Lo que sigue es, en origen, un trabajo que tuve que realizar para una asignatura de mi carrera (Filosofía). Por lo tanto, estaba relativamente restringido a ceñirme a ciertos temas y modos de hacer. Por este motivo no estaría dispuesto a defender, sin más análisis y reflexión, algunas de las tesis que defiendo en las siguientes páginas. Sin embargo, una vez releído y retocado un mínimo, estoy satisfecho con las ideas generales y el modo de exponerlas. Y como me parece absurdo tener el texto en el ordenador, me he decidido a enviarlo a rebelion.org – puesto que su temática es bastante coincidente con algunos temas recurrentes en la web – por si puede servir para crear debate, crítica y reflexión.
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0. Introducción: CUATRO INTELECTUALES
Decía Aldous Huxley que “un intelectual es alguien que ha descubierto algo más interesante que el sexo”. Seguramente, el escritor inglés no pretendía nada más que lanzar un dardo irónico contra una intelligentsia con tantas ansias de trascendencia y aires de importancia que consideraba demasiado banal ceder a los placeres de la carne. Y, ya de paso, señalar con toda la malicia posible que su papel de intelectuales orgánicos les venía dado por su incapacidad para ligar, y no al contrario; ya se sabe: a falta de pan, nos tendremos que consolar reflexionando sobre el Ser. Sea como fuere, la cita de Huxley no se cumple en ninguno de los cuatro autores que se pasearán por las páginas venideras: Stanley Kubrick, Pier Paolo Passolini, Bernardo Bertolucci y la aguda mirada de Michel Foucault y su arsenal filosófico. “El papel del intelectual es, ante todo – dirá Foucault – luchar contra las formas de poder allí donde éste es a la vez objeto e instrumento”. Y algo así parece que intentan hacer estos tres directores de culto a lo largo de su filmografía: unir arte con compromiso político, inteligencia con sutiles observaciones sobre el género humano, autorrealización personal con nuevas coordenadas para abandonar la isla de lo establecido y lanzarse a navegar. Además, intentaré demostrar que el análisis de tres películas de estos directores servirá para ilustrar y completar muchas de las tesis que Foucault defiende en su Historia de la sexualidad. Por su temática y trasfondo, las elegidas han sido Eyes Wide Shut, Saló o los 120 días de Sodoma y El último tango en París.
1. Stanley Kubrick, o la familia y el deseo
- Para siempre... Para siempre...
No usemos esa palabra, no... me da miedo.
Yo te quiero, ¿y sabes?
hay algo muy importante que debemos hacer lo antes posible...
- ¿Y qué es?
- Follar.
(Kubrick, S. “Eyes Wide Shut”, escena final)
En El discreto encanto de la burguesía, Luis Buñuel dibujaba un lúcido retrato de la clase burguesa y las pautas morales que supuestamente defiende y promueve. Lo importante de su esbozo es que presenta como máxima directriz de su conducta no ya el puritanismo, ni los preceptos religiosos ni la estabilidad anímica y profesional que se le suele atribuir; muy al contrario, la acusación del cineasta surrealista apunta a su cinismo. A la continua escisión entre apariencia y realidad y a la doble moral de la clase dirigente. Lo que Buñuel seguramente quiera destacar es que los burgueses, supuestos depositarios de valores como el trabajo, la familia y la religión, no suelen creerse a pies juntillas su ideario: lo promueven mediante el cinismo más impío de que son capaces, presentándolo como inalterable y connatural al público pero actuando en privado de forma totalmente distinta. Asumen su propia mentira con tal de mantener su poder y hacer creer a sus súbditos que son incorruptibles. La clave en el film de Buñuel, según mi interpretación, no es que hayamos de despreciar unos valores caducos y conservadores por ser los propios de la burguesía; es que no debemos siquiera tomarlos en consideración, puesto que ni ellos mismos los adoptan. Ahora bien, no es que haya que ver a los burgueses de Buñuel como irónicos revolucionarios o superhombres capaces de crear sus valores. Ellos hacen como si de verdad adorasen su credo y fuera el único verdadero. Si se permiten licencias y traiciones es justamente porque la pregunta ya viene respondida de antemano: su verdad sigue siendo válida pese a que no tengan una fe incondicionada en ella. Lo que equivale a decir que la siguen únicamente por interés de clase: les sirve, y basta. Los burgueses de Buñuel son los grandes escépticos: su verdad es instrumental y no les va nada mal con ella.
La burguesía del film de Kubrick 1 , por el contrario, sí que afirma convencida su verdad. Es significativo, en primer lugar – y puesto que hemos entrado en distinciones sociales y de clase –, que los burgueses de Kubrick no sean, como en la película de Buñuel, ni políticos ni dirigentes ni propietarios de ningún medio de producción. Son burgueses en sentido impropio y por mimetización: han acumulado riqueza gracias a sus profesiones liberales (Bill Harford, interpretado por Tom Cruise en el que probalmente sea el único papel aceptable de su carrera, es un importante médico de las clases altas) y han asimilado las costumbres burguesas por imitación. Con este matrimonio liberal y pseudoprogesista, la ideología burguesa ha conseguido que se interiorice la fracción de verdad que supuestamente posee; que el matrimonio Harford se la crea sin ningún tipo de cinismo, tranquilizándoles; que se sientan orgullosos de cumplir con su télos: han formado una familia, tienen un buen trabajo y su religión es su estilo de vida, que les va a hacer totalmente felices para siempre. Han eliminado la contingencia de su vida, lo tienen todo atado y bien atado. Salvo un pequeño factor, luego lo veremos, que no tenían en cuenta: el deseo.
Tenemos ya, pues, una primera línea de trabajo: analizar de qué modo el deseo se infiltra y desarrolla dentro de la familia burguesa, núcleo social fundamental de las sociedades capitalistas. Tenemos, también, una primera conclusión: lo importante no es la verdad fundamentada de ciertos valores, sino su asunción teórica y práctica como tal. Pero antes de adentrarnos por los oscuros caminos del deseo, profundizaremos en la relación, materializada en la familia de la película, entre verdad y sexualidad.
