Carlos Bonfil
Sin nombrees alusión a los miles de señalamientos que portan dicha inscripción funeraria en la frontera entre México y Estados Unidos. Cruces de madera, estelas, trozos de cartón que registran el intento frustrado de campesinos y desempleados anónimos por alcanzar la tierra prometida. Muchos de ellos son originarios de Honduras, El Salvador o Guatemala, y antes de llegar a una ciudad como Reynosa, Tamaulipas, uno de los múltiples puntos de ingreso, han tenido que cruzar por un territorio a menudo hostil, perseguidos por la migra, asaltados y aterrorizados por bandas de delincuentes, con una población indigente que al verlos pasar trepados sobre un tren los saluda o rechaza, o desesperada, decide acompañarlos.
Sin nombre, primer largometraje del estadunidense Cary Fukanaga (dos cortos anteriores relacionados con los temas de inmigración y violencia intrafamiliar, Victoria para chino, 2004; Kofi, 2003), presenta paralelamente la historia de una persecución –los Mara Salvatruchas en un ajuste de cuentas con un elemento rebelde–, y el accidentado periplo de indocumentados centroamericanos a través del territorio mexicano. El joven perseguido, Casper (Edgar Flores), es el prototipo del héroe romántico que súbitamente ha rechazado la violencia extrema de la banda a la que pertenece, y de la que se vuelve desertor y traidor, sabiendo que dicha postura sellará inevitablemente su destino fatal. Hay una vaga posibilidad de redención moral en su encuentro con la joven hondureña Sayra (Paulina Gaytán), quien acompañada de su padre y tío intenta ganar la frontera para reunirse con el resto de la familia en Nueva Jersey. La adversidad se encargará, sin embargo, de complicar al máximo estas vidas cruzadas.
La acción principal transcurre entre Tapachula, Chiapas, y el punto de llegada del ferrocarril repleto de indocumentados, la ciudad de Reynosa. El director mantiene con destreza el clima de suspenso con la persecución de un Casper infiltrado entre los campesinos encima del tren, y el asedio de las autoridades migratorias que a todo mundo mantiene a salto de mata.
En unas primeras secuencias de realismo crudo, el espectador asiste a los ritos de iniciación de los maras, a su gestualidad y lenguaje codificados, y a una conducta irracional que sólo de modo penoso podría calificarse de fascinante o cautivadora. El episodio oscila entre la ficción violenta del brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) y el reciente documental del franco-español Christian Poveda (La vida loca) sobre las pandillas centroamericanas, pero su intención de mostrar al jefe mara Lil Mago (Tenoch Huerta) como un patético macho a la vez sentimental e irascible, es a todas luces un acierto. No lo es menos el retrato de Casper, un eco del adolorido protagonista romántico El Boy (Juan Manuel Bernal) en Hasta morir (Fernando Sariñana, 1994), o del niño Smiley (Kristian Ferrer) como aprendiz aventajado en los ritos de barbarie.
El cinefotógrafo brasileño Adriano Goldman captura, con marcados tintes épicos, las peripecias del itinerario por un territorio tropical exuberante, al tiempo que crea una atmósfera de tensión extrema en las escenas de interiores donde la familia de los mara violenta a sus miembros primerizos y urde sus proyectos de revancha.
Hay también una historia sentimental, tan convencional en su desarrollo como cabe imaginarla desde su primer planteamiento, pero Fukunaga dirige con pulso firme a sus actores y siempre consigue renovar su acopio de sorpresas. No se detiene demasiado en lo evidente (la corrupción y doble lenguaje de las políticas migratorias mexicanas, la ruindad moral de las pandillas, la desesperación de quienes eligen emigrar como última estrategia de sobrevivencia); su propósito es contar bien una historia –a la vez thriller y docuficción–, y acudir para ello a formatos tradicionales manejados con solvencia artística. Esto no es poco en un medio profesional donde el gusto por la innovación tecnológica y la improvisación privan muy a menudo sobre la contundencia narrativa.
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