Tuesday, August 17, 2010

B. Traven en Tampico

Orlando Ortiz


Algunos de los múltiples rostros de Bruno Traven

El 26 de marzo de 1969 falleció Traven Torsvan –tal fue el nombre con el que adoptó la nacionalidad mexicana–, y con él se llevó a B. Traven y a Hal Croves, y tal vez a Ret Marut. También con él se llevó la respuesta al misterio que nadie pudo resolver satisfactoriamente: ¿Quién era el hombre que aproximadamente en 1924 llegó a Tampico? Es más, ¿cómo llegó al puerto?

Dónde vivió o en qué trabajó es un misterio; tal vez algún investigador minucioso pueda, con suerte y paciencia, averiguarlo en el archivo histórico del puerto, en la oficina de correos o en Gobernación. Más que con suerte, diría “con mucha suerte, pues Traven utilizaba varios nombres. Por lo tanto es posible que haya ingresado al país con alguno de los conocidos (Traven Torsvan, Richard Marhut, Ret Marut, Hal Croves, Charles Trefny), pero también con otro que no volvió a usar.

El tesoro de la Sierra Madre es la novela que por antonomasia recoge imágenes de Tampico –en opinión de todos los que han abordado el tema–, aunque en ella nunca menciona el nombre de esta ciudad; tal vez el hecho de que la película protagonizada por Humphrey Bogart se filmara ahí contribuyó a que la gente ubicara en ella la acción; porque, en efecto, para un tampiqueño –dejándose llevar por lo que se ve en la película, más que por haber leído la novela– es fácil identificar de inmediato los sitios por los que se mueve el personaje, pero, insisto, es curioso que en el texto nunca dice estar en Tampico. (Tal vez era demasiado el temor de Ret Marut de ser localizado y aprehendido por las actividades que había realizado en Alemania como activista de izquierda.)

En fin, el caso es que en El tesoro de la Sierra Madre encontramos imágenes del puerto, fundamentalmente del ahora denominado Centro Histórico. Lo interesante es que a diferencia de otros escritores –como Joseph Hergesheimer, Jack London, José Puig Casauranc– que nos han dejado descripciones de Tampico en esa época, fundamentalmente de la sociedad pudiente o profesional, Traven nos da una visión del mundo de los trabajadores, de los que llegaban sin un centavo y debían ingeniárselas para vivir, o mejor dicho, para sobrevivir. Dobbs, el protagonista de la novela mencionada, deambula por la Plaza de la Libertad (en el libro no tiene nombre), sin un centavo en la bolsa y muerto de hambre. Le pide ayuda a un extranjero vestido de blanco que le da un peso: mucho más de lo que él esperaba. “¿Qué haría con aquel tesoro? ¿Cenaría y comería o cenaría dos veces? Tal vez sería mejor comprar diez cajetillas de cigarros Artistas o tomar cinco tazas de café con pan francés”. Después de mucho pensarlo abandona el banco de la plaza y se dirige al hotel Oso Negro.

No hemos encontrado ningún hotel con ese nombre en otras fuentes, pero por los datos parecería ser un edificio ubicado en una esquina de la Plaza de la Libertad. Hace referencia a que el auge había llegado a Tampico tan rápidamente que ni tiempo habían tenido de construir hoteles, de ahí que hubiera muy pocos y carísimos; dice que cobraban diez o quince dólares por un cuarto en que sólo había un catre, una silla y una mesita. El huésped podía esperar que por ese precio, cuando mucho, el catre contara con mosquitero (pabellón, se le decía en Tampico) y hubiera suficiente agua fría, porque la caliente era un lujo. “En el piso bajo del hotel Oso Negro había una tienda atendida por un árabe, en la que se vendían zapatos, botas, camisas, jabón, perfumes, ropa interior para damas y toda clase de instrumentos musicales. A la derecha había otra tienda que vendía sillas para escritorio, libros sobre localización y perforación de pozos petroleros, raquetas de tenis, relojes, periódicos y revistas americanas, refacciones para automóviles y linternas.” Se llegaba al patio del hotel por un corredor que había entre ambas tiendas y al cual se accedía por un zaguán abierto noche y día. En la planta alta había cuatro cuartos miserables, con vista a la calle, y otros cuatro con vista al patio... no abundaremos en la descripción, sólo apuntaremos que al parecer cobraban doce dólares por cada cuarto con sus respectivas camas llenas de chinches. No dudamos de que hubiera tales abusos, pero también podemos decir que en La Barcelonesa, Fonda, domiciliada en Madero 42 Oriente, Dobbs hubiera conseguido una cama desde $3 semanales, o alimentos y cuarto por $1.50 centavos diarios; en el Gran Hotel Centenario, la tarifa fluctuaba entre $1.50 y $3.50 diarios. El caso es que en el Oso Negro “había sólo dos duchas de agua fría; la caliente no se conocía allí, las duchas servían a todos los huéspedes y muy a menudo el agua se acababa porque el depósito contenía una cantidad muy limitada, que la mayoría de las veces se obtenía comprándola a los aguadores, los que la conducían sobre el lomo de un burro en latas que habían sido de petróleo”.

