Galardonado el pasado 14 de diciembre con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura, Carlos Montemayor ofrece a los lectores de Proceso el siguiente ensayo, en el que revisa la tradición oral como componente fundamental de las religiones, con particular énfasis en los casos del Islam –cuyo sustrato cultural se halla presente en La Divina Comedia de Dante– y del cristianismo.
En 1919, Miguel Asín Palacios publicó La escatología musulmana en la Divina Comedia, libro que produjo, en el contexto del sexto centenario del poema de Dante, gran turbación y perplejidad en los críticos de la historia literaria, particularmente entre los círculos italianos. El autor subrayó que las hipótesis de su libro alcanzaron un aplauso incondicional en medios académicos fuera de Italia, aunque reconoció que algunos eruditos italianos supieron poner el culto de la verdad por encima de los prejuicios patrióticos y aceptaron sus planteamientos. Una segunda edición de La Escatología musulmana en la Divina Comedia apareció en el año de 1943.
Sin preocuparse del vicio que él impugnaba, Asín Palacios reclamó para España la gloria de los autores árabes que concretaron la exuberante tradición oral islámica desplegada en su libro; reclamó esa grandeza para la España católica que precisamente expulsó a judíos y a árabes. Asín Palacios se propuso demostrar que la estructuración del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de la Comedia no provenían de la fértil e impetuosa imaginación de Dante, sino de la fértil e impetuosa tradición oral del Islam.
Todas las religiones poseen una vasta y profunda corriente de tradición oral. Los libros sagrados son una forma de fijar la tradición en ciertos momentos. El cristianismo ha tenido sucesivas épocas de fijación de su propia tradición. El Evangelio según San Lucas se inicia explicando que su propósito es precisamente ordenar las numerosas versiones que sobre los hechos de Jesús recordaban los que fueron testigos. El Evangelio según San Mateo señala, por ejemplo, que “vinieron magos de oriente”. Por la época, podríamos pensar en zoroastrianos o en algunos sacerdotes caldeos. La tradición oral enriqueció la escueta narración bíblica y le otorgó número, nombre, monturas, colores de tez y coronas de reyes a esos magos a partir del enriquecimiento fantástico de sus tres obsequios: oro, mirra e incienso. La codificación medieval de la tradición cristiana se debe a Jacobo de Vorágine con su Leyenda áurea. Brotes de una nueva tradición continúan en nuestros días; por ejemplo, la tradición oral de la Virgen de Guadalupe y de Juan Diego. La tradición oral no es un estadio anterior a la fijación escrita; es simultánea y muchas veces complementaria en largas épocas históricas.
Pues bien, la tradición oral del Islam, en el tema del que nos ocuparemos enseguida, intentó glosar también el versículo primero de la XVII sura, que dice lo siguiente: “Alabado aquel que transportó a su siervo de noche desde el templo sacro hasta el último, del cual bendecimos sus moradas por haberle enseñado algunas de nuestras señales”. La frase central puede leerse también así: “desde el templo sacro hasta el último templo”. También de este modo: “desde el templo sacro hasta el más remoto”. Pero el punto central es que Dios transportó de noche a su siervo, esto es, a Mahoma. El Corán no agrega más sobre esta travesía nocturna. Pero el pueblo musulmán necesitaba saber en qué había consistido ese viaje nocturno desde “el templo sacro hasta el más remoto”. La tradición oral enriqueció en pocos siglos este pasaje mínimo del Corán y le dio lugares, orientación y geografía. La tradición del viaje nocturno del Profeta recurrió al Hadit, como llaman a los Dichos del profeta.
Asín Palacios comenta seis colecciones iniciales de Hadit sobre el viaje nocturno y cuatro variantes posteriores. Cada ciclo describe el viaje nocturno de Mahoma como un recorrido por el Infierno mediante el cual conoce los castigos que sufren los pecadores. Otros ciclos de Hadit refieren la segunda parte del viaje nocturno como el ascenso de Mahoma al Paraíso. Asín Palacios presenta un ciclo más, que integra los anteriores e intenta fijar todos los episodios, debido al exégeta e historiador al-Tabarí, que lo incluyó en su Comentario del Corán o Tafsir, aclarando que lo había tomado de autores anteriores a él. Es decir, de acuerdo con al-Tabarí, que falleció en 922, antes del siglo IX se habían completado ya las historias, episodios, locaciones y personajes que Mahoma encontró en su visita al Infierno y en su ascensión al Paraíso; antes del siglo IX estaban resueltos los elementos que constituyen el antecedente, o quizás, la fuente esencial de La Divina Comedia.
