Sunday, July 20, 2008

Sábados al sol


Mar de Historias

Cristina Pacheco

A mitad de la avenida una muchacha le hace la parada al taxi que se acerca. El conductor, Fausto, disminuye la velocidad pero no se detiene. Mientras avanza, observa a la joven por el espejo del que cuelga un zapatito blanco. Es de su hija Iraida. Nació con las piernas débiles y aún no camina bien, pero su pediatra le asegura que con los medicamentos y las terapias, la niña acabará normalizándose.

Fausto maneja con desgano, a la deriva. De pronto da un volantazo a la derecha y toma por una calle angosta. “Total, ¡ya qué!”, murmura. Se detiene frente al solar en donde guarda su taxi, ve el portón cerrado y oprime el claxon. Lo irrita la tardanza de Guadalupe, el encargado, quien al fin aparece, retira la cadena y le deja el paso libre.

–Y ora, ¿por qué vas a encerrar tan temprano?

–Porque me saqué la lotería, ¿no se me nota?

Fausto conduce con precaución para no atropellar a los conejos que saltan por todas partes. Eran de Rosa. Pensaba poner un criadero y venderlos, pero cuando Guadalupe se accidentó y sobrevinieron los gastos médicos, tuvo que renunciar a su proyecto. Luego perdió la paciencia y se fue, dejándole a Guadalupe los conejos. Él los conserva porque le recuerdan a su esposa y divierten a los niños que transitan por la calle.

Han pasado seis años desde el accidente que lo apartó del volante y de que Rosa lo abandonó. Lupillo, como lo apodan sus amigos, aún no decide qué extraña más: la incomparable sazón de su mujer o la vida de taxista que le dejó tantas satisfacciones. Lo entusiasma hablar de sus buenos tiempos, cuando tuvo como pasajeros a políticos y artistas; pero su mayor satisfacción es haber llevado al Pajarito Moreno de la colonia Álamos a un gimnasio en Tacubaya.

II

Fausto baja del taxi y se frota el cuello.

–Traigo un pinche dolor como si me estuvieran clavando agujas.

–Es la tensión de manejar a la pura defensiva, y más con este tráfico de locos –el gesto de Lupillo se reconcentra–: te juro que cuando yo andaba en la ruleteada, desde el miércoles quería que fuera sábado para descansar. En domingo, ni soñarlo: le daba servicio a un médico. Su hermana vivía en Acolman y él iba cada semana a visitarla. Después de la comida, me lo traía de regreso. ¡Esas sí eran chingas, para que veas!

–¿Tienes una chela por ahí?

–¿Y ese milagro? Nunca tomas.

–¿Tienes o no?

Los dos hombres caminan por el terreno pedregoso y llegan al cuarto en donde vive Lupillo.

–Pásale –dice y se apresura a retirar los periódicos que están sobre la cama–, échate un rato para que descanses.

–Es lo que menos quiero, descansar –Fausto elige una silla. Al sentarse nota que se tambalea–. A ver cuándo le compones la pata.

–Si no me he compuesto la mía…

–¿A poco te sigue doliendo el pie?

–Nomás cuando llueve –Lupillo le entrega a Fausto una cerveza–. ¿A que no sabes quién vino ayer? Zárate. Está que se lo lleva la fregada por lo del No Circula Sabatino.

–Yo ando en las mismas. Imagínate: como tengo calcomanía 2, no circulo los jueves y ahora también descansaré un sábado al mes.

–Pero sólo entre 10 de la mañana y 10 de la noche.

–O sea que me quedaré estacionado a las horas en que hay más pasaje. Acuérdate: los sábados sale mucha gente a hacer sus compras, a visitar a la familia, a darse un gusto por ahí. ¿Crees que eso lo hará de madrugada o a medianoche?

–No, y menos con tanta inseguridad –Lupillo suspira con desaliento–: ¡Está cañón! Vas a tener mucha pérdida.

–Pero los mismos gastos de siempre. Habrá algunos que pueda reducir, pero los de la comida, la renta, la luz, las medicinas, las terapias de Iraida, ¡imposible! Más aparte los de la verificación, la revista, el servicio, la gasolina que ya subió. ¡Uta! Si de por sí ya estaba difícil la cosa, ahora se pondrá mucho peor. Claro, a menos que trabaje los domingos.

