Agridulce
Mar de Historias
Cristina Pacheco
El viaje desde el restorán en Echegaray hasta el asilo en Azcapotzalco fue largo. Durante todo el camino don Pablo fingió dormir. El truco lo salvó de una conversación forzada, pero no le evitó escuchar lo que decían su hijo Roberto y su esposa Belinda:
–¿Crees que mi padre se ofendió?
–No, pero hubiera sido mejor que discutieran lo del dinero otro día.
–¿Cuándo? Mis hermanos y yo nunca estamos juntos y, si aprueban la ley, la responsabilidad será de todos. ¿Qué te pareció el restorán?
–Es bueno, pero el año próximo deberíamos llevar a tu padre a uno mexicano. Creo que a don Pablo la comida china no le gustó.
–Lo vi comer muy bien.
–¿Cuándo? Mi suegro apenas si probó el agridulce de camarones. –Belinda hurga en su bolsa– ¿Recogiste la nota?
–La metí en mi cartera. Sergio y Rolando dijeron que luego me pasaban su parte. ¿Se lo recuerdas por teléfono mañana tempranito? No quiero que se hagan los locos. La cuenta estuvo muy alta.
–Porque pediste dos botellas de vino.
–No olvides que mi padre está cumpliendo 79 años. Son muchos, ¿no?
–¿Te gustaría que llegáramos a esa edad?
–Pst, no hables tan fuerte; vas a despertarlo.
–No, tu papá está bien dormido; se le subieron las copas. Tomó bastante.
–Cómo no, si a cada rato le servías.
–Él me lo pidió, ¿qué iba a hacer? –Belinda bosteza– Estaba desatado. Hasta salió a la terraza para fumarse un cigarro.
–No sé por qué, sabe que le hace daño. Los hospitales están carísimos. Acuérdate de en cuánto nos salió la última vez que lo internamos.
–Exageras, por un cigarro no va a recaer. –Belinda chasquea los dedos– Ay, se nos olvidó comprarle sus pañales.
–¿Qué hago? ¿Me detengo en un Oxxo?
–¡Estás loco! Allí salen al doble. Mejor pasamos a la farmacia. Dame 300 pesos.
–¿Tanto?
–La caja cuesta 60. Voy a comprarle cinco para que le duren por lo menos unos 15 días.
–¿Los usa diario?
–Ay, ¡no sé! Y no pienso preguntárselo. –Belinda sale del auto– No te estaciones aquí. Estás obstruyendo la rampa para discapacitados y los de las grúas andan como fieras.
–Lo único que me falta es terminar este día dándole mordida a uno de tránsito. –Oye la tos de su padre y se vuelve a mirarlo– Te echaste tu buena siestecita. Dime, ¿estuviste a gusto en tu comida?
II
Don Pablo baja, se despide y permanece inmóvil hasta que el coche se confunde con otros automóviles en la avenida. Al meter la llave para abrir el portón del asilo ve las bolsas con las cajas de pañales junto a sus pies. Se ruboriza y los ojos se le llenan de lágrimas. Entra. Escucha pasos que se acercan y se enjuga con el dorso de la mano.
–Don Pablo, ¿por qué tan tempranito? Es su cumpleaños. Pensé que lo veríamos hasta la noche. –Emérita repara en las bolsas–. Uf, ¡cuántas! ¿Fue su regalo?
Don Pablo está habituado a la curiosidad y las ironías de Emérita, pero esta vez lo irritan y apenas logra disimularlo:
–La comida con todos mis hijos y mis nietos fue mi regalo.
–¿Qué comió?
–Chino.
–¿Estuvo bueno?
–Creo que sí, pero yo sólo probé los camarones agridulces–. Oye el suspiro de Emérita: –¿En quién está pensando?
–En que usted es una persona muy afortunada. Sus hijos lo procuran; en cambio a mí, ¿sabe cuánto hace que no vienen a visitarme? Desde principios de año. ¿Creerá que ni siquiera han vuelto a llamarme por teléfono? Se imaginan que con pagar mis mensualidades aquí ya cumplieron conmigo.
Don Pablo recuerda la discusión en la sobremesa después de que Roberto comentó la noticia: “En la Cámara van a discutir si los hijos deben ocuparse de la completa manutención de sus padres y abuelos cuando ellos estén imposibilitados de hacerlo por sí mismos. ¿Qué les parece?” Yamilé, la esposa de Sergio, sacó sus conclusiones: “Rarito. No se trata de que los hijos les correspondamos a nuestros padres lo que hicieron por nosotros, sino de ahorrarle al sistema de salud lo que le cuestan los viejos.”