Pero la tradición oral sobre el viaje nocturno requirió de otras glosas. Por ejemplo, la del versículo 44 de la XV sura del Corán, que afirma lo siguiente sobre el Infierno: “Hay siete puertas y en cada una de ellas un grupo distinto de ellos”. Es decir, un grupo diferente de réprobos. Era imposible para los primeros exegetas del Corán derivar de la palabra bab, puerta, algo diferente a las puertas comunes. Difícil comprender que en una puerta estuvieran multitudes de réprobos. La tradición oral resolvió el dilema poniendo en boca de Alí, el yerno de Mahoma, esta conversación con un auditorio de creyentes: “‘¿Saben cómo son las puertas del Infierno?’ Ellos respondieron: ‘Como estas puertas’. Alí replicó: ‘No, son así’ y puso una mano abierta sobre la otra”. Es decir, sugirió pasajes, planos, no puertas comunes. Otras leyendas tradicionales atribuyeron al mismo Alí y a Ibn Abbas, tío de Mahoma, la sustitución de la palabra puerta por la de piso, plano, nivel, escalinata o explanada circular (daragah y tabagah). Por lo tanto, las siete puertas del Infierno se convirtieron en siete planos circulares superpuestos como si se tratara del cuerpo enroscado de una gran serpiente. A los mayores pecadores les correspondería un plano más alejado de la superficie de la tierra y más ardiente. Interpretaciones así se correspondían devotamente con otras revelaciones del Corán, como la del versículo 12 de la LXV sura, en la que se afirma que “los cielos astronómicos son siete y siete también las tierras, como son siete los mares y las puertas del Infierno y las moradas del Paraíso”.
El teólogo Ibn Arabí agregó que las siete divisiones del Infierno se correspondían también con el tipo de pecados cometidos con los siete órganos del cuerpo, esto es: ojos, oídos, lengua, manos, vientre, sexo y pies. Los círculos del Infierno, en número de siete, con diferentes subdivisiones, quedaron definidos, pues, en el Islam, antes que Dante retomara la misma estructura del Infierno en 10 círculos descendentes con varios subniveles. La amplia diversidad de paisajes fue depurada también por la tradición musulmana: montañas, cordilleras, valles, fosos, ríos, estanques, lagos, mares, manantiales, pozos, muros, puentes, castillos, casas, celdas, sepulcros. Pero más importante que la orografía, hidrografía y arquitectura, fue la variedad de réprobos y castigos.
En el primer relato de un Hadit debido, entre otros autores, a Said Ibn Mansur, del siglo IX, Mahoma se encuentra en su recorrido a diversos pecadores que sufren cada uno sus propios y diferentes castigos. Asín Palacios recurre a un segundo relato constituido por cuatro Hadit, de los tradicionistas Bahari y Muslim, del siglo IX; Darajutni, del XI; Ibn Hanbal, del IX, e Ibn Asakir, del XII. En el Hadit que Asín Palacios considera el principal de esta colección, dos hombres, que después se identificaron como Gabriel y Miguel, condujeron a Mahoma hasta el territorio de Jerusalén. En este recorrido nocturno, Mahoma observa los castigos diversos de los mentirosos, de los que leen el Corán pero no lo practican, de los adúlteros y de los usureros. En el Paraíso conoce la casa común de los creyentes y de los mártires; también, pero a distancia y sin entrar en ella, su propia casa, la que habitará una vez que concluya su vida.
Estos relatos ejemplifican el arranque de la tradición oral que fue ampliando en pocos siglos con personajes y castigos el largo listado de réprobos y condenas del Infierno. Pero retomemos un punto del segundo relato: el Profeta afirmó literalmente que lo llevaron “hasta la tierra de Jerusalén”. En efecto, desde allí ascendió a los cielos. Otras leyendas islámicas sugieren que el Infierno es de tal profundidad que si una piedra cayera desde su embocadura tardaría 70 años en llegar hasta el fondo. Esas leyendas precisan el lugar de acceso al Infierno: el muro oriental del templo de Salomón. Ese muro fue el inicio, en 1998, de mi interés por el tema.