–Esa puede ser una solución.

–Sí, pero le saco porque son los únicos días que tengo chance de salir con la familia. Rebeca chambea los sábados hasta las dos de la tarde. Va llegando a la casa por ahí de las cinco. A esas horas no alcanzamos a llevar a Iraida al zoológico. Allí gastamos poco y a la niña le fascina.

–¿Y si hablas con algún jefe de tránsito y le explicas tu situación?

–¿Crees que va a importarle? Además, ¿con quién voy a hablar? No conozco a nadie –Fausto se levanta de golpe–: tengo una suerte… Después de mucho buscarle, al fin nos había salido la oportunidad de comprar a muy buen precio un terrenito en Coacalco. Rebeca y yo estábamos empezando a juntar lo del enganche cuando anuncian el Hoy no Circula Sabatino.

–Y luego las mensaualidades que siempre se hacen tan pesadas.

–Esa iba a ser otra bronca. Con lo que ganaba antes, apenas iba a alcanzarnos para los abonos; pero ahora que tenga menos entradas, ¡ni en sueños! Así que mejor me olvido del terreno.

–No te desesperes y búscate otra chamba.

—Por eso vine tan temprano: si sabes de alguien que se interese por comprarme el taxi, avísame.

–Tú todo lo malinterpretas: me refería a que consiguieras un trabajo para los sábados que no circules, no a que abandonaras tu taxi. Por Dios que eso no te lo recomendaría ni estando loco –advierte la expresión escéptica de su amigo–: dirás lo que quieras, pero la ruleteada sigue siendo muy noble.

–No lo niego. A mí también me encanta manejar y no sé hacer otra cosa.

–Más a mi favor: hazme caso –Lupillo mira su pie enfermo–: tiene sus peligros, como todo, pero es un trabajo bien bonito. Anda uno por todas partes y se relaciona con mucha gente. Yo así conocí al Pajarito Moreno. Ya te lo he contado, ¿no?

–Como mil veces, hermano; pero si de algo te sirve, arráncate otra vez.

III

–Es que hay algo que no te he dicho. Para mí fue muy importante haberme encontrado al Pajarito por una cosa: cuando le di el servicio, él ya no era campeón. No le cobré. De ese modo pude agradecerle todas las emociones que me dio con sus peleas. Se lo dije, ¿y sabes qué? Se puso a llorar.

–Desde que tuvo la desgracia de matar al Davey Moore, por ahí del 60, ya no fue el mismo. ¡Lástima!

–Por el periódico me enteré de su muerte. Sentí mucha tristeza. Me hubiera gustado ir a su entierro, porque de seguro no asistió nadie. ¿Te imaginas? Haber subido tan alto y luego ¡pa’ bajo y solo!

–Pero el Pajarito al menos logró algo en su vida: fue campeón. Yo en cambio no he conseguido nada más que irla pasando –Fausto mira hacia la calle–. Tengo miedo de regresar a la casa y decirle a Rebeca que nos olvidemos del terreno. Estará harta de que siempre le salga con lo mismo.

–Rebeca es una buena mujer.

–Las buenas mujeres también se cansan.

–Pero ella comprenderá que esto no es culpa tuya. Tú no ordenaste que se impusiera el Hoy no Circula Sabatino.

–Tampoco elegiste que te pasara el accidente, pero ocurrió y te cambió la vida –Fausto agita la botella de cerveza–: después de años y años de partirte la madre manejando no te quedó nada más que un pie chueco, un montón de conejos…

–Y algo más: no se te olvide que conocí al Pajarito Moreno. Con lo que le dije logré que se sintiera otra vez campeón. Te lo cuento y hasta me da escalofrío –se escuchan tres claxonazos–: Es Rolando. Siempre encierra a esta hora. Nomás le abro y seguimos platicando.

–Mejor me voy. Es tarde y ya sabes que me levanto muy temprano –da el último trago de cerveza–: Paso a las cinco.

–¡Vale! Y piensa en lo que te dije. La ruleteada es una chamba muy noble: anda uno por todas partes y conoce a mucha gente. Yo, por ejemplo…

Faustino imagina el resto de la frase y se aleja rumbo a la estación del Metro. Mientras camina piensa que el Pajarito Moreno sigue ganando las batallas perdidas de su amigo Lupillo.



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