Distingue Foucault en el primer volumen de su Historia de la sexualidad entre el dispositivo de alianza y el dispositivo de sexualidad. En el complejo entramado que Occidente inventó para erigir al sexo – constructo inseparable de la sexualidad – en soberano de la identidad del sujeto moderno, el juego entre ambos dispositivos juega un papel fundamental. El dispositivo de alianza, grosso modo, produciría una forma de organización social, fundada en las relaciones de sexo (es decir, en compañeros sexuales), a la antigua usanza: lo fundamental serían las leyes y las normas – el modelo jurídico –, la fijación del modelo matrimonial para la transmisión de patrimonio y parentesco, un estatuto bien definido de las dos personas que se unen, etc... Una serie de características que, en denifitiva, quien no haya leído a Michel Foucault no tendría ningún género de dudas para considerarlas propias y definitorias de la familia burguesa. ¿Quién dudaría, más aún siendo mínimamente progresista, de que el modelo burgués se basa en el inmovilismo, en lo apolíneo, en la fijación inalterable de caracteres invariables, en un conjunto de valores tolerables y en otro conjunto que queda fuera, amenazante, condenado al ostracismo y silenciado? ¿Quién dudaría de que lo fundamental en la familia burguesa es la perpetuación de la estirpe y el modelo que la sustenta, siendo la función clave del sexo la reproducción? Pues, como no podría ser de otro modo, quien duda es quien fue injustamente bautizado por Sartre como el último bastión de la burguesía.
A partir del s. XVIII, continuará Foucault, la sexualidad no será producida tanto por el antiguo dispositivo de alianza cuanto por el nuevo dispositivo que comienza a aflorar: el de sexualidad mismo. 2 Su objetivo último último será “penetrar en los cuerpos de manera cada vez más detallada y controlar las poblaciones de manera cada vez más global” 3 Ciertamente, el desarrollo económico del capitalismo exigía un nuevo dispositivo de control social, puesto que el antiguo dispositivo de alianza había quedado obsoleto 4 . Este dispositivo, por contra, incide en la valoración del cuerpo y la intensificación de los placeres: una vez el sujeto se identifique con su sexualidad – fundada, además, en su cuerpo –, el mecanismo de control quedará asegurado: categorías y pautas de conducta forjarán la sujeción de los individuos a través de lo que el filósofo francés denominará biopoder. 5 Para el tema que nos ocupa, que no es otro que ver el papel de la familia en la gestación de la sexualidad y su verdad, debemos quedarnos con que es a partir del dispositivo de alianza como se forma el de sexualidad; lo que significa, en esencia, que la familia – que pudiéramos entender, en principio, como catalizadora del dispositivo de alianza – constituye en realidad el punto de anclaje del nuevo modelo basado en la sexualidad. En otras palabras: no hay que abordar el análisis de la familia desde el modelo jurídico – la ley, la norma, la prohibición, la delimitación de lo correcto y lo incorrecto, lo tolerable y lo que queda fuera –, como han hecho la mayoría de críticos; antes bien, hay que entenderla como correa de transmisión del caduco modelo de alianza hacia el emergente modelo de sexualidad, destinado a universalizarse del siglo XVIII en adelante 6 . La familia no es el símbolo de la represión, no constriñe a adaptarse a un rol preconfigurado so pena de ser estigmatizado socialmente, no obliga a cercenar el eros a cambio de la perpetuación de un núcleo social determinado. La familia, una vez es afectada por el dispositivo de sexualidad, será la que produzca sujetos sexualizados – es decir, la que transmita y construya el modelo de sexualidad – a través de la implementación de los placeres, las sensaciones y la problemática del cuerpo; y, una vez consolidada esta sexualidad, conseguirá que los individuos la perciban como su verdad más íntima. Veámoslo, sin más dilación, en el matrimonio Harford:
A primera vista, y a mi juicio pecando de superficialidad, nos encontramos con la tentativa de hacer una hermenéutica de la película en clave pre-foucaultiana, mediante herramientas freudianas que incidan en la represión del eros y focalicen el análisis de la familia retratada por Kubrick desde el dispositivo de alianza. Y es posible que, pese a que debamos tener en cuenta más variables, no fuéramos desencaminados del todo. Es indudable que Kubrick presenta esta obra póstuma 7 como una alegoría del descenso a los infiernos de la conciencia, como el viaje al corazón de las tinieblas del protagonista. El periplo nocturno de Tom Cruise simboliza la introspección de Bill Harford al interior de su conciencia, de su yo más oculto, barnizado por los fantasmas de su inconsciente. Siendo más rigurosos, debemos sustituir el nombre y el instrumental freudiano por el de Karl Gustav Jung: concretamente, la alegoría de Kubrick representa el intento de Bill Harford por explorar y conocer su sombra. 8 La sombra de Jung es una reelaboración de la noción de inconsciente de Freud, como el conjunto de cualidades y atributos en principio desconocidos para el ego. La diferencia con el concepto de inconsciente es que, por ejemplo, algunas de estas cualidades no tienen por qué ser inaccesibles a la conciencia; es más, con un poco de esfuerzo y terapia, podemos llegar a ver nuestra sombra y descubrir atributos que solemos negar en nosotros mismos pero que se encuentran en el centro de nuestra personalidad. 9 Desde este prisma, la odisea del médico protagonista de Eyes Wide Shut constituye un intento de integrar su sombra en su consciencia. Por decirlo a lo Foucault: Bill Harford intentaría descubrir y asilimar su verdad más íntima haciendo hablar a su sombra, integrando sus deseos – reprimidos, negados, silenciados – en su psique. Lo curioso es que esta verdad sombría se basa en su sexualidad y se descubre haciendo hablar – obligando a confesar – a sus deseos. Deseo, sexualidad y familia se imbrican en ese viaje que Bill Harford pretende concluir conociéndose a sí mismo y averiguando quién es en realidad, una vez sus ideales burgueses se ven amenazados.