Cuando Virgilio y Dante se disponen a abandonar el Infierno para ascender al Purgatorio, refiere la Commedia lo siguiente en los versos 112 al 115 del canto XXXIV del Infierno:
E se’ or sotto l’emisperio giunto,
Ch’è opposito a quel che la gran secca
Coverchia, e sotto ‘l cui colmo consunto
Fu l’uom che nacque e visse senza pecca:
(Estás ahora en la juntura del hemisferio
contrapuesto a aquel que a la gran tierra
cubre y debajo de la cumbre donde muerto
fue el hombre que nació y vivió sin pecado:)
Dante sitúa las uniones o junturas de los hemisferios austral y boreal como un orden que asciende o desciende en lugares precisos. Saliendo apenas de las profundidades del Infierno, indica la posición donde se encuentran: sotto ‘l cui colmo, bajo “la cumbre” o “el punto más alto” donde murió Jesucristo, que es “el hombre que nació y vivió sin pecado”. Es decir, debajo del Gólgota. Por tanto, en Jerusalén.
Los tres primeros versos del canto II del Purgatorio confirman que Jerusalén es el eje en esta estructuración del universo:
Già era ‘l sole all’orizzonte giunto,
Lo cui meridian cerchio converchia
Jerusalem col suo più alto punto;
(Ya al horizonte el sol había llegado,
cuyo círculo meridiano cubre
en su más alto punto a Jerusalén;)
Dante se situaba ya en ese horizonte de Jerusalén y suponía, al mismo tiempo, que era el centro de la tierra, pues el “más alto punto” cubría a la ciudad. Jerusalén es, por tanto, esencial.
Ahora bien, recordemos que el versículo del que nace la tradición oral islámica del viaje nocturno dice lo siguiente: “Alabado aquel que transportó a su siervo, de noche, desde el templo sacro hasta el último...”. El templo sacro se refiere a la Mezquita de la Mecca; el último, sabemos ahora, se refiere a la Mezquita de Jerusalén. Este versículo es capital para el viaje nocturno de Mahoma, sí; pero también lo es por la mención del templo de Jerusalén. Al Aqsa significa en árabe, literalmente, el último. ¿Pero esto podrían saberlo aquellos devotos musulmanes que crearon la leyenda del viaje nocturno antes que su pueblo conquistara Jerusalén y edificara ahí la Mezquita de Al Aqsa? ¿Fueron los conquistadores musulmanes los que intentaron dotar a la leyenda del viaje nocturno de un referente concreto a esa travesía del profeta mediante la construcción devota de la mezquita? Me inclino por pensar que éste fue el caso. Y para ello veamos lo que constituye la fuerza de la tradición oral viva.
Un compañero israelí, alto funcionario de la Universidad Hebrea de Jerusalén, me aseguró que los musulmanes necesitaron en el periodo de su mayor expansión que los templos de peregrinación no sólo estuvieran en tierra de Arabia, es decir, en la Mecca y en Medina. Necesitaban políticamente que también hubiera un sitio sagrado en Jerusalén, cosa imposible por la historia misma de Mahoma y la conquista tardía de la zona. La exuberante tradición oral del viaje nocturno se desarrolló durante los siglos VII al IX, y al cabo de ese periodo se hallaba extendida ampliamente en los dominios islámicos. La única forma de justificar desde el Corán el carácter sagrado de una mezquita en Jerusalén era el versículo citado de la XVII sura. La última o más remota era literalmente Al Aqsa, la de Jerusalén. La sacralidad de esta mezquita descansó en la mención del viaje nocturno y en la vasta repercusión de la tradición oral sobre esa travesía.
