Tuesday, July 29, 2008


Cumple 25 años de muerto el icono del cine surrealista

Dpa y Notimex



Madrid, 27 de julio. Hoy día, la escena pone la piel de gallina a los espectadores: en primer plano se muestra cómo le cortan el ojo a una joven mujer en Un perro andaluz, primera película del cineasta español naturalizado mexicano, Luis Buñuel, quien escribió esta historia junto con el pintor surrealista Salvador Dalí.

El director de cine, pilar de la cinematografía mundial, cumple hoy 25 años de fallecido, por lo que será recordado en España con una exposición de mil fotografías que realizó para algunas de sus películas.

El objetivo de la muestra en la Filmoteca Nacional, según sus organizadores, es mostrar la otra cara de Buñuel, como un elemento más en la realización de sus películas; será inaugurada el próximo martes y permanecerá hasta octubre próximo.

En las gráficas de Buñuel se pueden apreciar los distintos ambientes de México, ya que retrató tanto selvas tropicales y manglares de Acapulco como zonas urbanas.

Buñuel llegó a México en 1946, donde permaneció hasta su muerte, en 1983. Entre 1947 y 1965 filmó en el país 20 películas, entre las que se encuentra Los olvidados, declarada patrimonio intangible cultural de la humanidad.

La gran mayoría de sus producciones fue realizada en Francia y México. Le gustaba reflejar la visión pesimista y cruel de la vida, como lo demostró en Las hurdes, y la ya mencionada Los olvidados.

Luis Buñuel Portolés nació el 22 de febrero de 1900 en Calanda, España; era hijo de Leonardo Buñuel González y María Portolés Cerezuela. Fue el mayor de seis hermanos y pasó su infancia en Zaragoza, donde estudió la primaria y secundaria en escuelas jesuitas.

Estudió violín y tocó en el coro de la Virgen del Carmen, de Zaragoza; al concluir el bachillerato, a los 17 años, fue a Madrid, donde cursó la universidad; además, practicó boxeo, disciplina en la que fue campeón de peso ligero amateur con el sobrenombre de El León de Calanda.

Se casó con la francesa Jeanne Rucar, a quien conoció cuando estudiaba anatomía en París, y quien obtuvo medalla de bronce en los Juegos Olímpicos realizados en la capital francesa en 1924, compitiendo en gimnasia artística. Con ella tuvo dos hijos, Jean Louis y Rafael. Su afición no fue el cine, sino la literatura. En esa época conoció a los más importantes literatos. Publicó cuentos y poesías; algunas de esas obras fueron usadas posteriormente para sus películas.

Buñuel conoció a Salvador Dalí, Federico García Lorca, Pepín Bello, Juan Ramón Jiménez y José María Hinojosa, entre otros. En 1925 decidió dedicarse al cine y se mudó a París, donde trabajó de asistente y ayudante de dirección en tres películas. Más tarde ingresó a la academia parisina de cine.

En 1928 realizó Un perro andaluz, película considerada de manera unánime como una de las mejores de la historia y máxima exponente del cine surrealista. En su tiempo fue duramente criticada, incomprendida e incluso prohibida.



“No quiero que (la película) alegre a los espectadores, sino que los ofenda”, afirmó Buñuel sobre la intención de la cinta. Sin embargo, lo que en aquel momento conmocionó a la audiencia luego sería modelo de muchas cintas de terror.

Tanto en Psico (1960), de Alfred Hitchcock, como en El silencio de los inocentes (1990), de Jonathan Demme, hay elementos de la cinta. El cantante británico David Bowie estaba tan fascinado con esta obra de Buñuel, que durante una gira de 1976 la mostraba antes de sus conciertos.

El cineasta rompió su relación con Salvador Dalí, a quien había conocido en la residencia de estudiantes en Madrid. Allí tuvo origen la famosa Generación del 27, a la cual también pertenecieron poetas como Federico García Lorca y Rafael Alberti. Buñuel y Dalí volvieron a colaborar en 1930, en la película La edad de oro, que se estrenó en Londres el 2 de enero de 1931.

Tras la proclamación de la República, Buñuel regresó en 1931 a España y un año después filmó el documental Las hurdes, sobre la miseria de los habitantes de la región de Extremadura. Las imágenes de los cadáveres de niños en las calles fueron incluso demasiado brutales para el gobierno de entonces, que prohibió la película, lo que amargó a Buñuel, republicano y convencido miembro del Partido Comunista.

Así, viajó a Hollywood, contratado por los estudios Metro Goldwyn Mayer; ahí conoció a Charles Chaplin y a Serguei Eisenstein. En 1933, financiado por su amigo Ramón Acín, filmó Las hurdes: tierra sin pan, documental sobre la comarca extremeña. Su prohibición le causó un gran desengaño.

La victoria de Francisco Franco en la guerra civil (1936-1939) lo obligó al exilio. Tras varios años más bien inútiles en Hollywood y Nueva York –el Museo de Arte Moderno lo despidió tras ser denunciado por Dalí como comunista–, en 1946 Buñuel y su esposa Jeanne se marcharon a México. El discreto encanto de la burguesía obtuvo en 1963 el Óscar a la mejor película extranjera.

En 1938 visitó Hollywood por segunda vez; el gobierno republicano español, desde el exilio, le encargó la supervisión (como consejero técnico e histórico) de dos películas acerca de la guerra civil española. Después viajó a México, donde vivió 36 años y reapareció en las labores de dirección en 1947, con Gran casino, protagonizada por Jorge Negrete y la argentina Libertad Lamarque. La película fue un notable fracaso comercial y le costó tres años de inactividad.

En 1949 estrenó El gran calavera, y un año después Los olvidados, que provocó duros cuestionamientos hacia su persona. Además, fue una película criticada en Europa, pero triunfó en el Festival de Cannes de 1951, y recibió el Premio de Dirección y Crítica Internacional.

Como director, Buñuel trabajó entre 1929 y 1977 en un total de 32 películas. Además, en 1930 rodó Comiendo erizos, filme mudo de sólo cuatro minutos, con la familia Dalí como protagonista.