El patio del hotel estaba rodeado de cuartuchos construidos con pedazos de madera, los techos eran en parte de cartón y en parte de lámina acanalada, las puertas estaban cayéndose y era imposible tener privacidad en esas barracas. En cada una de ellas había catres muy juntos, para que cupieran más huéspedes. A eso había que sumar, nos dice, el humo de una hoguera que ardía en el patio las veinticuatro horas, utilizada por los chinos para calentar el agua en la que hervían la ropa de su lavandería. El fuego lo alimentaban con todo lo que encontraban a la mano: “Zapatos viejos, basura y hasta excrementos secos.” En la oficina del hotel había anaqueles destinados a cosas que encargaban los huéspedes o eran retenidas por el dueño mientras le pagaban. Estos casilleros, nos parece, concentran, metafóricamente, el drama de los trabajadores extranjeros o fuereños: dejaban ahí sus cosas, en depósito, mientras encontraban algún trabajo. Algunas de esas maletas, cajas o líos de ropa llevaban años, lo cual podía significar que el dueño había encontrado trabajo, tal vez, en algún barco, pero también que “sus huesos podían estar blanqueándose al sol en cualquier sitio de Venezuela o de Ecuador. ¿Quién se preocupaba por ello? Quizá estuviera en la cárcel, muerto de sed, devorado por algún tigre o sufriendo por la mordedura de una serpiente. Su petaca, a pesar de lo que a él pudiera haberle ocurrido, permanecía bien guardada en el hotel”.

Cabe aclarar que el cuestionamiento a la tarifa del hotel que nos da B. Traven no pretende negar su estadía en el puerto. A su favor hablan muchísimos más detalles que sólo viviendo en Tampico podía haber registrado de manera tan viva como nos los presenta en la novela. Por ejemplo, cuando obtiene un tostón de un hombre vestido de blanco (que a la postre resulta ser el mismo que la primera vez le dio un peso), Dobbs “se dirigió al extremo [de la Plaza de la Libertad] más cercano al muelle en el que atracaban los cruceros y barcos de carga. Allí se había establecido un café sin puertas, paredes ni ventanas, cosa que en realidad no necesitaba, pues permanecía abierto veinticuatro horas diarias. Dobbs pidió una taza grande de café con un cuarto de libra de azúcar. Cuando el mozo colocó el vaso de agua helada frente a Dobbs, éste elevó la vista hacia la lista de precios y gritó: –¡Bandidos, ya le subieron cinco centavos al precio de su apestoso café!” Seguramente se refiere al Café Oriental.

De igual manera hace referencia a los jóvenes que siempre se paraban en la esquina del Hotel Southern (en los bajos de éste se encontraba la fuente de sodas y droguería Sanborns –que más tarde abrió una sucursal en Ciudad de México, en el Palacio de los Azulejos–; también estuvo ahí, años después, el bar Manhatan), y esperaban “a que alguien los invitara al bar Madrid o al Louisiana, para ayudarles a gastar el dinero emborrachándose.” No insinúa prostitución masculina, sino oportunismo, pero no descartamos que aquella se diera. También hace alusión a la joyería La Perla, que en sus cuatro escaparates exhibía “una profusión de oro y de diamantes que difícilmente podría verse en Broadway”, y lo paradójico, apunta, es que no hay lugares dónde lucir tales joyas, pero se debe, piensa, a que hay dinero y en Tampico “no era posible comprar carros lujosos, porque no existían carreteras para ellos y la mayoría de las calles se hallaban en condiciones tales, que sólo carretones podían transitarlas”.

Dobbs y un amigo contemplan las joyas de La Perla y piensan muchísimas cosas, pero no se les ocurre que podrían robarlas, porque en todo ese tiempo de auge petrolero no ha habido asaltos espectaculares en el puerto, y en el único asalto a un banco “todos los asaltantes habían sido muertos y el que los esperaba afuera en un carro, herido y transportado al hospital, en donde se había hecho lo indecible porque no sobreviviera”. Desde luego que la delincuencia estaba presente, es más, “por todo el puerto había carteristas, y eran los americanos quienes, por supuesto, llevaban la batuta”.