Si he defendido que resulta simplista utilizar este instrumental para analizar el que seguramente es uno de los más lúcidos análisis de las relaciones matrimoniales que se han llevado a la gran pantalla, es porque Kubrick es lo suficiente transgresor como para evitar un desenlace acorde y coherente con sus postulados. Más o menos a la manera del Marlow de Joseph Conrad en el corazón de las tinieblas – que no he nombrado anteriormente por pura retórica –, Bill Harford espera que esa travesía alcance un sentido una vez llegada a su fin; espera que Ítaca le reconforte y ofrezca las coordenadas para comprender su pasado y presente; espera descubrir una verdad alojada en su interior que, en principio, es incapaz de interpretar con sus esquemas racionales (razón principal por la que, igual que Marlow en la obra maestra de Conrad, cuanto más cerca se encuentra de su objetivo más irracional le parece todo, y la estética del film se torna onírica, inquietante, brumosa). Pero no. Bill Harford, al final de su viaje, no descubre ninguna verdad esencial, sino todo lo contrario. Vamos a demostrarlo:
Sostiene Foucault que una de las evidencias que apoyan la tesis de que la familia ha sido históricamente el elemento que ha sistematizado el dispositivo de sexualidad, es que desde el siglo XVIII “la familia ha llegado a ser un lugar obligatorio de afectos, de sentimientos, de amor” y que el hecho de que “la sexualidad tenga como punto privilegiado de eclosión la familia” demuestra que uno de los objetivos buscados es “la intensificaciön afectiva del espacio familiar” 1 0 Que el espacio familiar no es nada banal en relación a la sexualidad – como pudiera serlo en la antigua grecia, donde la satisfacción sexual no provenía necesariamente del núcleo familiar –, queda patente en el idílico matrimono Cruise-Kidman. Son jóvenes, guapos, con dinero; tienen una hija preciosa a la que están criando con todo el amor de que son capaces para que no le falte de nada y pueda, en un futuro lejano, realizar el mismo télos que ellos han perseguido. Sus conciencias están tranquilas, su estilo de vida les reconforta y satisface. Su finalidad como sujetos está cumplida: su proyecto de existencia – por decirlo con Sartre – está placenteramente concluido. Y en ese punto se encuentra el matrimonio cuando descubren la amenaza del deseo para su estado de ataraxia burguesa. El deseo amenaza todo ese constructo petrificado que, en principio, representa la estabilidad anímica que promueve el modelo familiar burgués. Consecuentemente, una vez descubierto que todo lo que creían ser certezas se desvanecen con la emergencia del deseo, el paso lógico – en la lógica, claro está, de quien se analiza a sí mismo con instrumental pre-foucaultiano – consiste en preguntarle al deseo por qué estaba tan equivocado, con el objetivo de que le responda dándole los datos precisos para reconstruirse, redescubrirse y fundamentarse en la nueva verdad que se le vedaba. Aparece, pues, la confesión como pieza central del proceso. Y no es casual.
Dice Foucault que “la confesión fue y sigue siendo hoy la matriz general que rige la producción del discurso verdadero sobre el sexo” 1 1 . Foucault se refiere sobre todo a la confesión cristiana y al papel que jugó en el proceso que conminó a interrogarse y hablar de sexo a todas horas y pormenorizadamente. Pero, una vez instituida la confesión como método, se extrapoló a un gran conjunto de saberes como la medicina y la pedagogía. Y, desde esa secularizción de la confesión, podemos aventurar que también se generalizó incluso al margen de los saberes para convertirse en la forma ideal de conocer la sexualidad de cada uno. “Ya no se trata sólo de decir lo que se hizo – dice Foucault – y cómo, sino de restituir en él y en torno a él los pensamientos, las obsesiones que lo acompañan, las imágenes, los deseos, las modulaciones y la calidad del placer que lo habitan. Por primera vez sin duda una sociedad se inclinó para solicitar y oír la confidencia misma de los placeres individuales” 1 2 . El matrimono Harford, sin duda, se convenció de que el mejor modo de descubrir su sexualidad – y, en ese sentido, su verdad – era mediante la confesión. De otro modo no podemos comprender la importancia de la escena en que Alice le confiesa a Bill su sueño erótico, en el que su marido no aparece ni en los créditos. Bill descubre – o más bien cree descubrir – la mentira que sostiene su matrimonio. Por eso piensa el deseo como algo peligroso y acusa a su mujer de una suerte de infidelidad no sólo sexual, sino más bien como una traición a su estilo de vida. El deseo, en el mapa de Bill, debía canalizarse siempre y para siempre hacia el marido, y todo deseo extramatrimonial – recordemos que el dispositivo de sexualidad exige que la familia sea el lugar privilegiado de la sexualidad y la intensificación de sus placeres – debía silenciarse. Sólo al final del film descubrirá, lo adelanto ya, que ese deseo no queda fuera de su modelo de sexualidad: es constitutivo y constituyente, producido por esa misma familia – en rigor, por el juego de poder que atraviesa la familia – y necesario para el mantenimiento de sus ideales.
La confesión, que suponemos fundada en la sinceridad – de la esposa al marido, del feligrés al cura – debía mostrar a Bill la verdad de su matrimonio. 1 3 Es decir: su propia verdad. Y si su esposa, que en principio compartía enfáticamente sus valores, tiene deseos inconfesables que la desestabilizan como sujeto, ¿no tendrá él pensamientos semejantes alojados en lo más hondo de su psique? Urge descender a los infiernos de su interior, abandonar la isla y adentrarse en el océano sombrío de su conciencia. Y entonces se arma de valor y le pregunta a su deseo, a su sexo: intenta descubrir “el fragmento de noche que cada uno lleva en sí” 1 4 , como lo había descubierto en Alice.
Vayamos concluyendo. Bill descubre, en su viaje, no sólo que también es capaz de albergar deseos inconfesables; descubre que seguramente siempre los ha tenido, pero se ha visto obligado a negarlos para reafirmarse a él y a su modus vivendi. Bill obtiene placer al tontear con la prostituta, al fantasear con las niñas del vendedor de disfraces, al observar la orgía en la que intenta participar. Pero, lejos de descubrir esa verdad que lo redefinirá como sujeto, sólo descubre la contingencia (¡bravo por Kubrick!). El deseo, como a su mujer, le permite relativizar el valor de su matrimonio y las ideas que lo sostienen. Además, descubre que no es que haya que negar esos deseos para sostener la infalibilidad de su matrimonio; sólo para sostener un matrimonio trascendental, eterno y castrador. Y no es ése su matrimonio, no son así los matrimonios y las familias del s.XVIII hasta nuestros días. El dispositivo de sexualidad es complejo y construye una economía de placeres y deseos que trascienden el espacio matrimonial; más aún, el matrimonio monogámico moderno exige que estos deseos existan, erigiéndose en una mentira compartida donde la sexualidad juega múltiples papeles y busca obtener diversos efectos. Alice tiene fantasías justamente porque acepta su rol matrimonial. Igual que Bill. Ambos descubren la “ironía del dispositivo de sexualidad: nos hace creer que en él reside nuestra 'liberación'” 1 5 . No hay liberación, no hay más verdad que la instrumental. No hay que darle tantas vueltas. No existe lo eterno, el para siempre. Por eso, había algo que el matrimonio Harford tenía que hacer urgentemente: follar; follar por follar.