Saturday, July 26, 2008




PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Muchos años después, ante el estrado donde se aprestaba a pronunciar el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, el colombiano Gabriel García Márquez, enfundado en un impecable liquiliqui, pieza de vestir propia de la gente de su tierra, habría de recordar aquellos remotos días en que descubrió que William Faulkner era su maestro.

William Faulkner.

Macondo no era todavía el territorio donde Remedios la Bella ascendería al cielo entre sábanas impolutas y mariposas amarillas, sino el oscuro escenario donde un médico suicida es evocado durante su velatorio por un viejo coronel, su hija y su nieto.

Se trataba de la primera novela de García Márquez, La hojarasca, cuya primera versión fue escrita entre 1948 y 1949 y solo vería la luz en 1955 en una edición raquítica.

A La hojarasca lo había llevado el efluvio de su natal Aracataca y la lectura detallada de William Faulkner, John Dos Passos, Erskine Caldwell, Sherwood Anderson y Virginia Wolf, durante su convalecencia de una pulmonía pescada en Barranquilla y curada en el pueblecito de Sucre.

Gabriel García Márquez.

Más de un crítico se ha encargado de demostrar los fluidos vasos comunicantes entre La hojarasca y la novela de Faulkner Mientras agonizo, y comparan a la imaginaria Macondo con el también imaginario condado de Yoknapatawpha. El propio García Márquez confesó en 1997 que Faulkner le había permitido "verme a mí mismo".

William Harrison Faulkner había nacido en New Albany, Mississippi, el 25 de septiembre de 1897, en el seno de una familia de antiguos hacendados del sur de los Estados Unidos.

Vivió casi todo el tiempo en Oxford, en el corazón de plantaciones algodoneras donde eran visibles las secuelas de la esclavitud —discriminación racial y extrema pobreza— y se veía con sospecha el culto al progreso del Norte industrializado que venció en el conflicto bélico entre 1861 y 1865. Una de sus salidas fue a Europa, como voluntario en la Primera Guerra Mundial, donde prestó servicio con las Fuerzas Aéreas canadienses y resultó herido en Francia.

Aunque publicó un libro de poemas en 1924, El fauno de mármol y dos años después el relato La paga del soldado, a las que sucedieron las novelas Mosquitos y Sartoris, fue El sonido y la furia (1929) la que reveló su enorme capacidad creativa. Cuenta la historia de la desintegración de una familia sureña presentada inicialmente a través de la narración de un idiota congénito, incapaz de distinguir entre el pasado y el presente, que se confunden en su cerebro y que evoca a través de sensaciones. Este monólogo y la sección final, escrita en tercera persona pero en la que la visión de la familia es construida sobre la base del testimonio de una criada negra, abrieron un nuevo cauce a la novelística norteamericana.

Un año después con Mientras agonizo cuajó su estilo. Aquí narra el viaje de Anse Bundreen y su familia, bajo un aguacero interminable, con el cadáver de su esposa en un ataúd maltrecho hasta el lugar donde deben sepultarla.

A Mientras agonizo siguieron Santuario (1931), Luz de agosto (1932), Absalón! Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939) —otra obra maestra con un desbordado Mississippi como protagonista—, Intruso en el polvo (1948), Los rateros (1962) y los cuentos de Idilio en el desierto (1931) y Desciende, Moisés (1942).

La historia de su Premio Nobel en 1949 fue una de las más accidentadas en la saga del galardón. En octubre de ese año, la Academia Sueca no se puso de acuerdo y dejó pasar la fecha de proclamación sin que hiciera público al ganador.

Un muy joven García Márquez, desde las páginas de El Heraldo de Barranquilla, alertaba en una crónica de la existencia de "un tal señor llamado William Faulkner, que es algo así como lo más extraordinario que tiene la novela del mundo moderno", antes de soltar una lamentación: "No debemos sorprendernos de que William Faulkner no sea premio Nobel 1950 y de que el año pasado —estando ya escritos y traducidos a varios idiomas, entre ellos el sueco—, el Premio Nobel de Literatura hubiese sido declarado desierto".

Por esos días el cronista, que había enviado el original de La hojarasca a la casa editora Losada donde sería rechazado, escribió una nota en la que saludaba el regreso a Colombia de su colega Álvaro Cepeda Samudio, quien había viajado "por conocer los pueblecitos del sur —no tanto del sur de los Estados Unidos como del sur de Faulkner— para poder decir a su regreso si es cierto que en Memphis los amantes ocasionales tiran por las ventanas a las amantes ocasionales o si son esos episodios dramáticos patrimonio exclusivo de Luz de agosto".

En noviembre de 1950, García Márquez daría a conocer una feliz noticia a los lectores de El Heraldo: "Excepcionalmente se ha concedido el Premio Nobel de Literatura a un autor de innumerables méritos, dentro de los cuales no sería el menos importante el de ser el novelista más grande del mundo actual y uno de los más interesantes de todos los tiempos. El maestro William Faulkner, en su apartada casa de Oxford, debe haber recibido la noticia con la frialdad de quien ve llegar un tardío visitante que nada nuevo agregará a su largo y paciente trabajo de escritor...".

El Comité del Nobel había decidido otorgar en 1950 dos premios literarios: a Faulkner con carácter retroactivo, fechándolo en 1949, y el correspondiente al año corriente al inglés Bertrand Russell, por sus escritos filosóficos.

Faulkner viajó a Estocolmo para recibir el lauro. Su acento sureño y la distancia entre los labios y el micrófono impidieron en un primer momento comprender la magnitud de su discurso de recepción. Al ser publicado al día siguiente pudo advertirse que no se había desplazado hasta Suecia para pronunciar una oración retórica, sino para tocar las más intensas fibras humanas. Allí dijo:

Nuestra tragedia de hoy es un miedo físico general y universal tan largamente padecido, que a duras penas lo podemos soportar. Ya no quedan problemas del espíritu; tan sólo una pregunta: ¿cuándo seré aniquilado? Es por eso que el hombre o la mujer joven que escribe actualmente ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, que solos bastarían para producir buena escritura porque son lo único sobre lo cual vale la pena escribir, lo único que justifica la agonía y el sudor. Debe aprenderlos de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable de todo es tener miedo; y una vez aprendido, olvidarlo para siempre sin dejar espacio en su taller para nada distinto de las verdades y certezas del corazón, de las verdades universales sin las cuales cualquier relato es efímero y fatal: el amor, el honor, la piedad, el orgullo, la compasión, el sacrificio. Mientras no lo haga, su trabajo está bajo maldición. No escribe sobre amor sino sobre lujuria, sobre derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Su dolor no llora sobre fibras universales y no deja huella. No escribe con el corazón; escribe con las glándulas.

