Saturday, September 26, 2009



Carlos Monsiváis

Los amorosos: cartas a Chepita, libro de Jaime Sabines, en el que se incluyen las misivas del poeta dirigidas a su novia y al fin esposa, que ya circula en librerías, es un documento literario e histórico, imprescindible. Con autorización de la editorial Joaquín Mortiz ofrecemos un adelanto a los lectores de La Jornada


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Josefa Rodríguez Zebadúa y Jaime Sabines, en imagen de 1953 tomada del libro publicado por Joaquín MortizFoto Archivo personal de la familia Sabines Rodríguez


Es arriesgado publicar las cartas de amor de un joven de veintidós o veintitrés años, así este joven sea Jaime Sabines, el gran poeta. Pueden ser ráfagas de un temperamento alucinado, o incursiones en la cursilería de la época, acción de la que nadie, por vigilante o previsor que sea, se exime. El peligro allí está, y las repeticiones y la información insubstancial que da fe de intimidad, y la insistencia en lo declarativo, al Te Amo multiplicado como rosario o ritual hindú. Sin embargo, las cartas de Jaime Sabines a su novia, Chepita, con la que se casará y tendrá hijos, admiten claramente su publicación porque, además de atestiguar una vitalidad amorosa en pleno desarrollo, contienen ejercicios de prosa poética con fragmentos muy afortunados que remiten a la gran literatura que ya escribía Sabines entonces. En un sentido muy preciso, en el del mismo impulso lírico, partes de esta correspondencia se vinculan directamente con el ánimo de los dos primeros notables libros de Sabines, Horal y La señal.

Las cartas despliegan la vida cotidiana de un escritor, y son también, selectivamente, un texto magnífico escrito a los veintidós o veintitrés años de edad. Desde muy joven, Sabines se reconoce en sus obsesiones, en su fascinación por los temas y los sistemas metafóricos que distinguen y señalarán su obra. Desde los primeros textos, él nada tiene que ver con la inexperiencia o el candor, es un escritor que acude a las fuentes primordiales y procura escribir desde la fuerza de los orígenes. En las cartas se reitera su cercanía a la Biblia, lo que incluye al profeta Ezequiel, no por espíritu religioso sino por la necesidad de familiarizarse con la cosmogonía cristiana, la de su formación estricta y vaga a la vez. En la Biblia, que Sabines estudia, se halla el gran lenguaje, el de los Salmos y el libro de Job, y están también, en su vigor de revelación incesante, los orígenes míticos y en ellos el amor sin ataduras que es un gran principio de identidad. En el principio era el Verbo… y el Cantar de los cantares. El proyecto está a la vista: un lector de la Biblia, muy enamorado, se propone fundar una dinastía que le pertenezca enteramente. Lento, amargo animal que soy, que he sido, y en poesía y en momentos de sus cartas Sabines va de los ancestros a los descendientes, y de regreso:

Amargo como esa voz amarga

prenatal, presubstancial, que

dijo

nuestra palabra, que anduvo

nuestro camino,

que murió nuestra muerte,

y que en todo momento

descubrimos.

(…)

La sinceridad, la franqueza insólita en esa época, son requisitos de la escritura epistolar de quien no quiere engañar para no caer en el autoengaño de sentirse distinto en la vida y por escrito. Sabines define a su personaje que es él mismo, con leves variaciones, de la persona en trance de verdad: ¿Es posible que, a estas alturas, no creas en mí? ¿O te sientas débil ante la distancia y ante el tiempo? Yo nunca te he jurado fidelidad sexual; no podría ser; es absurdo; tú misma no la deseas. El que yo ande con otra no quiere decir que deje de andar contigo. Tú estás más allá de todo esto, linda. Sería hacerte pequeña introducirte en estas pequeñeces. Tú no eres ni circunstancia ni accidente –te lo he dicho–, tú eres intimidad, esencia.

8 de octubre de 1948.

Definirse es situarse de otra manera, siempre de otra manera. Sabines escribe las cartas para, una vez más, persuadir a la amada de la naturaleza total del amor que se le ofrece, y por ello, por ejemplo, necesita plantear con rudeza las diferencias entre enamoramiento y amor, entre lo que otorgan las circunstancias y lo que entrega la certeza: el corresponsal se dirige a la persona más importante en su gran proyecto: construir una familia, la Familia:

¿Estoy enamorado en verdad? Yo sé que no es enamoramiento, es amor. Uno se enamora de cualquier mujer, a cualquier hora, en un encuentro fortuito, en una cita premeditada. Yo me enamoro a cada paso, de unos ojos, de una palabra, de un gesto oportuno, de una sugerencia, y no obstante sólo quiero a Chepita. En las demás es pura función estética; en Chepita es dación, entrega indefectible, transferencia.

7 de noviembre de 1948.

Un joven se anticipa a las prevenciones de la amada, las ataja, y en la operación de la sinceridad debe verse también la obligación de la poesía: Yo me enamoro a cada paso, de unos ojos, de una palabra, de un gesto oportuno, de una sugerencia, y no obstante sólo quiero a Chepita. El lugar común le es hostil a Sabines, es territorio enemigo. ¿Quién, sino un poeta, se enamoraría de una sugerencia? No es que Sabines escriba para la posteridad, él lo hace para esa posteridad que es él mismo situado en el goce de sus relecturas, o, tan sólo, en el percibir que no prodiga concesiones, se puede hablar de lo intrascendente porque eso constituye la trascendencia del vivir cotidiano, pero también, se debe profundizar en el amor, y para ello, vehículo privilegiado, nada más está la poesía.