Cuando lo fichó la policía de Londres, Bruno Traven usaba el nombre de Ret Marut

Una referencia más de que conocía la región se puede encontrar en el inicio de su relato “El visitante nocturno”, del cual transcribimos un fragmento: “Una espesura impenetrable cubre las amplias llanuras de las cuencas del Pánuco y del Tamesí. Sólo dos líneas de ferrocarril atraviesan los 90 000 kilómetros cuadrados de esta parte de la tierra caliente. Las poblaciones se acurrucan tímidamente alrededor de las pocas estaciones de tren. Hay muy pocos europeos y viven prácticamente aislados unos de otros.” Y en una carta remitida a su editor y fechada el 5 de agosto de 1925: “Escribí esta novela [Los pizcadores de algodón] en la selva, en un jacal indígena que no contaba con mesa ni sillas y donde tuve que anudar cuerdas para fabricarme mi propia cama, en forma de una hamaca nunca antes vista. La tienda más cercana en que podía comprar papel, tinta o lápices estaba a 35 millas de distancia. En ese entonces no tenía otra cosa que hacer y contaba con un poco de papel. No era mucho y tuve que llenarlo de ambos lados con un cabito de lápiz.”

En Los pizcadores de algodón Traven plasma –principalmente en la segunda parte, que denomina segundo libro– escenas que remiten a la vida en y de Tampico. Ya es un ambiente distinto al de El tesoro..., la historia la ubica ahora en panaderías, cafés y en el ámbito sindical. El humor, o mejor dicho, ese humor tan especial del autor –como puede verse en las líneas transcritas en los párrafos anteriores–, adquiere mayor nitidez en esta obra. En síntesis, B. Traven nos da en sus páginas una visión distinta a la de otros extranjeros que pasaron por el puerto y muy interesante del Tampico de los primeros años del siglo XX.

Cabe señalar que la llegada por mar a Tampico debió ser muy impresionante, pues todos los escritores antes mencionados y algunos otros viajeros así lo consignan en sus escritos. En cambio Traven no menciona para nada cómo fue su llegada a nuestra ciudad. Si lo hizo por tierra, es posible que nada le llamara la atención, y si fue por mar, existe la posibilidad de que llegara clandestinamente en un “barco de la muerte”*, o de polizón en uno normal y por lo tanto metido en alguna bodega o en el cuarto de máquinas, por eso nunca vio la Barra ni lo que bordeaba al Pánuco, desde el mar hasta el muelle fiscal.

*Ese nombre, o también “suicidas”, se le daba a los buques sin papeles ni documentación en regla, que hacían encallar o hundían a propósito –a veces con todo y tripulación– para que el dueño pudiera cobrar el seguro respectivo.




Monday, August 09, 2010


Murió el compositor Roberto Cantoral


MEXICO, D.F., 8 de agosto (NOTIMEX).- La carroza fúnebre con los restos mortales de Roberto Cantoral arribó al Palacio de Bellas Artes y fue recibida por un fuerte aplauso del público, así como el sonido de un organillero con el éxito “El reloj”.
Después de las 16:00 horas, Itatí Cantoral, hija del compositor, que falleció la víspera, acompañada de su familia, llegó al recinto con un semblante destrozado, mientras amigos esperaban el féretro.
Con un fuerte aplauso y de fondo musical “El reloj”, interpretado ahora por siete músicos, inició el acceso al público, que a una distancia de cerca de un metro se despidió del maestro Cantoral.
El féretro en donde descansan los restos de Roberto Cantoral permaneció cerrado y los asistentes sólo se conformaron con ver el ataúd y algunos aprovechan para dejar algunos arreglos florales.
Previo a su llegada a Bellas Artes acudieron a la SACM, donde se instaló antes una capilla, Luz Elena González, Silvia Pinal, Alexander Acha y Johnny Laboriel.
La actriz Luz Elena González dijo que se enteró de la noticia por medio de un amigo que tiene en común con Itatí Cantoral y por ello, a pesar de su agenda de trabajo, acudió a darle el pésame a la familia.
“No he podido hablar con ella (Itatí) pero sí con su esposo Carlos y estamos aquí para apoyarla en estos momentos que no hay palabras de consuelo”, abundó.
Agregó que recuerda al maestro Cantoral que hizo historia en la música, así como frente a la SACM.
Por su parte, el cantante Alexander Acha señaló que siempre le demostró cariño, sobre todo por el afecto que le tenía a su papá, el cantante Emmanuel.
“El le escribió una canción a mi padre que es memorable y que es hermosa, ‘Al final’. Es alguien que vamos a extrañar muchos y ojalá que esté con el Señor, que es un lugar mejor”, explicó Acha.
De igual manera Johnny Laboriel expresó que fue un ser maravilloso y que ahora le hace honor a una de sus canciones: “Robertito Cantoral, ahora sí ya se te cumplió, vas a estar verdaderamente en el final”.
La actriz Silvia Pinal manifestó: “Nos dejó un legado fantástico, y un recuerdo muy hermoso por todas sus composiciones maravillosas; sin duda va a ser una gente recordada. Yo lo haré con mucho cariño, reconocimiento, oyendo sus canciones y con mucho respeto”.