2. Pier Paolo Pasolini, o la sociedad disciplinar y el biopoder
“La aparente permisividad de nuestra sociedad de consumo es una falsedad y Salò es una prueba para demostrarlo. Hay una ideología real e inconsciente que unifica a todos, y que es la ideología del consumo. Uno toma una posición ideológica fascista, otro adopta una posición ideológica antifascista, pero ambos, antes de sus ideologías, tienen un terreno común que es la ideología del consumismo. El consumismo es lo que considero el verdadero y nuevo fascismo. Ahora que puedo hacer una comparación, me he dado cuenta de una cosa que escandalizará a los demás, y que me hubiera escandalizado a mí mismo hace diez años. Que la pobreza no es el peor de los males y ni siquiera la explotación. Es decir, el gran mal del hombre no estriba en la pobreza y la explotación, sino en la pérdida de singularidad humana bajo el imperio del consumismo. Bajo el fascismo se podía ir a la cárcel. Pero hoy, hasta eso es estéril. El fascismo basaba su poder en la iglesia y el ejército, que no son nada comparados con la televisión”.
(Pier Paolo Pasolini, en una entrevista en la prensa italiana a pocos días de su muerte)
Dos intelectuales comprometidos. Dos homosexuales cuando no estaba de moda serlo. Dos acérrimos anticapitalistas. Dos muertes trágicas. Dos noctámbulos aficionados a la mala vida – la buena vida –, dos provocadores, dos incorfomistas. Foucault y Pasolini, y muchos más paralelismos entre ellos de los que pudiéramos sospechar. Sus muertes alimentaron la leyenda: el primero de SIDA, el segundo asesinado. El francés removió, como la dinamita nietzscheana, los cimientos de la tradición filosófica occidental; el italiano reinventó el cine. Focault pretendía desvelar los saberes ocultos, señalar los olvidos interesados de la historia, abandonar las certezas epistemológicas y atreverse a pensar de otro modo; Pasolini retrató sin piedad ni tapujos la marginalidad, el abuso de poder, la vida y la muerte y, en definitiva, las luces y sombras del género humano de un modo como nadie ha hecho. Saló o los 120 días de Sodoma es una gran muestra de ello, y seguramente la película más provocativa y transgresora de todo el siglo XX.
Se decía de Pasolini que tenía tres idólos: Jesucristo, Marx y Freud. Pero no se asusten los foucaultianos, pues su hermenéutica de las tres figuras se aleja de la hagiografía triste y típica que los suele caracterizar. De Jesucristo admiraba lo mismo que de Marx: su valor para revelarse contra la injusticia, el orden establecido y la barbarie. De Freud, en cambio, su interés por lo oculto, lo prohibido, lo interiorizado, lo inconsciente. Pero Pasolini no es esencialista: le interesa la psicología como estudio antropológico, no como desocultamiento de la verdad interior. Su Saló es prueba de ello: de nuevo el horror, la voluntad de poder, el salvajismo primitivo sobre el que se construyen la personalidad y la sociedad entera. Si Kubrick centraba su alegoría en el deseo, Pasolini la centra en el poder. Pero ambas obras juegan con el leit-motiv de que tras la aparente serenidad de nuestras vidas se esconde un infierno particularmente horrendo. Más aún: ambas facetas son inseparables. Todo documento de civilización, ya lo decia Walter Benjamin, es al mismo tiempo un documento de barbarie. Pero vayamos despacio.
Las entrevistas a Pasolini, como en Foucault, son especialmente clarificadoras para conocer en profundidad su pensamiento. En el caso de Saló abundan las declaraciones, por lo que no es demasiado difícil – pese a los equívocos y malentendidos que generó la película – descubrir lo que pretendía al rodarla. Saló actúa como una metáfora de la sociedad de consumo y sus mecanismos de control social. Ejerce pues, por empezar a utilizar vocabulario filosófico, el papel de híbrido entre sociedad disciplinar y las deleuzianas sociedades de control. El fascismo de los burgueses de Saló no hay que interpretarlo de forma literal: simboliza el fascismo subyacente a la sociedad de consumo, no el fenómeno político de la primera mitad del siglo XX. Pero antes de entrar en materia, demos unas cuantas coordenadas más para estar en condiciones de abordar la complejidad de esta obra.
Por si alguien todavía piensa que la visión del sexo de Pasolini cuadra con la escolástica psicoanalítica, resultará útil remitirnos a su trilogía de la vida y a su posterior abjuración de la misma. Entre 1971 y 1975, el director italiano filmó tres películas bautizadas como “trilogía de la vida”: El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury y Los Cuentos de las 1001 noches. En ellas, todo era una continua exaltación de la vida, el sexo y la libertad, en ambientes bucólicos, romantizados y placenteros en los que evadirse, mediante una suerte de hedonismo liberador, de las encorsetadas y puritanas normas sociales del occidente capitalista. Pero poco después Pasolini escribirá la “abjuración de la trilogía de la vida”, en la que renegará de esas tres películas y su búsqueda de lirismo sexual, y pasará directamente al infierno de Saló. Podemos aventurar que se percató de que no todo en el sexo tenía que ser alegre y liberador: también podía ejercer de soporte para los más terribles despotismos.
