maravillosamente cantables, y de hecho cantados, como Mientras tanto, Y nada más, Canción de la nueva escuela, El rey de las flores, Un hombre se levanta, Por quien merece amor, En el claro de luna, Cuando te encontré (con Pablo Milanés), Sueño con serpientes, Pequeña serenata diurna¼ y el crítico debe contener aquí su entusiasmo de hacer su propia antología, que, por contenerse, dejaría injustificadamente fuera a las tan conocidas La era está pariendo un corazón, Ojalá, Yo digo que las estrellas, ¿Qué se puede hacer con el amor, y vuelvo a detenerme. Son textos, poemas, canciones suficientes para llenar de goce a un cancionero y a una literatura nacionales. Te doy una canción, Por quien merece amor, Yo soy de donde hay un río traen un léxico, una entonación y un juego de imágenes que colocan a Silvio entre los mejores poetas que su generación ha ofrecido a la evolución del género decisivo de la literatura cubana.

    Mucho más puede decirse, discutirse, cantarse y contarse con este libro en manos. Cancionero de Silvio Rodríguez debería, primero que todo, ser recibido con gratitud y luego con alegría. Y con goce, pues él ha tocado en la puerta de la Dama Poesía, ella le ha abierto esa puerta, él la ha penetrado, y felizmente vivo, nos hace herederos universales de su obra, de una obra nacida de ese encuentro del cantor con la Amante-Amada Poesía, obra la suya que también es de nosotros (o es nosotros), pues honda y bellamente nos representa.