Cristina Pacheco
Se escucha un taconeo por la escalera. Linda finge sonreír y pretende concentrarse en el Paisaje marino, de Joaquín Clausell, que abarca la pantalla de su computadora. Hace siete meses sustituyó ese cuadro por Los girasoles, de Van Gogh. Hizo el cambio porque en aquel momento, dada la pésima situación económica, ella y Julio habían desistido de su viaje a Puerto Vallarta. Para sentirse menos frustrada tuvo una reacción infantil: en el menú de imágenes eligió como protector de pantalla el sereno óleo de Clausell.
Los pasos se alejan hacia el siguiente tramo de escaleras. Linda experimenta deseos de llorar y un rencor vago hacia la desconocida que por breves minutos la llenó de esperanza y la hizo sentir que Servicios Turísticos Orbis, su pequeña agencia de viajes, seguía manteniendo su actividad normal y prestaba servicio a lunamieleros, familias, excursionistas, grupos de jubilados deseosos de conocer algo del mundo.
II
El timbre del teléfono suena, Linda toma el auricular y adopta un tono ejecutivo: Servicios Turísticos Orbis. ¿En qué puedo servirle?
Una voz masculina pregunta por Antonio Martínez. Aunque decepcionada porque no se trata de un cliente, Linda responde con amabilidad: Lo siento, él ya no trabaja aquí
. ¿Desde cuándo?
, insiste el hombre. A partir de noviembre del año pasado
. El interlocutor anónimo no cede: ¿Sabe en dónde puedo encontrarlo?
¡Ni idea!
Es que me urge hablar con él
.
Linda tiene una sensación de peligro y gira hacia la ventana. Mirar los comercios que frecuenta y a los transeúntes que pasan por la calle le da fuerzas y pasa a la ofensiva: señor: no sé quién es usted y no puedo darle ese tipo de informes
. La voz masculina se torna amenazante: “si Antonio llega por allí dígale que tiene que pagarme el dinero que le presté en marzo… o le va a pesar. Y más vale que lo tome en serio porque no soy de los que se andan con jueguitos”.
“En marzo…”, repite Linda e interrumpe la comunicación. Temerosa de que el desconocido vuelva a molestarla, mantiene el teléfono descolgado unos minutos. Enseguida desiste: en ese lapso podría llamarla alguien dispuesto a contratar sus servicios y no está en condiciones de perder oportunidades. Cuelga, pero aún se siente amenazada y se levanta para cerrar con llave la puerta de la oficina.
No lo haría si aún trabajaran allí sus cuatro empleados: Emérita, Soledad, Paulina y Antonio. Empezó a retrasarse en el pago de sus quincenas desde que los turistas pudieron hacer todos sus trámites de viaje por Internet y dejaron de comunicarse a Servicios Turísticos Orbis.
Pese a la disminución de su clientela, Linda jamás pensó en reducir su plantilla de colaboradores. Por desgracia tuvo que despedirlos a todos en noviembre, cuando empezaron a sentirse los efectos de la crisis mundial, el aumento de la violencia en las ciudades. Los turistas sólo llamaban para cancelar sus reservaciones y pedir la devolución de su adelanto.
Saber que condenaba al desamparo a su equipo de trabajo le causó dolor, remordimientos y una horrible noción de abandono. Para mitigarlo, la primera mañana en que se encontró sola en su oficina protegió la pantalla de su computadora con Los girasoles. Sus encendidos amarillos le devolvieron el optimismo y la esperanza de cumplir la promesa hecha a su personal: recontratarlos en cuanto la situación se normalizara. Por eso les pidió que se mantuvieran en contacto permanente.
Paulina nunca lo hizo. Linda sospecha que le guarda rencor. Emérita la llamó varias veces para contarle sus desavenencias conyugales. Soledad la visitó en una ocasión para decirle que de milagro la habían contratado de demostradora en una tienda, pero que no dudara en llamarla en cuanto su negocio se compusiera un poco. En diciembre, con motivo de la Navidad, sólo Antonio le habló para felicitarla.
Desde entonces no ha vuelto a saber de ninguno de ellos ni se ha atrevido a buscarlos. No tiene caso que lo haga sólo para darles noticias que, desde la aparición del virus, cada día son peores. Piensa en Antonio y se siente otra vez culpable. Por haberlo despedido él contrajo una deuda que tal vez nunca logre pagar y lo expone a la venganza del agiotista. Esa posibilidad la oprime.
III
Linda abre las ventanas. El aire mueve los bastones metálicos del móvil colgado del techo. Se lo regaló Julio el día en que ella decidió independizarse de la agencia de viajes trasnacional y montar su primer negocio en un mezanine de Insurgentes.
Ese móvil ha sido su amuleto. Fue lo primero que instaló la mañana en que mudó su agencia al departamento que aún alquila. Por la conserje se enteró de que acababa de desocuparlo una pareja de personas mayores incapaces de afrontar otra alza de renta. Aun sin conocer a los esposos, Linda se sintió muy identificada: por la misma razón ella había tenido que abandonar el mezanine del edificio en Insurgentes.
El primer día en que estuvo allí, durante unas horas el protector de su pantalla fue París: el barrio de Montmartre, de Jean Dufy. Verlo en su computadora le despertó la sensación de encontrarse en el centro de un mundo que otros conocían gracias a su destreza para organizarles viajes por aire, mar y tierra.
Algunos clientes satisfechos y agradecidos le habían enviado postales con montañas nevadas, castillos, atardeceres venecianos, bosques canadienses, barcos navegando en mares arriscados de suaves olas y seguidos por parvadas de albatros. Esas tarjetas que aún son parte de la decoración en Servicios Turísticos Orbis le recuerdan los buenos tiempos en que ella se permitía el lujo de protestar por los incesantes timbrazos del teléfono.
Entonces jamás imaginó que al cabo de nueve años de esfuerzos por acreditar su negocio iba a tener que replegarse a un departamento saturado de olores a comida que llegan de las otras viviendas y a verse como la primera vez que entró en el mezanine de Insurgentes: sola tras su escritorio y ansiosa por contestar llamadas.
Aquella mañana sólo recibió las de Julio preguntándole cómo iban las cosas, recomendándole paciencia, reiterándole que cada tintineo del móvil metálico era un mensaje solidario. Al final siempre le auguraba un futuro floreciente y luminoso.
Para que no lo olvidase, en la noche, cuando pasó a recogerla, Julio se puso a buscar en la galería de imágenes de la computadora hasta que encontró la que mejor expresaba sus buenos deseos. Entusiasmado sustituyó en la pantalla el cuadro de Duffy por el Paisaje con mimosas de Renoir. Confiaba en que cada vez que Linda viera el óleo salpicado de verdes y amarillos recordaría sus excursiones dominicales por pueblitos aledaños a la ciudad y la promesa mutua de ir al mar y verlo juntos como si nunca antes lo hubieran conocido.
Lo más cerca que estuvieron de realizar sus planes fue el año pasado. En noviembre la crisis económica destruyó sus proyectos con la furia del huracán que devasta un caserío. Del sueño compartido sólo quedan alusiones veladas, desesperanza y la imagen de un cuadro de Clausell en la computadora de Linda.
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