Resultará productivo, antes de centrarnos en el film, destacar que la concepción del poder de Foucault y Pasolini es curiosamente muy similar. Aunque utilicen lenguajes distintos, la visión de Pasolini del poder como modulación – y no sólo represión – de las conciencias, se acerca mucho al análisis foucaultiano de los modos de subjetivación mediante el poder. “El único sistema ideológico que ha implicado incluso a los dominados – dice Pasolini – es en mi opinión el consumismo”. Pasolini abandona la idea del poder como pura represión institucionalizada y encarnada en el Estado y sus estructuras. Utilizando la noción de ideología del marxismo, la presenta no ya como la alienación de la esencia del ser humano, sino como el sistema que hegemoniza pensamientos, actitudes y comportamientos. El consumismo – el capitalismo avanzado o desarrollado – exige que los oprimidos se identifiquen ideológicamente con los opresores. “Las sociedades represivas – continúa el italiano – reprimen todo y por tanto los hombres pueden hacerlo todo (...); las sociedades permisivas permiten algo y sólo se puede hacer ese algo, lo cuál es terrible”. Pese a que Foucault seguramente protestaría con eso de las sociedades represivas, e insistiría en que el poder produce siempre y es simplista no darse cuenta, lo cierto es que Pasolini presenta la forma de dominación y control de nuestras sociedades del mismo modo que el filósofo francés: lo fundamental es la conminación a hacer cosas – la producción de conductas permitidas –, y no la prohibición. Para que el capitalismo avanzado se perpetúe, los oprimidos tienen que ser asimilados a la lógica del consumismo y actuar en consecuencia. Y esto no exime al sexo: “La tan airada liberación sexual – ¡ojo! habla Pasolini – es una pantomima, un comercio erótico degradante que hace de los cuerpos un producto (...) la lucha progresista por la democratización expresiva y por la liberación sexual ha sido brutalmente superada y trivializada por la decisión del poder consumista de conceder una vasta tolerancia”. Y no nos equivoquemos juzgando a Pasolini, que no es precisamente un moralista 1 6 . No se está quejando de la trivilización del sexo y su banalización, a la manera de un católico o un impotente. Está mostrando que el sistema ha sido capaz de asimilar conductas sexuales que en principio eran síntoma de rebeldía y transgresión, mediante una tolerancia hipócrita que destruye cualquier potencial revolucionario que se pueda construir sobre el sexo. Y su diagnóstico incide en que el mecanismo fundamental ha sido la cosificación de los cuerpos. Luego volveremos sobre esto.
Admito la crítica de que Pasolini puede quedar estancado en un vocabulario marxista del que seguramente Foucault renegaría. Pero las líneas maestras de sus análisis no son tan divergentes. Cambiemos cosificación por “invasión del cuerpo viviente, su valorización y la gestión distributiva de sus fuerzas” 1 7 y seguramente tendremos algo muy parecido.
Ya tenemos, pues, una primera conclusión: tanto en Foucault como en Pasolini, el control se ejerce en gran medida a través de los cuerpos. La Saló de Pasolini no es más que un espejo de nuestras sociedades. La violencia explícita hacia los cuerpos de la película es en lo fundamental la misma violencia que, sin daños físicos, se ejerce en los cuerpos de los individuos de las sociedades de consumo. Allí se violenta explícitamente a los cuerpos. Aquí, mediante los medios de comunicación y las diferentes instituciones – familia, escuela, hospitales – por las que nos vemos obligados a pasar durante nuestras vidas. Violencia, debemos matizar, en el sentido de control de conductas. Para doblegar los espíritus es necesario disciplinar los cuerpos.
Y es aquí donde debemos inscribir el concepto de biopoder. Ya vimos en el apartado de Kubrick que el dispositivo de sexualidad fomenta la implementación de los placeres y las sensaciones a través de la valorización del cuerpo. El concepto de biopoder da un paso más. Ciertamente, los mecanismos de poder que desembocarán en el biopoder penetran en el cuerpo e incitan y promueven una serie de fuerzas destinadas a doblegarlo. Pero su fin último no es administrar los cuerpos, sino administrar la vida. Es un poder que “se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales” 1 8 . No es un poder que se centre en los cuerpos individualizados, sino a nivel de especie y raza. Pero para ello – para poder ejercerse en lo que Foucault llama hombre-espíritu – necesita penetrar en los cuerpos, centrándose en el cuerpo como máquina y en “su adiestramiento, el aumento de sus aptitudes, la extorsión de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaciones y económicos” 1 9 . De este modo conseguirá su objetivo principal: la sujeción de los cuerpos y el control de las poblaciones. Me atrevo a decir que cuando Pasolini habla de cosificación – y sobre todo cuando cosifica sin piedad ni escrúpulos a los niños secuestrados de Saló – está pensando en algo muy similar.
¿Acaso no pretenden los fascistas del film 2 0 la “administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida”? ¿Acaso su voluntad de poder 2 1 no está al servicio de “hacer vivir o de arrojar a la muerte”? ¡Si hasta apuntan en una libreta a los niños díscolos para torturarlos y matarlos al final de los 120 días! La enfermiza obsesión por la muerte que recorre todo el film tiene como trasunto su contrario, la vida y su desarrollo. Los fascistas, en realidad, no están realizando un cásting para elegir a los sacrificados; están sometiendo a su población a un procedimiento para elegir a los supervivientes que, además, serán integrados a su sistema. Los fascistas están administrando la vida, no la muerte.
