Friday, August 21, 2009

Una pregunta que bien podría formular desde la tabla que registra su imagen Lisa Gherardini, más conocida como Mona Lisa o La Gioconda, el cuadro más famoso de Leonardo da Vinci, víctima de una reciente agresión en el Museo del Louvre

PEDRO DE LA HOZ


pedro.hg@granma.cip.cu

Con el comienzo de este agosto, Mona Lisa o La Gioconda volvió a ser noticia en la crónica de sucesos. En su refugio del Museo del Louvre, el más emblemático cuadro pintado por Leonardo da Vinci recibió el contenido de una taza de té humeante, lanzada por una turista rusa. El líquido chorreó el vidrio blindado que protege la obra mejor resguardada de los tesoros de la institución parisina. De inmediato el hecho se supo en los cuatro puntos cardinales y comenzaron las especulaciones sobre el motivo de la agresión. Alguien filtró que se trataba de una mujer con desórdenes mentales, pero también se dijo que había expresado su ira por haber sido rechazada por los servicios migratorios franceses.

La Gioconda según Marcel Duchamp. Mona Lisa a los 12 años, de Fernando Botero.

Nadie habló, sin embargo, de algo que parece increíble. ¿Cómo rayos se permite la ingestión de bebidas delante de una obra a la que han rodeado de medidas de seguridad excepcionales?

Sobre la pintura de Da Vinci no solo se cierne el misterio de la enigmática sonrisa de la modelo, Lisa Gherardini, una florentina del quattrocento que se casó con el próspero comerciante de telas Francesco Bartolomeo del Giocondo, quien encargó al pintor un retrato de su joven esposa que este nunca entregó y llevó consigo a Francia, donde mucho después fue adquirido por Francisco I.

También han aflorado las más diversas hipótesis acerca de cambios significativos en su factura debido a agresivos procesos de restauración llevados a cabo entre los siglos XIX y XX.

El ingeniero Pascal Cotte, en el 2007, expuso en el complejo Metreon de San Francisco un repertorio de imágenes digitales tomadas por él con una cámara especial para demostrar cómo detalles de la imagen original de la mujer habían sido adulterados.

Según su investigación la carencia de cejas y pestañas no se debió ni a depilación ni a enfermedad; sencillamente unas y otras resultaron borradas por restauradores.

La exhaustiva indagación de Cotte llegó además a la conclusión de que los colores que imprimió Da Vinci a su retrato no eran exactamente los que ahora muestra la tabla de álamo, actualmente saturada de verdes, amarillos y marrones, cuando todo parece indicar que en un principio la gama se recreaba en azules claros y blancos brillantes.

A estas supuestas distorsiones se suman las apropiaciones que han corrido por cuenta de notorios artistas con sus versiones desacralizadoras. Con la irrupción de las vanguardias en el siglo pasado, algunos de sus más conspicuos representantes decidieron que había llegado el momento de poner en solfa uno de los íconos de la figuración premoderna.

En 1919, Marcel Duchamp, uno de los líderes del Movimiento Dadá, y por cierto, admirador de nuestro José Raúl Capablanca, reprodujo La Mona Lisa con bigotes y perilla. El gesto iconoclasta incluyó también el título: LHOOQ, acrónimo de una locución que en francés equivale a "ella tiene el trasero caliente".

El más surrealista de todos los surrealistas, Salvador Dalí, no quedó atrás y en 1954 puso su rostro de fingido lunático sobre el de la Gioconda. Diez años después trató de explicar por qué se ataca tanto a La Mona Lisa a partir de especulaciones freudianas.

Otro de los grandes artistas contemporáneos, el colombiano Fernando Botero pintó un lienzo titulado Mona Lisa a los 12 años, sobre la base de su peculiar estética de volúmenes físicos exagerados, que desde 1961 forma parte de los fondos del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Y no faltó tampoco el toque pop del norteamericano Andy Warhol, obsesionado con la reproducción seriada típica de la llamada cultura de masas.

A fin de cuentas, estas incursiones y muchas otras han estado inspiradas en el reconocimiento de un hecho cierto: el cuadro de Da Vinci es uno de los símbolos más exitosos de la cultura universal, de modo que aproximarse a este, aunque sea desde la ridiculización o la iconoclastia, es después de todo un homenaje.

Jorge Luis Borges, el inefable argentino, no fue ajeno a ese influjo. Por eso, cuando en el invierno porteño de 1944 encontró por primera vez a Estela Canto, el gran amor de su vida, y después de escucharla citar de memoria pasajes de George Bernard Shaw, la conquistó diciéndole, por supuesto, en inglés: "Tiene usted la sonrisa de la Mona Lisa y los movimientos de un caballito de ajedrez".


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