Mientras no aprenda estas cosas, escribirá como si estuviera viendo el final del hombre e inmerso en él. Me rehúso a aceptar el fin del hombre. Es demasiado fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque permanecerá; que cuando repique y se desvanezca el último campanazo del Apocalipsis con la última piedra insignificante que cuelgue inmóvil en la agonía del fulgor del último anochecer, que incluso entonces se oirá un sonido: el de su voz débil e inagotable, que seguirá hablando. Me niego a aceptarlo. Creo que el hombre no sólo perdurará, prevalecerá. Es inmortal, no por ser el único entre todas las criaturas que posee una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y fortaleza. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Tiene el privilegio de ayudar al hombre a resistir aligerándole el corazón, recordándole el coraje, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han enaltecido su pasado. La voz del poeta no debe ser solamente el recuerdo del hombre, también puede ser su sostén, el pilar que lo ayude a resistir y a prevalecer.

Al introducir su discurso cifró la esperanza de ser escuchado "por los hombres y las mujeres jóvenes que ya están dedicados a las mismas angustias y tribulaciones que yo, entre quienes está aquel que algún día ocupará el mismo lugar que ocupo ahora".

Muchos años después, en 1982, Gabriel García Márquez ocuparía ese lugar y rendiría tributo a su maestro.


Sunday, July 20, 2008

La Arcadia



Mar de Historias

Cristina Pacheco


“Para qué me surto si nadie me compra?”

Rosa no espera obtener respuesta ni la necesita: está en los anaqueles. Allí sólo se ven paquetes de harina, algunas latas de atún y chiles, botes de avena y sal, envases de cloro, botellas de vinagre, aceite y un gato siempre dormido.

De los buenos tiempos le quedaron una Virgen del Perpetuo Socorro con marco dorado, un reloj de pared con el rostro de Juan Pablo II y un letrero: “No se fía. El que fiaba se fue a matar al que le debía”. La dueña de La Arcadia está pensando en quitarlo: ya no provoca risa y, lo que es peor, ya no tiene sentido porque nadie entra en su estanquillo, ni siquiera para llevarse fiadas las mercancías.

Las pocas personas que llegan a la tienda no van a comprar sino a pedirle a Rosa autorización para poner avisos junto a la puerta: “Se vende pastor alemán”. “Se aplican inyecciones en el 406 B. Timbre descompuesto. Toque en la portería”. “Se repara bejuco”.

De todas las personas del rumbo, Emelia es la que ha puesto más anuncios. Si aún estuvieran en donde los pegó, entre todos contarían las dificultades que la han obligado a deshacerse sucesivamente de la máquina de coser, el juego de sala, el modular y la computadora que adquirió en abonos para sus hijos.

El sábado pasado Emelia se presentó de nuevo en la miscelánea para poner en venta lo único que había podido conservar contra viento y marea: su televisor de pantalla plana. Si le aflige deshacerse del aparato no es por ella, que ni tiempo tiene de verlo, sino por Efraín y Marcos. Sus hijos van a echar de menos la tele ahora que están en plenas vacaciones; la añorarán más cuando se queden solos.

II

En los años recientes Emelia sólo ha conseguido trabajos eventuales y mal pagados. El dinero nunca le alcanza, ni siquiera porque los sábados cose ropa infantil a destajo y los domingos atiende a la clientela de la La trucha azul. Allí su única ganancia son las propinas que divide a partes iguales con Mónica, la otra mesera.

Cuando terminan de limpiar la ostionería, caminan juntas hasta el paradero y, mientras, se desahogan contándose sus problemas: abandono, soledad, agobio, falta de dinero, deudas, dificultades para encontrar un buen empleo. Si no fuera porque sostiene a su madre y a un hermano preso en el Reclusorio Norte, Mónica habría seguido los pasos de su amiga Edith:

“Hace tres años que se fue a Houston y ya se quedó a vivir allá. Se mantiene cuidando niños. Le pagan a siete dólares la hora: lo que ganamos tú y yo por trabajar todo el domingo”.

Emelia se imagina el peso tan grande que será para Mónica ver a su hermano en la cárcel, pero al menos no tiene hijos y no sufre lo que ella padece por Marcos y Efraín:

“Los adoro. No sabes cuánto me aflige no poder darles lo que me piden y, sobre todo, dejarlos solos tanto tiempo, expuestos a que alguien los encampane y me los vuelva drogadictos. El mayor, Efraín, es bien celoso y a cada rato me reclama que nunca esté en la casa. Le digo que no salgo por gusto, sino a trabajar. Me contesta que no vale la pena que lo haga, porque de todos modos jamás tengo un centavo. Es cierto, pero no es culpa mía, porque ni siquiera descanso. No sé qué más puedo hacer.”

III

A Mónica se le ocurrió una solución: que Emelia se vaya a Estados Unidos y busque un trabajo como el de su amiga Edith:

“Tienes hijos, te gustan los niños y sabes cuidarlos.”

Emelia rechazó esa alternativa. Si le duele estar relativamente lejos de Marcos y de Efraín cuando sale al trabajo, sería peor tortura vivir a tantos kilómetros de distancia. Mónica la devolvió a su realidad:

“Tú misma me has dicho que nunca te alcanza el tiempo para estar con tus hijos. Te sacrificas y eso no le sirve de nada ni a ellos ni a ti. Si te fueras a Houston podrías ahorrar algo y volver a México a montar un tallercito de costura o algo así.”

Emelia pensó en otros obstáculos: no tenía dinero para el boleto, para los gastos del viaje, pagarle al coyote y, sobre todo, para dejarles a sus hijos con qué sostenerse mientras ella pudiera mandarles algo desde allá”.