Añade Foucault que el biopoder fue un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo 2 2 , igual que Pasolini sostiene que el capitalismo avanzado exige la cosificación de los cuerpos. Pero, ¿cuál es el papel de la sexualidad en todo este proceso? ¿Qué tiene que ver el sexo con el biopoder y el control? Volvamos a Saló. Al lento y calculado proceso por el que los fascistas eligen a sus víctimas. Las observan minuciosamente, las persiguen, las analizan. Las desnudan para conocerlas mejor. Los niños empiezan a sospechar que su cuerpo, su sexo, es importante para los demás. Los categorizan: niños por aquí, niñas por allá. Además, intentan que estén sanos; la salud es un valor público para los opresores. Las víctimas, una vez identificadas con sus categorías, pasan a la polis, a la mansión burguesa en que serán vejados durante 120 días hasta que sean asimilados o mueran en el intento. Como dirá Foucault: “(el sexo) depende de las disciplinas del cuerpo: adiestramiento, intensificación y distribución de las fuerzas, ajuste y economía de energías 2 3 ¿Acaso hacen otra cosa los fascistas que adiestrarlos y proporcionarles toda una tecnología de placeres? De hecho, algunos jóvenes acaban considerando placentero lo que en principio les parecían torturas y vejaciones. Y una vez tienen los cuerpos totalmente disciplinados – obedientes, complacientes, resignados – pasan a regular la población: administran la vida y la muerte. Todo ello a través del sexo que, en palabras de Foucault, es “acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie” 2 4 . Igual que la familia era el punto de anclaje entre el dispositivo de alianza y el de sexualidad, el sexo es el ámbito privilegiado para pasar del cuerpo-individuo a la economía de raza-especie y control de población. Es, en palabras de Foucault, la clave de la invidividualidad – ¡por eso se ha tenido que identificar sexo y verdad! – y a la vez lo que permite amaestrarla. Y una vez amaestrados los individuos – los niños de Saló – ya se puede operar políticamente, por ejemplo mediante campañas de moralización – di no a las drogas, si te pasas te lo pierdes – o de responsabilización – apaga la luz de tu cuarto, no vayas a contribuir al cambio climático. Disciplina y regulación a través del sexo, una vez el sexo se ha erigido en la verdad del sujeto.
Parece que el Pasolini de Saló, sin conocerlas, hace suyas las siguientes palabras de Foucault: “el nazismo fue sin duda la combinación más ingenua y más astuta de las fantasías de la sangre con los paroxismos de un poder disciplinario”. 2 5 Por redondear la idea: los cuerpos, su pura materialidad, se invadió directamente y se disciplinó, y ello mediante el elemento del “sexo”, una vez convertido en pieza fundamental del sujeto.
Pero, ¿cómo salir de Saló? ¿Cómo ir más allá? ¿Cómo evitar la barbarie? Foucault es más optimista que Pasolini, su solución apunta a los cuerpos y los placeres como punto de apoyo del contraataque, al cuidado de sí en lugar de la formulación del sexo-deseo que promete una liberación inexistente. Pasolini, en los últimos años de su vida, no ve salidas. Su melancolía se refleja en esa escena en que un comunista es asesinado por los fascistas cuando lo descubren haciendo el amor con una negra esclavizada por ellos. Eso sí: muere con el puño en alto y con toda la dignidad de la libertad y la transgresión. Como Foucault y Pasolini.
3. Epílogo: Bertolucci, o la práctica de la libertad
“El arte de vivir consiste en matar a la psicología,
crear consigo mismo y con los demás individualidades, seres, relaciones,
cualidades que no tengan nombre.
Si no se consigue hacer eso en la propia vida,
no me parece que merezca la pena ser vivida.”
(Michel Foucault, El cuidado de sí)
Reconozco que esto es un capricho. Con Eyes Wide Shut y Saló todavía tenía excusa: no es difícil utilizarlas, y además fructíferamente, para un trabajo sobre Foucault y sexualidad. Con El último tango en París lo tengo más difícil, lo sé. Pero esa última escena con Marlon Brando borracho, bailando patéticamente el último tango en una ciudad que nunca jamás volvería a ser la del amor, me tocó el alma. Qué desesperación, qué frustración, qué poca dignidad, qué ironía. Y esa Maria Schneider matando todos sus anhelos a sangre fría, condenándose a una vida insulsa a cambio de tranquilidad y confort, destrozando dos existencias de un mismo disparo: la suya y la de Brando, aunque este último seguramente estaba muerto desde el comienzo de la película. Y, de paso, ejecutando un disparo que condenaba a una Europa y un París todavía con la resaca del 68 a abandonar definitivamente las pocas ansias de libertad que le quedaban. Había triunfado el conformismo. Había sonado el último tango.
Por eso no me resisto a concluir sin Bertolucci. Heredero del buen hacer de Pasolini, con quien trabajó al principio de su carrera, no abandonaría los temas propios de su maestro: la revolución, la explotación, la resistencia. El último tango en París es un buen ejemplo de todos ellos, una venganza hacia los herederos estéticos del 68 – especialmente contra la nouvelle vogue, simbolizada en el novio pseudointelectual de la Schneider – y un canto desesperado y romántico hacia otro mundo que estaba condenado al fracaso.
Puestos a concederme licencias creativas, este último apartado, y que el lector me perdone, va a abandonar parcialmente las investigaciones foucaultianas para cederme durante unos párrafos el beneplácito de la creatividad. Y es que hasta ahora hemos hablado de cómo el poder ha utilizado el sexo para ejercer el control de las sociedades y los sujetos, pero no hemos hablado de cómo los sujetos pueden utilizar el sexo para la subversión y la resistencia. No digo, lo adelanto ya, que el sexo tenga que subordinarse a algún fin – v.g., la revolución – que se le considere superior. Digo simplemente que puede ser una buena trinchera si así lo queremos. También puede no serlo y no pasa nada. Pero si aceptamos que no hay mejor revolución que la que cambia conciencias, abre espacios de libertad y pequeñas vías de escape; si podemos abrir pequeñas grietas en el muro de la racionalidad establecida; si podemos construir un pequeño y frágil navío con el que abandonar la isla y explorar nuevos mundos, el sexo puede ser una buena herramienta. Porque, en definitiva, se trata de eso: pensar de otro modo, vivir de otro modo. Decir no para construirnos a nosotros mismos de forma distinta a lo siempre igual, a lo ya dado. Contra la sexualidad establecida y regulada, una nueva economía de los placeres y los cuerpos. ¿Por qué no?
Empieza la película. Un Marlon Brando hecho polvo, desecho, recorre destrozado una calle de un ruidoso y gris París. Es la viva imagen de Europa: taciturna, desencantada, decadente. Como el viejo continente, todos sus sueños se han visto destrozados con el paso del tiempo. El amor no es más que un mito condenado al fracaso, como la revolución del 68. En seguida, aparece en escena Maria Schneider: joven, pizpireta, hermosa. Las ruinas de la civilización, encarnadas en Brando, no han hecho todavía mella en la muchacha. Representa esa generación que, tras el derrumbe de la iconografía del 68 y sus promesas, llegaba al mundo sin más anhelos que disfrutar de una existencia cómoda y placentera. Ya no importa la revolución: no estamos en el mejor de los mundos, pero no hay otro mundo posible. Seguramente ningún póster del Che decoraría su habitación de estudiante; una generación pragmática, emprendedora pero realista, con ganas de vivir pero sin ganas de cambiar de vida. Además, luego lo descubriremos, tiene novio y es guapo y hace cine y le hace feliz. Algún día se casarán, tendrán un trabajo que no les hará ricos pero les permitirá pagar el piso y la educación de los niños, y envejecerán juntos. Nada más, ni nada menos.
