Mar de Historias
Cristina Pacheco
Angelina se detiene ante el puesto de periódicos y mira las fotografías de las muchachas y los jóvenes que murieron en el antro News Divine. A estas horas ya están sepultados, pero en las imágenes sus cuerpos siguen rígidos, tendidos a media calle y cubiertos con sábanas blancas. Cerca quedaron un tenis nuevo, una zapatilla jaspeada, un monedero rojo que tal vez guarde boletos del Metro y una llave. “No llegues tarde como la otra vez”.
Esos objetos tan comunes la llevan a imaginarse la cantidad de sentimientos que debieron experimentar esos muchachos en los minutos previos a su muerte: sorpresa, incredulidad, sofoco, angustia, terror.
Angelina se estremece sólo de pensar en qué habría sentido ella si se hubiera visto en la necesidad de reconocer bajo la sábana blanca a alguno de sus hijos. Le da gracias a Dios de que ni Lucila ni Sergio estén ya en edad de asistir a los antros, pero le preocupa Raziel. En los fines de semana que no lo contratan para ser chambelán de quinceañeras, trabaja como cadenero en un lugar semejante al News Divine.
A ella nunca le agradó que su hijo aceptara esa ocupación tan fatigosa y mal pagada. Ahora, después de lo que sucedió, la aborrece porque sabe cuán peligrosa puede ser. Hará a Raziel prometerle que nunca más se empleará de cadenero. Prefiere que se vaya a las talachas o a cargar bultos en los mercados que verlo controlar la entrada a las puertas de un antro.
En las páginas centrales de un periódico Angelina ve otras fotografías del News Divine. Entre más las observa menos comprende cómo pudieron caber en un espacio tan reducido cientos de jóvenes ansiosos de divertirse, tocarse, celebrar el fin de cursos. “Se me pasó bien rápido el semestre”. Menos logra imaginarse cómo será de ahora en adelante la vida de los padres y los hermanos de las víctimas; lo que sentirán al ver las sábanas blancas en sus camas vacías, sus ropas colgadas, sus mochilas, sus celulares donde tal vez quedaron mensajes. “¿Nos vemos el viernes en el News?”
En el ángulo inferior de la página observa la imagen de las escaleras blancas, estrechas y sin barandal que conducían a la planta alta del News Divine. Le viene a la cabeza algo de lo que leyó en algunas crónicas de la tragedia en la Nueva Atzacoalco. “Me dijo que se iba con sus amigos a comer pizza”… “Subimos para ver si encontrábamos a nuestros amigos en la parte de arriba”… “Pensamos que regresaría como a las 10”… “Habrá un operativo, conserven la calma: salgan en orden”… “Nos alegramos cuando oímos que la entrada sería gratuita el próximo viernes”... “Apaguen las luces y el aire acondicionado”… “Los policías ya no nos permitieron salir”... “Desde la inspección inicial notamos que la única puerta de emergencia estaba clausurada con cajas de cerveza”... “Sentí mucho calor y miedo porque casi no podía respirar”… “La joven de l6 años cayó y rodó por las escaleras”… “Los muchachos que trataban de salvar sus vidas le pasaron por encima”… “Le gritábamos: ‘¡No te duermas, no te duermas!’”... “Los policías nos dieron de garrotazos”...
“¡Espérame!, gritaba mi amiga, pero después ya no la vi”… “Hijas de la chingada, culeras, súbanse al camión de una vez”... “En el Ministerio Público nos hicieron quitarnos la ropa y dar vueltas con los brazos en alto”.
De todo lo que ha estado leyendo sobre la tragedia hay un dato que obsesiona a Angelina: “Uno de los 12 fallecidos trabajaba como cadenero.” Desde que la leyó no ha dejado de identificarse con la madre de ese muchacho. Quizás su hijo haya tenido la misma edad y los mismos sueños que Raziel.
Angelina se alegra al pensar que el próximo domingo Raziel irá a visitarla a su casa. El gesto de dicha se le amarga cuando recuerda que los cuartos que le fincó Bruno, en paz descanse, ya no son tan suyos. Es una desgracia, pero algo insignificante en comparación con la que sufren los familiares de las víctimas. “Le dimos permiso porque nunca nos imaginamos que del baile la sacarían muerta”. Nadie habla de otra cosa, ni siquiera Rolando, que es tan apático.
II
Rolando es su yerno, el esposo de Lucila. Viven con ella desde que Angelina enviudó. Le dijeron que permanecerían a su lado mientras lograba superar el dolor de la pérdida. De eso han pasado ya cinco años y Lucila y Rolando siguen allí. En ese tiempo se han ido adueñando de todos los espacios hasta dejarle sólo un cuarto, y sus relaciones, que nunca fueron buenas, se han vuelto muy difíciles.