Mónica razonó con la objetividad que le permite ver el problema desde fuera:

“Efraín tiene l6 años y Marcos l5, ya están grandecitos. Pueden echarte la mano y trabajar hasta que tú te acomodes; aunque, ¡claro!, tus hijos tendrían que dejar la escuela.”

Si hay algo que Emelia no soporta es la simple idea de que Efraín y Marcos crezcan sin estudios. Está segura de que el día en que cuenten con un título nadie les cerrará las puertas, como a ella, ni abusará de su necesidad.

Aunque es soltera y no tiene hijos, Mónica comprende el interés de Emelia por darles educación a sus muchachos; pero debe entender que circunstancias ajenas podrían impedírselo:

“Si las cosas siguen como están, al rato, quieras o no, vas a tener que sacarlos de la escuela para que trabajen. También puede suceder otra cosa: que te salgan con que abandonan los estudios porque quieren irse al norte. Esa era la ilusión de mi hermano. Mi madre puso el grito en el cielo y le dijo que ni loca le permitiría irse. Julio no tuvo más remedio que obedecerla, pero ya no quiso seguir estudiando. Le gustó la vagancia, se hizo amigo de una pandillita que lo metió en cosas chuecas y ahora está en la cárcel.”

Emelia decidió esperar un poco más. Ahora, gracias a que Efraín y Marcos están de vacaciones, tendrá menos gastos; las propinas que recibe son regulares y serán mejores si es que su patrona, como le dijo, logra ampliar en septiembre La Trucha Azul. La noticia hizo reír a Mónica:

“¡Sueños guajiros! El otro día doña Emma le comentó al del gas que posiblemente cierre el negocio, porque cada día hay menos ventas. Por lo pronto ya estoy pensando en buscarme otra cosa. Te juro que si no fuera por mi hermano, me iba a Houston. Cuando me llama, Edith dice que me anime a hacer el viaje, ella me ayuda a pasar la frontera y conseguir chamba. Es una buena oportunidad, deberías aprovecharla. Si quieres, le pido a Edith que te haga el paro.”

Emelia volvió a rechazar la oferta. Temía lo que sus hijos pudieran pensar cuando les comentara sus planes de irse sola a Estados Unidos. Mónica se atrevió a darle un consejo:

“Las cosas nunca son como uno se las imagina. Mejor habla claramente con ellos. Estoy segura de que te apoyarán si les explicas que tienes que irte porque, como bien lo saben, aquí te estás matando para nada. Pero no dejes pasar mucho tiempo y dícelos hoy mismo”.

Durante el trayecto Emelia sintió miedo y angustia, le pidió a Dios que la iluminara en el momento de hablar con sus hijos. Cuando llegó a la casa no los encontró y tuvo que esperarlos hasta pasadas las 11 de la noche. Los reprendió por llegar tarde y Efraín dio una respuesta cruel y cínica:

“¡Mira quién lo dice! Ni los domingos te quedas con nosotros y llegas a la hora en que te da la gana.”

En vez de reprenderlo, Emelia pasó por alto la insolencia de su hijo. Tenía que hablar con él y con Marcos. De acuerdo con lo que ellos le dijeran decidiría si se quedaba o se iba a Estados Unidos. Ocurrió lo que menos pensaba: le dijeron, más o menos en los mismos términos que ella, como siempre: podía hacer lo que quisiera.

Llorando, Emelia se arrepintió de haber pensado en separarse de ellos:

“Siento que me volvería loca teniéndolos tan lejos, sin poder verlos.”

Marcos aprovechó el momento para ejercer una pequeña venganza:

“Pero si de todos modos nunca nos ves. Da lo mismo que vivas aquí o en otra parte”.

Emelia permaneció callada y mientras su hijo encendía el televisor pensó en vender el aparato. Con eso y con lo que le dieran por su cadena y su medalla de oro pagaría su viaje en autobús.

Al siguiente sábado fue a pedirle a Rosa autorización para poner a la entrada de La Arcadia el anuncio: “Se vende televisión de pantalla plana”. Mónica habló el lunes con Edith. Ella está en la mejor disposición de ayudarla para cruzar la frontera y conseguirle un trabajo como el suyo.

Emelia piensa que si todo resulta bien, mientras esté en Houston ganando siete dólares por hora y el afecto de niños ajenos, sus hijos estarán solos, amargándose con sentimientos de odio y de abandono.



Las vacaciones de Hillary


Mar de Historias

Cristina Pacheco

Siempre a estas alturas del año la señorita Hilaria se muestra un poco menos adusta, señal de que sus vacaciones se acercan. Por anticipado la ilumina el sol de alguna playa adonde nos dice que piensa acudir; aunque por lo general, a última hora opta por algo más sencillo y barato: pueblear.

Cuando regresa les trae obsequios a sus compañeras de trabajo: piezas artesanales, dulces pegajosos, chucherías con los nombres de restoranes y merenderos. A nosotros, los que asistimos a la Casa de Medio Camino, también nos da regalos. Invariablemente son rosarios de semillas y estampitas de niños santos y mártires. No sé si por fervor o porque es olvidadiza, siempre elige las mismas; pero igual se le agradece.

Comprar esos obsequios le roba minutos a su pasión por fotografiarlo todo. Parecería que Hillary, como prefiere que la llamemos, sólo puede ver y registrar el mundo a través de una lente fotográfica. Ya podría hacerlo con su teléfono celular, pero no se acostumbra a ese medio, no cree que las imágenes que después se trasladan a un disco sean tan duraderas y reales como las otras.

Desde que la conozco, hace nueve años, Hillary ha progresado mucho como fotógrafa. En los encuadres, a sus modelos ya no los decapita ni les mutila los pies. Las iglesias, conventos, caseríos y paisajes –sus temas predilectos– ya no requieren de las explicaciones complementarias: “a mi cúpula le falta el campanario porque tomé la foto desde muy cerca, pero les aseguro que era como de filigrana”. “Aquí sólo se ven los arcos del claustro, lástima que no se alcancen a distinguir los frescos en las paredes”. “Ese árbol lo tomé en Teotitlán. Si hubiera abierto más mi toma habría captado también el paisaje montañoso del fondo. ¡Algo impresionante! Al verlo me sentí tan pequeñita como una hormiga y lloré de emoción.”