(...)

En Chepita, Sabines observa la fuente de su pasión amorosa y de su persistencia lírica. A ratos se dirige a la estudiante de Odontología en la ciudad de México, a ratos a la hija de la familia con la que Sabines ya se familiariza (Tuxtla, la gran familia); a ratos a la joven cuya desconfianza hay que desarmar para siempre; a momentos también, los más característicos de la correspondencia, a la lectora primera de la poesía dedicada a ella pero también dirigida al propio Sabines:

Ve de milagro en milagro, de sorpresa en sorpresa, a lo largo de ti misma. Estás triste, es cierto, pero tú no eres tristeza, tú eres alegría y serenidad y paz. No mires sólo un aspecto de ti misma, un accidente de tu propia substancia; tú eres todas las cosas juntas, y el mar y las estrellas y las rosas se anuncian en ti. No mires tu miseria, no te complazcas en ella; hazla a un lado, apártala, y cultiva lo que todos tenemos de divinidad adentro.

22 de abril de 1949.

De vez en cuando, Sabines cuenta lo que es la vida de bohemio en la ciudad de México, en ese mundo de la Facultad de Filosofía y Letras en el edificio de Mascarones, que nunca se nombra. Allí convive con quienes serán escritores importantes: Emilio Carballido, Sergio Magaña, Rosario Castellanos, Ricardo Garibay, y con filósofos muy valiosos: Luis Villoro, Jorge Portilla, Emilio Uranga. Sin embargo, por nombre sólo alude a Chayito Castellanos, su paisana, y a su novio Ricardo Guerra, y allí mismo desmenuza los celos posibles de Chepita.

A ella le ofrece vislumbres de comportamientos insólitos para lo que han vivido en la ciudad natal, y que requieren la ironía que inmuniza contra las vanidades:

Algunos sábados –algunos– mi cuarto está al reventar: los del grupo 30 (pintores), los del Xenia (escritores y mampos) y algún otro sin grupo, sobre la cama, en las sillas, sobre el suelo, todos hablan, gritan, cantan, declaman, y cuando ya acabada la botellita de Batey a rigurosa cotización comprada, van desfilando en el laberinto del cuarto vecino, entre la satisfacción común y la paciencia santa de doña Anita. Hay, entre ellos, 4 ateos y 6 mochos, 3 salidos de un seminario, y 2 hipócritas. La cosa se pone buena, casi siempre con el triunfo de los ateos y el escándalo de los creyentes. Todos escuchan y aplauden mis versos, y se van convencidos de que soy el mejor poeta de México; convencimiento que es necesario reforzar el sábado siguiente, no estando en mi casa y culpándolos después de no haber ido a tiempo.

21 de julio de 1949.

En las cartas hay también parrafadas donde el enamorado se dedica en exclusiva a ufanarse de su condición de gente común provista de gran dosis de sarcasmo, con el desdoblamiento típico de quien juega a infantilizarse para tranquilizar a la corresponsal:

¿Cómo estás? ¿no has engordado nada? ¿qué es eso de tener gripes? ¿ya se te quitaron las ronchas? ¿quieres casarte con Jaime? ¿qué le vas a dar? ¿puro toloache? ¿con eso de necesitar tanto el dulce te vas a volver diabética? ¿qué es lo que te gusta más: el dulce o el toloache? ¿los dos al mismo tiempo, o primero uno? ¿si uno primero, cuál? Ahora que yo llegue ¿vas a estar bonita? ¿qué me vas a dar? ¿sabías que el pobre de Jaime está reenamorado? ¿hecho un idiota? ¿pensando sólo en su Chepita linda, queriendo darle un besito en sus labios bien abiertos y húmedos? ¿tú sabes con qué vas a amarrarme para que no te deshaga? ¿sabes dónde vas a poner mis manos, mi cabeza, mi boca?

1° de diciembre de 1951.

Las cartas de Jaime a Chepita son un documento y, con frecuencia, una expresión literaria. Son el retrato vívido de un idilio provinciano, del surgimiento de un poeta que no distingue entre su tarea ya profesional y las consignaciones de su amor específico. Es una descripción de la clase media de Tuxtla, del papel rector y lejano de la política (como quien no quiere la cosa, Sabines refiere su participación en un cortejo electoral), es el desfiladero de ires y venires de familiares y amistades, es el valeroso, y hasta donde Sabines lo reconoce, exitoso enfrentamiento al tedio, y es también y sobre todo la manifestación libre de un gran poeta que en ese tiempo lo es por el descubrimiento tumultuoso, vertiginoso de las metáforas y las secuencias líricas donde el amor, la soledad, el tiempo, la muerte, son las frustraciones y vertientes por donde fluye una poesía extraordinaria:

Acude a tu corazón, acude al mío. Llora cuando tengas ganas de llorar, pero no estés llorando siempre. Cree que tu dolor es mi dolor, que yo padezco tu hambre y tu sed, que yo también desespero y maldigo, que yo también no sé qué hacer muchas veces. Pero mira también que me levanto y que no confío en la muerte. La muerte no es ningún remedio para el que desea vivir. La muerte es un débil consuelo que no me sobornará nunca. Es aquí en la vida en donde tengo que encontrar remedio de la vida. Y una buena receta es el amor y el saber mirar por encima de mi hombro mis propias penas. Mi miseria es una parte de la miseria humana. Y pueden sufrir con mi corazón todos los hombres.

17 de octubre de 1949.

Los amorosos: cartas a Chepita es un testimonio, a momentos un formidable alegato lírico y un estar dentro de la mentalidad poética del autor de Horal y La señal.


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