Pero el viaje mismo se ligaba con Jerusalén por dos motivos adicionales. Primero, porque la tradición islámica había situado el infierno debajo de Jerusalén y, por tanto, Mahoma debía llegar ahí en algún momento del viaje; segundo, porque el sitio de su ascensión debía ser la roca que Omar cubrió con un suntuoso edificio llamado hoy impropiamente Mezquita de Omar, y que los creyentes llaman con mayor propiedad el Domo de la Roca, esto es, el sitio donde Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. En la esquina suroeste de esa roca hay una pequeña perforación a la altura de los hombros de un hombre de estatura regular. Introduje mi mano y quedó impregnada de un fino perfume de lavanda. Sé que no se trataba de un perfume superpuesto: cientos de fieles y de turistas introducen las manos ahí cada día; yo lo hice minutos antes de que cerraran el Domo y las puertas de acceso al patio de las mezquitas: imposible un recambio de perfume. El intérprete árabe que me acompañaba, devoto del sitio, me dijo que era el aroma natural de esa roca porque, explicó fácilmente, para que yo entendiera:
–Este hueco lo produjo una coz del caballo del profeta, antes de ascender a los cielos.
En la parte oriente de los muros de Jerusalén hay unas puertas llamadas de Oro o de la Gloria, que tienen relevancia en una poderosa corriente de tradición oral judía y, en menor medida, cristiana. Por esas puertas, según la tradición judía, entrará el Mesías. Para algunos cristianos, por esas puertas llegará Jesucristo en su Segunda Venida. Tales versiones son superchería para los musulmanes devotos. Imposible la historia del Mesías judío o del Jesucristo glorioso. Aunque ninguna importancia les merecen estos sueños milenaristas de los infieles, los devotos del Islam decidieron clausurar las Puertas de la Gloria. Al iniciarse el siglo XXI las vi cegadas aún por piedras, lodo, escombros. Es decir, de ser cierta esa conseja, el Mesías, o su versión cristiana, encontraría cerradas las puertas. Por tanto, tendría que regresarse por donde vino o buscar otro acceso a Jerusalén.
Por si la clausura de las Puertas de la Gloria fuera insuficiente para desviar los pasos del Mesías, los musulmanes recurrieron a otro procedimiento más: establecer frente a las Puertas de la Gloria un cementerio musulmán, pues es bien sabido (aunque se trata de consejas de judíos) que el Mesías no podría posar las plantas de sus pies en suelo impuro. Tal es la razón de haber recurrido al cementerio.
Por si la clausura de las Puertas de la Gloria y establecimiento del cementerio fueran insuficientes para frenar el paso del Mesías, sin creer, por supuesto, un ápice en estas leyendas, los musulmanes recurrieron a un procedimiento más, por si acaso. Según la leyenda judía (y también la cristiana), al llegar el Mesías (o al retornar por segunda vez Jesucristo) ocurriría uno de los acontecimientos capitales de la historia del mundo: la resurrección. Si esto llegara a ser cierto y el cementerio musulmán no fuera suficiente, enterraron al pie de las Puertas de la Gloria a dos tremendos guerreros musulmanes armados con alfanjes, puñales y flechas suficientes como para repeler el ataque de varios comandos de cualquier ejército, sólo para disuadir al Mesías de su acceso por esa puerta y sugerirle que se regresara pacíficamente por donde vino. Claro, es tradición oral y nadie lo cree. Pero hay que tomar medidas contra toda eventualidad de la tradición, pues en el mundo las cosas no suelen ser muy seguras.
Por otro lado, en consonancia con la tradición oral de la resurrección a la llegada del Mesías, hay que destacar que los más ricos judíos de los años finales del siglo XX y del inicio del siglo XXI, particularmente de Estados Unidos, han comprado los edificios de la vieja Jerusalén que miran hacia el muro de los lamentos y también terrenos situados detrás del cementerio que están frente a las Puertas de la Gloria, sobre el monte de los olivos, puesto que quieren ser los primeros en resucitar a la llegada del Mesías.
Quizás el Infierno no es un asunto de imaginación, sino de localización o de ubicación; un asunto que debe reconocerse tal cual es, independientemente de lo que crean o imaginen los infieles, así sean los infieles, para algunos, los cristianos y judíos; para otros, los musulmanes mismos. Forma parte de las creencias de todos, de la creencia de que el mundo es así. Por ello Dante no podía distinguir entre la realidad del infierno y la tradición islámica. Toda tradición provenía y retornaba al conocimiento de una realidad compartida. Ahora, desde Afganistán a la Casa Blanca, esa realidad de fieles e infieles, del bien y del mal, está más actuante que nunca, y aproximando el infierno, voraz e innumerable, a todos.
Guatemala, enero de 2002.