Después de dos semanas, cuando Hillary vuelve de sus recorridos, pasamos tardes completas viendo sus fotografías y haciéndole preguntas. Observar las escenas que captó refresca su memoria y la motiva para rendirnos un informe muy amplio acerca de costumbres, platillos, músicas, alojamientos, fiestas patronales. Se refiere también a los abusos y las incomodidades que padeció, pero lo dice de buen humor porque logró superarlas.

Al hacernos toda esa relación, Hillary se siente orgullosa, importante, y nosotros, tan satisfechos como si también hubiéramos ido de vacaciones en vez de habernos quedado en la Casa de Medio Camino frente a la tele, dando vueltas por los corredores, jugando damas chinas o leyendo en los periódicos noticias espeluznantes.

II

Este año Hillary no ha dicho adónde piensa ir. Su silencio nos dio motivo para hacer especulaciones que incluyen desde la crisis económica, una visita inesperada y un compromiso impostergable, hasta un secreto romance. La enfermedad quedó descartada. Hillary está activa y despliega la energía de siempre.

Para salir de dudas optamos por tomar el toro por los cuernos preguntándole cuáles son sus planes para este verano. Cada vez que la hemos interrogado, Hillary alza las cejas y los hombros para hacerse la desentendida. Su actitud aumentó nuestra curiosidad y diseñamos una nueva estrategia para romper su hermetismo: recordarle sus vacaciones memorables. ¡Nada!

Neutralizados frente a esa muralla infranqueable, llegamos a la conclusión de que, por más confianza que le tengamos, no hay nada que nos autorice a meternos en su vida. Sus vacaciones son problema suyo; si no puede o no quiere tomarlas, mejor para nosotros. Será más fácil hacernos las ilusiones de que esta es una época como cualquier otra; no padeceremos tanto el vacío que dejan en la Casa de Medio Camino los compañeros que salen de viaje con sus familias.

Ver las sillas desocupadas en la terraza o en el comedor me afecta mucho, porque me trae malos recuerdos: ausencias. Sentarme a leer el periódico sin que haya con quien comentar las noticias me choca tanto como asistir solo a un cine. Hace años que no voy precisamente por falta de compañía.

Si renuncia a sus vacaciones, tal vez le proponga a Hillary que vayamos a ver una película. ¿Y si no acepta? Será menos problemático que si lo hace: mi presupuesto de pensionado no está como para que me dé esos lujos.

III

Ayer, como siempre, a las 11 de la mañana nos reunimos en la sala para tomar galletitas con café. No tenemos muchos temas de conversación y naturalmente caímos en el de las vacaciones de nuestra cuidadora. No faltaron los comentarios burlones: “qué bueno que Hillary no salga a ninguna parte este año porque ya no tengo en dónde meter tantas estampitas y rosarios”. “Al menos nos salvaremos de pasarnos horas y horas viendo fotografías desafocadas y oyendo sus explicaciones larguísimas.”

Luisa Vera, que ya está tejiendo las bufandas para regalar esta Navidad, le puso punto final a la conversación: “No entiendo por qué le dan tanta importancia a esa bobería. ¿Qué les importa si Hillary sale de viaje o no? Se ve que no tienen otra cosa en qué pensar. Yo tengo demasiados problemas que resolver como para distraerme en algo que ni me va ni me viene”.

Luisa tiene razón: más vale que nos ocupemos de nuestros asuntos. Muchos de los que asisten a la Casa de Medio Camino están enfermos o andan en dificultades con sus familias. Los que por desgracia ya no contamos con nadie estamos obligados a ver por nosotros mismos. Decidimos dar por concluido de una vez y para siempre el tema de las vacaciones. Hillary también parece haberlas olvidado.

¡Qué bueno! Así estará menos malhumorada, pero extraño el entusiasmo con que me comentaba que había encontrado por Internet un paquete baratísimo para llegar en excursión hasta alguna playa virgen o un pueblo fantasma. Los términos virgen y fantasma incitan su espíritu aventurero y acentúan su interés en la fotografía. Por broma le digo que en su vida anterior debe de haber sido exploradora y se ríe.

También echo de menos sus alusiones a los arreglos para el viaje. En la primera etapa siempre prometía que esta vez iba a llevar lo mínimo: un juego de bermudas –que por cierto, me apena decirlo, no la favorecen mucho–, media docena de camisetas y si acaso una chalina. Luego cambiaba de opinión y me describía sus andanzas por las tiendas en donde terminaba comprando infinidad de cosas indispensables, según ella, para sortear posibles imprevistos y garantizarse días inolvidables.

IV

Desde ayer, cuando decidimos eliminar el tema, me he sentido incómodo, triste. Comprendí la razón a la hora en que hoy salimos de la Casa de Medio Camino y Hillary nos dijo: “hasta mañana”.

Cada año, precisamente en esta fecha, ella nos despedía diciendo: “nos vemos dentro de 15 días”. En su actitud y en su tono de voz quedaba implícita la promesa de que, a su regreso, nos contaría sus experiencias en el mar, un pueblo, un caserío, una comunidad de artesanos.

Al menos yo, por mis circunstancias, no puedo ni soñar con ir a esos lugares, pero Hillary me los trae fragmentados en sus fotografías. Mirarlas son mi descanso, mis aventuras por el mundo, mi única manera de viajar. Cuando me di cuenta de eso entendí por qué me he sentido incómodo y triste desde ayer: este año no haré preparativos ni tendré vacaciones.


Sábados al sol


Mar de Historias

Cristina Pacheco

A mitad de la avenida una muchacha le hace la parada al taxi que se acerca. El conductor, Fausto, disminuye la velocidad pero no se detiene. Mientras avanza, observa a la joven por el espejo del que cuelga un zapatito blanco. Es de su hija Iraida. Nació con las piernas débiles y aún no camina bien, pero su pediatra le asegura que con los medicamentos y las terapias, la niña acabará normalizándose.

Fausto maneja con desgano, a la deriva. De pronto da un volantazo a la derecha y toma por una calle angosta. “Total, ¡ya qué!”, murmura. Se detiene frente al solar en donde guarda su taxi, ve el portón cerrado y oprime el claxon. Lo irrita la tardanza de Guadalupe, el encargado, quien al fin aparece, retira la cadena y le deja el paso libre.