“Caterina Da Vinci. El Origen”, de Erma Cárdenas

Armando Ponce


MÉXICO, DF, 4 de agosto (apro).- “Una joven aldeana ha dado a luz a un bastardo, predestinado a convertirse en el artista más grande de todos los tiempos”, señalan los editores de Martínez Roca (Grupo Planeta) al presentar de esta manera una “ágil y entrañable” novela histórica, Caterina da Vinci. El origen, donde Erma Cárdenas (nacida en Washington, DC) “devela la infancia de Leonardo, el juicio por sodomía, el fulgor de la Florencia de los Médicis, el Milán de los Sforza, los talleres de los grandes artistas, el esplendor del Renacimiento”.

También se publicita así: “La extraordinaria mujer detrás del gran genio del Renacimiento” y “Caterina y Leonardo recorren un largo camino rodeados por los prejuicios de la época. Sin embargo, ella permanecerá fiel y él acabará por deslumbrarla”.

Cárdenas ha incursionado, se nos informa escuetamente, en diversos géneros y ha publicado El canto de la serpiente, Entes dos espejos, La otra verdad, En blanco y negro (Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2006) y Como yo te he querido (Premio Internacional DEMAC 2008).

Los editores no especifican en ningún momento qué tan histórica es esta novela. Lo cierto es que se suma al “boom” Da Vinci que se voló la barda con El Código Da Vinci. En los últimos años las temáticas de grupos secretos de la Edad Media, símbolos ocultos en obras emblemáticas de Leonardo como La Última Cena, y la búsqueda de la Piedra Filosofal, han dado salida a una cantidad de obras de corte mentiroso que explotan el escepticismo de nuestro tiempo.

Nada como leer la biografía de Dimitri Merejkovski.

Pero dejemos que la escritora comience su novela, a ver si convence al lector de adquirir su libro:

“Durante siglos el arado había abierto en las entrañas de la tierra, penetrándola, desmenuzándola, hasta que, oscura y fértil, se volvió apta para la agricultura. El río, cercado por olivares cuyas ramas se movían con el viento, bordeaba un pueblo, Anchiano. Diez o doce casuchas se apiñaban junto a una vereda, como si su cercanía las protegiera del peligro. En los campos, las espigas despuntaban; las higueras reverdecían.

Caterina salió de una de aquellas chozas. Sus muros mostraban cuarteaduras y el techo tejas rotas. No obstante esa pobreza, por una ventanilla se podía entrever un jarrón lleno de flores. La moza cargaba un cesto que se balanceaba suavemente, al compás de sus pasos. Cuando llegó a la arboleda se detuvo y, alzando la vista... las hojas, al moverse al viento, reflejan la luz, por eso brillan.(1) Aspiró la fragancia del roble; resalta contra el olor a laurel; y, más aún, el perfume dulce del castaño. Tan distraída estaba, captando aromas y paisaje, que tropezó con una raíz. Asustada, levantó el paño para revisar el contenido de la canasta. Gracias al Cielo, ningún huevo se rompió.

Desde una pequeña colina, Vinci deslumbró sus ojos: las torres gemelas del puente levadizo simbolizaban el poderío terrestre; la iglesia, la mano de Dios sobre la Toscana. Fuera de las murallas, se alzaba el barrio medieval. Sus primeros moradores debieron sentir un miedo terrible porque sus hogares estaban a merced del enemigo, pero las épocas cambiaron y la guerra también. A principios del siglo XV, Florencia recibía la carga del ataque y, al firmar un tratado, su suerte incluía todas las posesiones de sus duques.