A los diez minutos de metraje, Brando y Schneider coinciden en un piso por alquilar. Destartalado, desnudo, puro. Un espacio vacío en que confluyen, representados en los dos protagonistas, el fracaso de la revolución y el triunfo del conformismo. Y el deseo – pero no el deseo a la manera de Freud que tanto disgustaba a Foucault; sino otro deseo, también alojado en la psique humana y que seguramente es el único resorte de esperanza que nos queda: el deseo de transgresión – se apodera de la joven parisina. En un arrebato pasional, en esa habitación donde el tiempo y el espacio parecen no importar, Brando y Schneider hacen el amor. Sin concesiones ni preguntas. Ambos se traicionan un poquito: el primero, por volver a soñar; la segunda, por coquetear con lo prohibido, con el pasado, con la subversión.
En su segundo encuentro Brando marca las normas, que son por cierto bastante foucaultianas: sin nombres, sin historia, sin pasado ni presente. Brando pretende una desindividualización total de ambos protagonistas: no importan los sujetos – es más: pretende destruirlos, al atacar su biografía –; sólo importa el presente, detenido en ese habitáculo de creación sin límites donde dos personas sin máscara comparten su exhasperante soledad. “Venimos a olvidar, a olvidar todas las cosas, absolutamente todas; olvidaremos a las personas, todo lo que hemos hecho. Vamos a olvidarlo todo, absolutamente todo”, le dice Brando. Quiere olvidar. Quiere esconderse del absurdo de su vida, buscar una pureza sentimental que ya nunca podrá tener pero que bastará con desear, puesto que su alternativa es peor todavía. “Yo no podré”, le contesta Schneider. Claro que no podrá: le faltan unos 30 años de frustraciones y fracasos acumulados para llegar a ese nivel de desesperación. Todavía quiere creer en la vida y en su proyecto. No tengo mucho, piensa seguramente, pero tengo más que tú. Aún me quedan cosas por las que luchar; no son ideas, es cierto, ni metas demasiado ambiciosas. Pero tengo que buscar trabajo e ir al cine con mi novio, si me olvido de todo eso, ¿qué me queda? ¿un desconocido en una habitación más desconocida todavía?. “¿Tienes miedo?”, contesta Brando, anticipando el diagnóstico. Pues claro que tiene miedo; miedo de verse reflejada en el descompuesto rostro de su amante, miedo de descubrir que su mundo carece también de sentido. “No”, contesta, firme. Y vuelven a hacer el amor.
Y entonces el famoso fotograma: la joven y el viejo abrazados, desnudos, después de hacer el amor, frente a frente. Acaban riendo. “Tendré que inventar un nombre para ti”, le dice Schneider. “Durante mi vida me han puesto un millón de nombres y no deseo ninguno de ellos”, contesta Brando muy foucaultianamente. No quiere ser ningún sujeto definido. Por primera vez en su vida se ve libre en esa habitación, libre de hacer a voluntad todo lo que desee sin dar explicaciones a nada ni a nadie. Ha abandonado toda esperanza. Y esa habitación que detiene el tiempo ya no es una isla de la que es imposible salir: es un océano donde las únicas certezas las construyen dos personas, sus deseos y sus placeres. Ninguno de los dos necesita ya la verdad: les basta detener el tiempo y exprimirle el máximo jugo al momento sin ataduras ni obligaciones.
Y llegan las dudas. Tal vez no soy tan feliz como creía, piensa Schneider. Tal vez mi vida es una mierda. Tal vez me follo a este viejo precisamente por eso, porque necesito escapar, porque necesito huir, porque necesito crear. Porque necesito pensar de otro modo para seguir viviendo, porque lo otro ya no es vida: es rutina, es costumbre, es conformismo. Y Brando, más de lo mismo: tal vez, sólo tal vez, es posible que vuelva a enamorarme; que vuelva a sentir, que vuelva a desear, que vuelva a disfrutar. Tal vez ya no hay lugar para la revolución, de acuerdo, pero puede que lo haya para la resistencia: para pequeñas victorias, pequeñas venganzas, pequeños ajustes de cuentas. Tal vez disfruto siendo libre con ella, tal vez este es el no-lugar donde me autorrealizo. Tampoco es mucho, pero es más que una revolución que nunca llegará.
Y llegan las luchas. Son mundos incompatibles, los dos lo saben. Y de nuevo, las tinieblas y la lucha de poderes: víctima y verdugo intercambian papeles. Pero ya es tarde para separarse, están condenados a una eterna dialéctica de la que no saldrá ninguna sínstesis: unas veces ganará él, sodomizándola, poseyéndola, destruyéndola. Y ella necesitará ser destruida para seguir adelante, es ya demasiado fuerte esa atracción que se ha alojado en su interior, que no puede rechazar. Otras veces será ella la que lo domine: también la vieja europa del progreso debe ceder ante el paso del tiempo. “Siempre estás asustada”, le dice justo antes de la escena que perturbaría durante años a una España puritana y fácilmente impresionable. Descubre quién eres de una vez, o mejor aún, niégate para descubrir que no eres nada. Trae la mantequilla. “Familia, dais asco, me cago en todos vosotros... La libertad es aniquilada por el egoísmo”. Es la venganza particular de Brando hacia los valores que siempre ha odiado y que ahora se restituyen sin ningún agravio en los anhelos de su joven enamorada. Tras el 68, todo ha cambiado para que nada cambie.
Y tras un tiempo, ya no tienen miedo. Van abandonando sus fantasmas. Él es cada vez menos un producto de su pasado. Ella ya no le teme ni a él ni a su vida. Ambos se han vengado juntos del mundo: Brando, de un mundo que no le da nada de lo que le prometió. Ella, de un mundo que no le promete nada. Ambos se han despojado de lo que creían conocer para empezar de nuevo en cuatro paredes llenas de moho.