–Y ora, ¿por qué vas a encerrar tan temprano?

–Porque me saqué la lotería, ¿no se me nota?

Fausto conduce con precaución para no atropellar a los conejos que saltan por todas partes. Eran de Rosa. Pensaba poner un criadero y venderlos, pero cuando Guadalupe se accidentó y sobrevinieron los gastos médicos, tuvo que renunciar a su proyecto. Luego perdió la paciencia y se fue, dejándole a Guadalupe los conejos. Él los conserva porque le recuerdan a su esposa y divierten a los niños que transitan por la calle.

Han pasado seis años desde el accidente que lo apartó del volante y de que Rosa lo abandonó. Lupillo, como lo apodan sus amigos, aún no decide qué extraña más: la incomparable sazón de su mujer o la vida de taxista que le dejó tantas satisfacciones. Lo entusiasma hablar de sus buenos tiempos, cuando tuvo como pasajeros a políticos y artistas; pero su mayor satisfacción es haber llevado al Pajarito Moreno de la colonia Álamos a un gimnasio en Tacubaya.

II

Fausto baja del taxi y se frota el cuello.

–Traigo un pinche dolor como si me estuvieran clavando agujas.

–Es la tensión de manejar a la pura defensiva, y más con este tráfico de locos –el gesto de Lupillo se reconcentra–: te juro que cuando yo andaba en la ruleteada, desde el miércoles quería que fuera sábado para descansar. En domingo, ni soñarlo: le daba servicio a un médico. Su hermana vivía en Acolman y él iba cada semana a visitarla. Después de la comida, me lo traía de regreso. ¡Esas sí eran chingas, para que veas!

–¿Tienes una chela por ahí?

–¿Y ese milagro? Nunca tomas.

–¿Tienes o no?

Los dos hombres caminan por el terreno pedregoso y llegan al cuarto en donde vive Lupillo.

–Pásale –dice y se apresura a retirar los periódicos que están sobre la cama–, échate un rato para que descanses.

–Es lo que menos quiero, descansar –Fausto elige una silla. Al sentarse nota que se tambalea–. A ver cuándo le compones la pata.

–Si no me he compuesto la mía…

–¿A poco te sigue doliendo el pie?

–Nomás cuando llueve –Lupillo le entrega a Fausto una cerveza–. ¿A que no sabes quién vino ayer? Zárate. Está que se lo lleva la fregada por lo del No Circula Sabatino.

–Yo ando en las mismas. Imagínate: como tengo calcomanía 2, no circulo los jueves y ahora también descansaré un sábado al mes.

–Pero sólo entre 10 de la mañana y 10 de la noche.

–O sea que me quedaré estacionado a las horas en que hay más pasaje. Acuérdate: los sábados sale mucha gente a hacer sus compras, a visitar a la familia, a darse un gusto por ahí. ¿Crees que eso lo hará de madrugada o a medianoche?

–No, y menos con tanta inseguridad –Lupillo suspira con desaliento–: ¡Está cañón! Vas a tener mucha pérdida.

–Pero los mismos gastos de siempre. Habrá algunos que pueda reducir, pero los de la comida, la renta, la luz, las medicinas, las terapias de Iraida, ¡imposible! Más aparte los de la verificación, la revista, el servicio, la gasolina que ya subió. ¡Uta! Si de por sí ya estaba difícil la cosa, ahora se pondrá mucho peor. Claro, a menos que trabaje los domingos.

–Esa puede ser una solución.

–Sí, pero le saco porque son los únicos días que tengo chance de salir con la familia. Rebeca chambea los sábados hasta las dos de la tarde. Va llegando a la casa por ahí de las cinco. A esas horas no alcanzamos a llevar a Iraida al zoológico. Allí gastamos poco y a la niña le fascina.

–¿Y si hablas con algún jefe de tránsito y le explicas tu situación?

–¿Crees que va a importarle? Además, ¿con quién voy a hablar? No conozco a nadie –Fausto se levanta de golpe–: tengo una suerte… Después de mucho buscarle, al fin nos había salido la oportunidad de comprar a muy buen precio un terrenito en Coacalco. Rebeca y yo estábamos empezando a juntar lo del enganche cuando anuncian el Hoy no Circula Sabatino.

–Y luego las mensaualidades que siempre se hacen tan pesadas.

–Esa iba a ser otra bronca. Con lo que ganaba antes, apenas iba a alcanzarnos para los abonos; pero ahora que tenga menos entradas, ¡ni en sueños! Así que mejor me olvido del terreno.

–No te desesperes y búscate otra chamba.

—Por eso vine tan temprano: si sabes de alguien que se interese por comprarme el taxi, avísame.

–Tú todo lo malinterpretas: me refería a que consiguieras un trabajo para los sábados que no circules, no a que abandonaras tu taxi. Por Dios que eso no te lo recomendaría ni estando loco –advierte la expresión escéptica de su amigo–: dirás lo que quieras, pero la ruleteada sigue siendo muy noble.

–No lo niego. A mí también me encanta manejar y no sé hacer otra cosa.

–Más a mi favor: hazme caso –Lupillo mira su pie enfermo–: tiene sus peligros, como todo, pero es un trabajo bien bonito. Anda uno por todas partes y se relaciona con mucha gente. Yo así conocí al Pajarito Moreno. Ya te lo he contado, ¿no?

–Como mil veces, hermano; pero si de algo te sirve, arráncate otra vez.

III

–Es que hay algo que no te he dicho. Para mí fue muy importante haberme encontrado al Pajarito por una cosa: cuando le di el servicio, él ya no era campeón. No le cobré. De ese modo pude agradecerle todas las emociones que me dio con sus peleas. Se lo dije, ¿y sabes qué? Se puso a llorar.

–Desde que tuvo la desgracia de matar al Davey Moore, por ahí del 60, ya no fue el mismo. ¡Lástima!

–Por el periódico me enteré de su muerte. Sentí mucha tristeza. Me hubiera gustado ir a su entierro, porque de seguro no asistió nadie. ¿Te imaginas? Haber subido tan alto y luego ¡pa’ bajo y solo!