Cetrina bajó la vereda sin apresurarse. Saludó al herrero, Giusto di Pietro, quien se le quedó mirando con un deseo apenas disimulado. La chica ni siquiera apresuró el paso: estaba acostumbrada a la admiración de sus vecinos. Luego hizo una reverencia a Bartolomeo di Pagneca, el párroco. La sotana, ondulando con la brisa, le recordó sus obligaciones: debo confesarme. El sacerdote preguntaría: “Pecaste? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?” Y el rubor cubriría sus mejillas, delatándola. Ante su silencio, aquel juez terrible tomaría la palabra: “Te regodeas de tu belleza, aunque constituya una trampa. ¡La peor! Si los hombres vieran bajo la piel, tu alma les causaría asco porque intentas seducir por medio de los sentidos. Al menos, esconde tu cabello bajo un espeso velo”. Ella asentiría, aun sabiendo que jamás acataré esa orden. Y las acusaciones proseguirían, implacables. “Varias devotas te acusan: metes la nariz en todas partes. Tu curiosidad, muchacha, conduce al infierno. Te asemejas a Eva, cuya soberbia la llevó a indagar sobre el bien y el mal. Hoy la humanidad entera padece las nefastas consecuencias de ese fisgoneo.” Tras un bufido, la exhortaría: “¡Cree a ciegas en la Santa Madre Iglesia! Sólo así te salvarás.”

Sin embargo, todavía no estaba hincada ante el sacerdote. Quizá logre posponer... por unos días, añadió para disculparse, mi confesión. La mañana tibia, clara, despejó tales pensamientos. Además, había llegado a su destino: la puerta entreabierta de la casona de los Da Vinci invitaba a pasar.

Tantas veces vio el león alado sobre el pórtico, que ya no le causaba asombro ese imponente escudo de piedra. Atravesó el patio y entró en la cocina. Cerca del fogón, la quietud parecía materializarse. Bajo aquel sosiego, que inmovilizaba tiempo y espacio, los rayos solares se estrellaban contra el suelo. La moza trató de calcular cuánto podía tardarse. Las campanas aún no llaman al Angelus. Por un momento contempló los haces luminosos. Después colocó la canasta sobre la mesa y se distrajo: unos huevos tienen la cáscara blanca; otros, rojiza.

Domenica, la cocinera, ni siquiera la saludó. Tras echar un vistazo a la mercancía, dijo lo de siempre:

--El ama le enviará el pago a tu madre.

--Nos falta harina --estaba consciente de que la patrona perdía con el truque; pero Sea Lucia jamás nos ha negado su ayuda.

El pollo a medio desplumar llamó su atención: pellejos, plumas, entrañas, opatas. Contuvo una arcada. Nunca se acostumbraría a la matanza de animales domésticos. Considero una bendición que rara vez haya carne en nuestro hogar. Si los grandes señores relacionaran los manjares servidos en platones dorados con los despojos que tenía ante la vista, seguramente se alimentarían, como ella, de hortalizas. Entonces, ¿sabes por qué los cascarones de diferentes colores?

--No --refunfuñó la cocinera.

Caterina era famosa por sus preguntas absurdas. Algunas personas hasta la juzgaban idiota. Sólo su hermosura la salvaba del repudio. Tenía un perfil de Madonna. Rostro ovalado, sonrisa tenue, casi displicente, y aquel cabello, de un oro semejante al durazno, que caía en rizos sobre su espalda, hasta las corvas. Mas, si tanta belleza atraía, también presagiaba tribulaciones. Como afirmaba don Bartolomeo, era tentación, abismo, podredumbre, raíz del mal, cuna de vicios.

--¿Minnestra?(2) --indagó la criada, señalando la cazuela--. Sírvete.

--Grazie --tras llenar un tazo, estrujó las hierbas que guardaba en su bolsillo y las echó al suelo. Mezcladas a nabos, zanahorias y col, producían un olor delicioso. Domenica aún no agrega los trozos de res que aderezarán esta sopa. ¿Lo hace para complacerme? Volvió a distraerse. ¿Por qué el vapor sube al cielo? Iba a formular esa interrogante y se contuvo. En ocasiones practicaba la prudencia”.



(1) El pensamiento de cada personaje está en cursivas; las palabras extranjeras, en letra redonda.


(2) Todas las palabras en italiano respetan la ortografía del siglo XV.



Efecto Nostradamus Cap2 El armagedon de Da vinci part 1 de 5