Y por fin, el baile. Esta vez con nombres. Ya han vuelto a ser sujetos. Craso error. Se han etiquetado, se han contado su historia, se conocen. Sujeto viene de sujeción, ya se sabe. Ya no son libres. ¿Lo peor de todo?: que han visto que esos retazos de libertad eran momentáneos y efímeros.
Sin embargo, aún estaban a tiempo. Podían huir al océano y explorar juntos un mundo imaginario que les satisfaciera más que el que ambos conocían. Pero ya no hay valor. Ya no es tiempo de héroes. El 68 ha desaparecido a todos los efectos. Y ella, que ya conoce a su enamorado, que es algo más que una quimera imaginaria, algo más que una válvula de escape y algo más que un pasatiempo donde jugar a satisfacer sus deseos más profundos..., ella dispara. Ese algo la amenaza, y tiene que matarlo, alejarlo de su mente, expulsarlo de su existencia atada y bien atada. Y vuelve a disparar. Fin.
Pero una vez fue feliz. Amaba sin reglas ni normas. Podía crear en libertad. Podía revolucionarse a sí misma. En esa pequeña habitación se estaba jugando el destino del mundo. El sexo permitía olvidarlo todo y empezar de cero, rendirse y ceder a las imposiciones del sistema o rebelarse desesperadamente disfrutando de un presente que no suele dejarse disfrutar.
Ya no es tiempo de tangos. Ya nadie llora por amor en París. Pero, gracias a Foucault, uno descubre que un poco de valor para pensar de otro modo basta para llenar el corazón de los inconformistas. Brindemos por ello.
Notas1 Subrayemos por adelantado que si Kubrick centra su historia en una familia burguesa, no lo hace porque quiera retratar, al estilo de Buñuel, el modelo de vida burgués, reduciendo su análisis a una sola clase social. Antes bien, el matrimonio Harford le sirve a Kubrick como paradigma y modelo del modelo familiar que, aunque burgués en origen, ha sido extrapolado a todo el cuerpo social. El matrimonio Harford no simboliza la familia burguesa; es el modelo de familia occidental y monogámica que se ha generalizado en el mundo desarrollado.
2 La reiteración del término sexualidad puede inducirnos a error. La sexualidad, dice Foucault, es en toda época un producto del poder. Pero la importancia que a partir del s.XVIII se le otorga socialmente, hace que podamos referirnos por sexualidad al modo de concebir cierto ámbito del ser humano desde la modernidad hasta nuestro días.
3 Foucault, M. Historia de la sexualidad, I: La voluntad de saber, edición a cargo de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, ed. s.XXI (Madrid), pág. 113
4 “El dispositivo de alianza (...) perdió importancia a medida que los procesos económicos y las estructuras políticas dejaron de hallar en él un instrumento adecuado o un soporte suficiente” Íbid. pág. 112
5 Baste por el momento esta breve mención, puesto que el análisis del biopoder y las sociedades disciplinares se abordará en el siguiente apartado, cuando hablemos de Saló.
6 “La familia es el intercambiador de la sexualidad y de la alianza: transporta la ley y la dimensión de lo jurídico hasta el dispositivo de sexulidad; y transporta la economía del placer y la intensidad de las sensaciones hasta el régimen de la alianza” Íbid. Pág. 114
7 Kubrick murió antes de que se realizara el montaje final.
8 Es conocida la influencia del psicoananalista suizo en la obra de Kubrick, especialmente esta noción suya de sombra.
9 " Cuando un individuo hace un intento para ver su sombra, se da cuenta (y a veces se avergüenza) de cualidades e impulsos que niega en sí mismo, pero que puede ver claramente en otras personas, cosas tales como egotismo, pereza mental y sensiblería; fantasías, planes e intrigas irreales; negligencia y cobardía; apetíto desordenado de dinero y posesiones..." VON FRANZ, Marie Louise, en el libro de Jung y otros autores, El Hombre y sus Símbolos, Ed. Aguilar, Madrid, 2ª edición, pág. 168.
1 0 Citas entrecomilladas extraídas de Foucault, M. Historia de la sexualidad, I: La voluntad de saber, edición a cargo de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, ed. s.XXI (Madrid), pág. 115
1 1 Íbid. pág. 66
1 2 Íbid . pág. 66 y 67
1 3 “Dos modalidades de producción de lo verdadero: los procedimientos de la confesión y la discursividad científica” Íbid. pág. 68. Observamos, pues, el estrecho vínculo entre verdad y confesión. La verdad, en este sentido, se construye y produce gracias a la confesión.
1 4 Íbid . pág. 73. Y un poco más alante aducirá: “le pedimos que diga nuestra verdad o, mejor, le pedimos que diga la verdad profundamente enterrada de esa verdad de nosotros mismos que creemos poseer en la inmediatez de la conciencia. Le decimos su verdad, descifrando lo que él nos dice de ella; él nos dice la nuestra liberando lo que se esquiva”. El subrayado es mío.
1 5 Íbid . pág. 169
1 6 Cuesta concebir como moralista a un hombre como Pasolini, bastante aficionado a la prostitución y a los jóvenes mancebos.
1 7 Foucault, M. Historia de la sexualidad, I: La voluntad de saber, edición a cargo de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, ed. s.XXI (Madrid), pág. 150
1 8 Íbid. pág. 145
1 9 Íbid. pág. 147
2 0 Los cuatro fascistas de Saló, por cierto, forman un irónico y acertado elenco de los verdaderos poderes fácticos del occidente neocapitalista: un banquero, un cura, un político y un juez.
2 1 Nietzsche es otra de las influencias clave de Saló, especialmente la desvirtuada e interesada interpretación fascista de la voluntad de poder y la utilización de la masa como rebaño.
2 2 “Éste – el biopoder – no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos” Foucault, M. Historia de la sexualidad, I: La voluntad de saber, edición a cargo de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, ed. s.XXI (Madrid), pág. 149
2 3 Íbid. pág. 154
2 4 Íbid. pág. 154 y 155
2 5 Íbid. pág. 158 y 159
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