–Pero el Pajarito al menos logró algo en su vida: fue campeón. Yo en cambio no he conseguido nada más que irla pasando –Fausto mira hacia la calle–. Tengo miedo de regresar a la casa y decirle a Rebeca que nos olvidemos del terreno. Estará harta de que siempre le salga con lo mismo.

–Rebeca es una buena mujer.

–Las buenas mujeres también se cansan.

–Pero ella comprenderá que esto no es culpa tuya. Tú no ordenaste que se impusiera el Hoy no Circula Sabatino.

–Tampoco elegiste que te pasara el accidente, pero ocurrió y te cambió la vida –Fausto agita la botella de cerveza–: después de años y años de partirte la madre manejando no te quedó nada más que un pie chueco, un montón de conejos…

–Y algo más: no se te olvide que conocí al Pajarito Moreno. Con lo que le dije logré que se sintiera otra vez campeón. Te lo cuento y hasta me da escalofrío –se escuchan tres claxonazos–: Es Rolando. Siempre encierra a esta hora. Nomás le abro y seguimos platicando.

–Mejor me voy. Es tarde y ya sabes que me levanto muy temprano –da el último trago de cerveza–: Paso a las cinco.

–¡Vale! Y piensa en lo que te dije. La ruleteada es una chamba muy noble: anda uno por todas partes y conoce a mucha gente. Yo, por ejemplo…

Faustino imagina el resto de la frase y se aleja rumbo a la estación del Metro. Mientras camina piensa que el Pajarito Moreno sigue ganando las batallas perdidas de su amigo Lupillo.





Página 12


Son muy pocos los casos de escritores que sostienen una total indiferencia por la ética de su trabajo. No son pocos los que han entendido que en la práctica literaria es posible separar la ética de la estética. Jorge Luis Borges, no sin maestría, practicó una forma de política de la neutralidad estética y quizás estuvo convencido de esta posibilidad. Así, el universalismo del precoz posmodernismo borgeano no era otra cosa que el mismo eurocentrismo de la Era Moderna matizado con el exotismo propio de un imperio que, como el británico, se aferraba con la nostalgia de viejo decadente a los misterios de la India sometida y de las noches de una Arabia fuera de los peligros de la historia. No era el reconocimiento de la diversidad –de la igual libertad– sino la confirmación de la superioridad del canon europeo adornado con souvenirs y botines de guerra.

Quizás hubo un tiempo en que verdad, ética y estética eran lo mismo. Quizás fueron los tiempos del mito. También ha sido un rasgo propio de lo que llamamos literatura del compromiso. No una literatura hecha para la política sino una literatura integral, donde el texto y el autor, la ética y la estética van juntos; donde literatura y metaliteratura son la misma cosa. Diferente ha sido el pensamiento publicitario de la posmodernidad, estratégicamente fragmentado sin conexiones posibles. Legitimados por esta moda cultural, los críticos del establishment se dedicaron a rechazar cualquier valor político, ético o epistemológico de un texto literario. Para este tipo de superstición, el autor, su contexto, sus prejuicios y los prejuicios de los lectores quedaban fuera del texto puro, destilado de toda contaminación humana. Pero ¿qué quedaría de un texto si le quitamos todo lo metaliterario? ¿Por qué el mármol, el terciopelo o el sexo repetido hasta el vacío habrían de ser más literarios que el erotismo, un drama social o la lucha por la verdad histórica? Rodolfo Walsh dijo que una máquina de escribir podía ser un abanico o una pistola. ¿No ha sido esta fragmentación y posterior destilación una estrategia crítica para convertir la escritura en un juego inocente, en un calmante más que en un instrumento de inquisición contra la musculatura del poder?

En su nuevo libro Eduardo Galeano contesta estas preguntas con su inconfundible estilo –Borges reconocería: con amable desdén–, sin ocuparse de ellas. Como sus libros anteriores desde Días y noches de amor y de guerra (1978), Espejos está organizado con la fragmentación posmoderna de la cápsula breve. No obstante todo el libro, como el resto de su obra, muestra una inquebrantable unidad. Su estética y sus convicciones éticas también. Aun en medio de las más violentas tormentas ideológicas que sacudieron la más reciente historia, esta nave no se ha resquebrajado.

Espejos amplía a otros continentes el área geográfica de América latina que había caracterizado por décadas el interés principal de Eduardo Galeano. Su técnica narrativa es la misma que de la trilogía Memoria del Fuego (1982-1986): con un narrador impersonal que cumple con el propósito de aproximarse a la voz anónima y plural de “los otros” y evitando la anécdota personal, con un orden temático algunas veces y con un orden cronológico casi siempre, el libro se inicia con los mitos cosmogónicos y culmina en nuestros tiempos. Cada breve texto es una reflexión ética, casi siempre reveladora de una realidad dolorosa y con el invalorable consuelo de la belleza de la narración. Quizás no otro es el principio de la tragedia griega: la lección y la conmoción, la esperanza y la resignación o la lección mayor del fracaso. Como en sus libros anteriores, el paradigma del escritor comprometido latinoamericano, y sobre todo el paradigma de Eduardo Galeano, parece reconstruirse una vez más: la historia puede progresar, pero ese progreso ético-estético tiene por destino utópico el origen mítico y por instrumentos de lucha la memoria y la conciencia de la opresión. El progreso consiste en una regeneración, en la recreación de la humanidad tal como lo hiciera el más sabio, justo y vulnerable de los dioses amerindios, el hombre-dios Quetzalcóatl.

Si quitásemos el código ético desde el cual se realiza la lectura de cada texto, Espejos estallaría en fragmentos brillantes; pero no reflejarían nada. Si quitásemos la maestría estética con la cual fue escrito este libro dejaría de ser memorable. Como los mitos, como el pensamiento mítico que reivindica su autor, no hay forma de separar una parte del todo sin alterar el sagrado orden del cosmos. Cada parte no es sólo un fragmento alienado sino una pequeña pieza que ha desenterrado un arqueólogo consecuente. La pequeña pieza vale por sí sola, pero mucho más vale por los otros fragmentos que han sido ordenados y éstos valen aún más por aquellos fragmentos que se han perdido y que ahora se revelan por los espacios vacíos que se han formado, revelando el jarrón, toda una civilización sepultada por el viento y la barbarie.