Los esposos discuten a cada rato. Lucila le reclama a su marido que sea incapaz de conseguirse un buen empleo para que la libere de trabajar en la pollería. Él le responde con acusaciones y burlas. Angelina procura mantenerse ajena a esos conflictos y sólo interviene cuando la pareja está a punto de llegar a las manos. Entonces su hija la tacha de meter cizaña entre ella y Rolando: “Como tú estás sola te molesta que yo tenga marido.”
Angelina no puede menos que echarse a llorar.
Rolando se conmueve pero su hija no: llama a su madre “malagradecida” por no reconocerles el sacrificio que hacen viviendo con ella; jura que pronto se irán y entonces Angelina sabrá lo que es la soledad, porque de sus otros hijos, Sergio y Raziel, no debe esperar nada.
Angelina huye a su cuarto y allí se queda sin atreverse a encender la luz, esperando el momento en que todo vuelva a quedar en calma. Mientras llega, reflexiona y acaba por comprender que la agresividad entre la pareja es irritación por su presencia. Les estorba y si pudieran la enviarían a un asilo. No le extraña que su yerno lo piense, sino que su hija lo secunde. Angelina interpreta esa adhesión como un señal de desamor.
III
Para evitarse las malas caras, las discusiones y las amenazas, Angelina sale temprano y permanece lo más posible fuera de su casa. Tiene un buen pretexto: vender todas las gelatinas que prepara en su cuarto. Las ventas son tan malas que acaba por rematarlas en los alrededores de las escuelas, pero hay días en que ni ese recurso la favorece.
Cuando vuelve, por lo general encuentra la casa sola; pero si de casualidad están allí Rolando y Lucila, pasa de largo a su refugio sin que ninguno de los dos le pregunte cómo le fue o si quiere acompañarlos a la mesa. Cena en su cuarto un pan dulce o un tamalito que compra afuera de la iglesia. Mientras come recuerda las conversaciones que sostenía con Bruno. Era 14 años mayor que ella. Convencido de que moriría antes, quiso dejarle la casa que él mismo construyó para que tuvieran un techo seguro ella y sus tres hijos.
Sergio no la visita porque le falta tiempo: es chofer de un chimeco y los domingos atiende unos baños públicos. Su esposa, Clara, antes le llevaba a sus nietos, pero dejó de hacerlo cuando Lucila le dijo, medio en broma, que de seguro sus visitas eran un plan para convencer a doña Angelina de que les heredara la casa a los niños.
Desde que Lucila y Rolando viven con ella, Raziel la frecuenta muy poco. Ella le habla por teléfono a la agencia de chambelanes. A veces tiene la suerte de encontrarlo y aunque esté a mitad de un vals su hijo acude a contestarle. En la última conversación le prometió que iría a visitarla el próximo domingo.
Espera con ansia el momento de verlo y arrancarle la promesa de que nunca volverá a trabajar como cadenero en un antro. Que le haga la lucha en otra cosa, aunque gane menos, con tal de que no se exponga a ningún peligro.
Angelina sabe que hace tiempo su hijo menor tenía planeado irse a Estados Unidos, y teme que vuelva a pensarlo cuando ella le pida que ya no trabaje de cadenero. La idea de que en ese caso dejaría de verlo le causa mucho dolor. Piensa otra vez en los padres de los muertos en el News Divine, en lo que sentirán sus padres cuando vean las sábanas blancas sobre las camas vacías.
Tal vez para consolarse, esos padres imaginen que sus hijos están haciendo un viaje muy largo del que algún día regresarán. Ella lo pensaba cuando Bruno murió. Lo sigue haciendo, pero ya no lo espera. La vida de los pobres, concluye Angelina, se parece al túnel que se formó en el News Divine: unos los empujan para expulsarlos, otros les cierran todas las puertas para no dejarlos salir y el resultado es el agobio y la asfixia.
Esos objetos tan comunes la llevan a imaginarse la cantidad de sentimientos que debieron experimentar esos muchachos en los minutos previos a su muerte: sorpresa, incredulidad, sofoco, angustia, terror.
Angelina se estremece sólo de pensar en qué habría sentido ella si se hubiera visto en la necesidad de reconocer bajo la sábana blanca a alguno de sus hijos. Le da gracias a Dios de que ni Lucila ni Sergio estén ya en edad de asistir a los antros, pero le preocupa Raziel. En los fines de semana que no lo contratan para ser chambelán de quinceañeras, trabaja como cadenero en un lugar semejante al News Divine.