Alina dijo que ella y Rolando, por más que lo ordenara la ley, aunque quisieran no podrían cargar con esa responsabilidad: “Tenemos muchas obligaciones: la gasolina; la comida, que cada día está más cara; el gas, la luz, las mensualidades del departamento, las tenencias, las verificaciones. Todo eso significa un dineral. ¿De dónde sacaríamos para sostener a mis papás, que gracias a Dios aún me viven, y a don Pablo? Les juro que cuando nos toca pagar lo de su asilo nos desfalcamos.”
Belinda aprovechó para mirar de reojo el plato intacto de su suegro: “No vaya a dejarme los camarones porque no nos los regalaron”: Don Pablo recuerda la textura gelatinosa y el sabor agridulce del platillo y siente las mismas náuseas que experimentó cuando se puso a masticar por obligación, como un niño ante la vigilancia de sus mayores. En aquel momento le hubiera gustado tirar de un manotazo todos los platos y salir huyendo. Pero ¿adónde? Sólo tenía dos posibilidades: el asilo o la calle, y ni un centavo en la bolsa.
Sergio intervino de manera indirecta. Habló de la recesión en Estados Unidos y sus consecuencias en México –inclusive citó la fuente: CNN–, mencionó el incontenible envejecimiento de las poblaciones y terminó sentencioso: “Para mí la bronca no está en decidir si los hijos tienen las mismas responsabilidades que sus padres tuvieron con ellos, sino que en México no hay cultura del ahorro. A uno, desde chico, deberían decirle que tiene que garantizarse el sustento para su vejez.”
Don Pablo reconoce que Sergio tuvo razón, pero se pregunta si él, como eterno empleado de ferreterías y luego como dueño de negocitos que siempre fracasaron, tuvo oportunidad de ahorrar. El poco dinero que ganaba lo invirtió en darles a sus tres hijos techo, comida, escuela, atención médica. Nunca se atrevió a distraer de su sueldo o de sus ganancias una cantidad para llevar de vacaciones a Rosa, su mujer, que en paz descanse. Sus paseos eran a lugares gratuitos, como Chapultepec, y a festivales en la delegación o en las parroquias.
Se arrepiente de no habérselo dicho a su familia cuando Roberto lo involucró por única vez en la conversación: “No es por nada, papá, pero creo que tú y mi madre hicieron muy mal en no ahorrar ni enseñarnos a hacerlo. Entiéndeme: no es que nos pese darte lo del asilo y para tus gastos, pero te sentirías mucho mejor siendo independiente.”
Belinda advirtió la expresión resentida de su suegro: “No hablemos de eso hoy que estamos festejando. Tenemos que celebrar que don Pablo haya llegado a esta edad fuerte, lúcido y con una familia; no como otros pobres viejos a quienes abandonan en la calle o los refunden en un asilo y jamás vuelven a verlos. Nosotros, con sacrificios o como sea, no dejamos de visitarlo por lo menos cada mes. Ándele suegro, anímese y díganos unas palabras.”
Don Pablo comprendió que Belinda y los demás esperaban un discurso de agradecimiento. Era lo menos que merecían por pagar 3 mil pesos mensuales en el asilo y por comprarle tres mudas de ropa y unos zapatos al año. La última vez que le obsequiaron un traje fue el día en que su nieta Jade se recibió de técnica en sistemas, en 2003. No se los reprochaba, porque él mismo les había pedido que ya no le compraran otro: en sus circunstancias y a su edad era un desperdicio gastar en un traje.
El discurso de agradecimiento quedó resumido en una frase que despertó la hilaridad de hijos y nueras, y los suspiros de alivio de sus nietos: “Gracias por todo. ¿Quién me lleva al asilo?” Sergio tomó la palabra enseguida: “Que te lleve Roberto”. Rolando estuvo de acuerdo: “Sí, su coche es grande y viajarás más cómodo.”
En la puerta del restorán Yamilé sugirió que todos posaran para tomarles una foto de grupo: “Suegro, regáleme una sonrisita o diga güisqui. Así, así. ¡Qué lindo se ve mi bebé!” En aquel momento don Pablo sintió más fuerte el sabor agridulce en la boca y un ansia incontenible de regresar al asilo.
III
Tiene la radio encendida pero la música no impide que recuerde las confesiones de Emérita. Don Pablo siente lástima por el abandono en que la tienen sus hijos; a él, en cambio, los suyos lo visitan, le compran ropa y le celebran sus cumpleaños. No hay ley que los obligue, lo hacen porque lo consideran un deber. “Ojalá que también sea por amor”. Después de escuchar la conversación entre Sergio y Alina tiene sus dudas. En cambio, está seguro de que, si cumple los 80, lo invitarán a comer. Espera que el banquete no le deje un sabor agridulce en la boca y nadie vuelva a llamarle “mi bebé”.
Sunday, June 29, 2008
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