La primera ley del narrador, no aburrir, se cumple. La primera ley del intelectual comprometido también: en ningún caso la diversión se convierte en narcótico sino en lúcido placer estético.

Espejos ha sido publicada este año simultáneamente en España, México y Argentina por Siglo XXI, y en Uruguay por Ediciones del Chanchito. Esta última continúa una colección ya clásica de tapas negras alcanzando el número 15, representado significativamente con la letra ñ. Los textos van acompañados de ilustraciones a manera de pequeñas viñetas que recuerdan el cuidadoso arte de la edición de libros en el Renacimiento además de la época juvenil del autor como dibujante. Aunque su concepción del mundo lo lleva a pensar de forma estructural, es difícil imaginarse a Eduardo Galeano pasando por alto algún detalle. Como buen joyero de la palabra que pule en búsqueda cada uno de sus diferentes reflejos, así también es cuidadoso en las ediciones de sus libros como objetos de arte.

Con cada entrega, este icono de la literatura latinoamericana nos confirma que otros premios formales, como el Premio Cervantes, se están demorando demasiado.


Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-108043-2008-07-18.html

Jorge Majfud es escritor uruguayo, nacido en 1969. Estudió arquitectura y se graduó en la Universidad de la República. En la actualidad se dedica í­ntegramente a la literatura. Es profesor en la Lincoln University of Pennsylvania.

Monday, July 14, 2008





HYSTERIA
by: T.S. Eliot (1888-1965)



    AS she laughed
    I was aware of becoming involved
    in her laughter and being part of it, until her
    teeth were only accidental stars with a talent
    for squad-drill. I was drawn in by short gasps,
    inhaled at each momentary recovery, lost finally
    in the dark caverns of her throat, bruised by
    the ripple of unseen muscles. An elderly waiter
    with trembling hands was hurriedly spreading
    a pink and white checked cloth over the rusty
    green iron table, saying: "If the lady and
    gentleman wish to take their tea in the garden,
    if the lady and gentleman wish to take their
    tea in the garden ..." I decided that if the
    shaking of her breasts could be stopped, some of
    the fragments of the afternoon might be collected,
    and I concentrated my attention with careful
    subtlety to this end.












"Hysteria" was originally
printed in Catholic Anthology, November 1915.


Wednesday, July 02, 2008

Solved: the mystery of why Stradivarius violins are best

By Steve Connor, Science Editor
Wednesday, 2 July 2008

They are said to produce unparalleled sound quality. Until now, however, no one has been able to explain why 300-year-old Stradivarius violins have never been matched in terms of musical expressiveness and projection.

A study has found that the secret may be explained by the consistent density of the two wooden panels used to make its body, rather than anything to do with the instrument's overall contours, varnish, angle of the neck, fingerboard or strings.

Scientists compared five antique violins made by the Cremonese masters Antonio Stradivari and Giuseppe Guarneri Del Gesu with seven modern-day instruments by placing them in a medical scanner that could accurately gauge the density of the two wooden plates that make up the top and the back of the body.

They found that, overall, the density of the two groups of violins was the same, but what differed significantly was that the two plates of the older instruments had a more uniform density compared to the more inconsistent densities of the modern plates.

The top plate of a violin is usually made of spruce and the back of maple. The scientists believe that the homogenous density of the Cremonese violins gives them the edge in terms of stiffness and sound-damping characteristics, which both help to produce superior musical notes.

The classical violins made by the two Cremonese masters have become the benchmark against which the sound of all other violins are compared. Yet by general consensus no instrument maker since that time has been able to replicate the sound quality of those early violins, said Berend Stoel of Leiden University in the Netherlands.

"The vibration and sound-radiation characteristics of a violin are determined by an instrument's geometry and the material properties of the wood. New test methods allow the non-destructive examination of one of the key material properties, the wood density, at the growth ring level of detail," Dr Stoel said.

The CT scanner used by the scientists is normally employed to study the density of the tissue within a patient's lungs using X-rays. However, Dr Stoel, working with a professional instrument-maker, Terry Borman, of Fayetteville in Arkansas, was able to build up a picture of a violin's density variations using CT scans, which carried no risk to the valuable instruments.

"Wood density is difficult and invasive to measure directly, as an isolated part of the instrument, wrapped in a waterproof container, must be immersed in water to estimate its volume, and its density is calculated by dividing its weight by this volume," Dr Stoel said.

On top of this, this conventional approach to measuring wood density is not able to measure variations within a single plate – which appears to be the difference that may explain the quality of the antique instruments.

Dr Stoel, whose study is published in the online journal Public Library of Science, said the density variations within the wood are caused by the type of wood growth. Early growth in spring is less dense than summer growth, and the antique instruments appear to have a more balanced mix of early and late growth.






"Early growth wood is primarily responsible for water transport and thus is more porous and less dense than late growth wood, which plays more of a structural support role of much more closely packed tracheids [the light and dark grain lines of wood]," he said.

The rise to fame of a master instrument maker

Antonio Stradivari (c1644-1737) is, with his Italian compatriot Giuseppe Guarneri Del Gesu, the most famed of luthiers. He began crafting stringed instruments in 1680, establishing his workshop in Cremona, Italy, where he stayed until his death aged 93, father to 11 children. He made more than 1,100 instruments – violins, but also cellos, a few violas and a harp – 650 of which survive today. His creations were inscribed with Latin slogans along the lines of Antonius Stradivarius Cremonensis Faciebat Anno [date]. The instruments considered his most expressive were made in the first quarter of the 18th century, but long before then he had established his fame with the "Viotti violin" – first played by Giovanni Battista Viotti at the Tuileries Palace in Paris in 1782, and now valued at £3.5m. Toby Faber, the author of a biography of Stradivari, Five Violins, One Cello and a Genius, believes: "Before Viotti, Stradivari was just one violin-maker among many. After him, everyone wanted to play a Strad." On 16 May 2006, Christie's auctioned a Stradivarius called The Hammer for a record $3.54m (£1.75m).