A ella nunca le agradó que su hijo aceptara esa ocupación tan fatigosa y mal pagada. Ahora, después de lo que sucedió, la aborrece porque sabe cuán peligrosa puede ser. Hará a Raziel prometerle que nunca más se empleará de cadenero. Prefiere que se vaya a las talachas o a cargar bultos en los mercados que verlo controlar la entrada a las puertas de un antro.
En las páginas centrales de un periódico Angelina ve otras fotografías del News Divine. Entre más las observa menos comprende cómo pudieron caber en un espacio tan reducido cientos de jóvenes ansiosos de divertirse, tocarse, celebrar el fin de cursos. “Se me pasó bien rápido el semestre”. Menos logra imaginarse cómo será de ahora en adelante la vida de los padres y los hermanos de las víctimas; lo que sentirán al ver las sábanas blancas en sus camas vacías, sus ropas colgadas, sus mochilas, sus celulares donde tal vez quedaron mensajes. “¿Nos vemos el viernes en el News?”
En el ángulo inferior de la página observa la imagen de las escaleras blancas, estrechas y sin barandal que conducían a la planta alta del News Divine. Le viene a la cabeza algo de lo que leyó en algunas crónicas de la tragedia en la Nueva Atzacoalco. “Me dijo que se iba con sus amigos a comer pizza”… “Subimos para ver si encontrábamos a nuestros amigos en la parte de arriba”… “Pensamos que regresaría como a las 10”… “Habrá un operativo, conserven la calma: salgan en orden”… “Nos alegramos cuando oímos que la entrada sería gratuita el próximo viernes”... “Apaguen las luces y el aire acondicionado”… “Los policías ya no nos permitieron salir”... “Desde la inspección inicial notamos que la única puerta de emergencia estaba clausurada con cajas de cerveza”... “Sentí mucho calor y miedo porque casi no podía respirar”… “La joven de l6 años cayó y rodó por las escaleras”… “Los muchachos que trataban de salvar sus vidas le pasaron por encima”… “Le gritábamos: ‘¡No te duermas, no te duermas!’”... “Los policías nos dieron de garrotazos”...
“¡Espérame!, gritaba mi amiga, pero después ya no la vi”… “Hijas de la chingada, culeras, súbanse al camión de una vez”... “En el Ministerio Público nos hicieron quitarnos la ropa y dar vueltas con los brazos en alto”.
De todo lo que ha estado leyendo sobre la tragedia hay un dato que obsesiona a Angelina: “Uno de los 12 fallecidos trabajaba como cadenero.” Desde que la leyó no ha dejado de identificarse con la madre de ese muchacho. Quizás su hijo haya tenido la misma edad y los mismos sueños que Raziel.
Angelina se alegra al pensar que el próximo domingo Raziel irá a visitarla a su casa. El gesto de dicha se le amarga cuando recuerda que los cuartos que le fincó Bruno, en paz descanse, ya no son tan suyos. Es una desgracia, pero algo insignificante en comparación con la que sufren los familiares de las víctimas. “Le dimos permiso porque nunca nos imaginamos que del baile la sacarían muerta”. Nadie habla de otra cosa, ni siquiera Rolando, que es tan apático.
II
Rolando es su yerno, el esposo de Lucila. Viven con ella desde que Angelina enviudó. Le dijeron que permanecerían a su lado mientras lograba superar el dolor de la pérdida. De eso han pasado ya cinco años y Lucila y Rolando siguen allí. En ese tiempo se han ido adueñando de todos los espacios hasta dejarle sólo un cuarto, y sus relaciones, que nunca fueron buenas, se han vuelto muy difíciles.
Los esposos discuten a cada rato. Lucila le reclama a su marido que sea incapaz de conseguirse un buen empleo para que la libere de trabajar en la pollería. Él le responde con acusaciones y burlas. Angelina procura mantenerse ajena a esos conflictos y sólo interviene cuando la pareja está a punto de llegar a las manos. Entonces su hija la tacha de meter cizaña entre ella y Rolando: “Como tú estás sola te molesta que yo tenga marido.”
Angelina no puede menos que echarse a llorar.
Rolando se conmueve pero su hija no: llama a su madre “malagradecida” por no reconocerles el sacrificio que hacen viviendo con ella; jura que pronto se irán y entonces Angelina sabrá lo que es la soledad, porque de sus otros hijos, Sergio y Raziel, no debe esperar nada.
Angelina huye a su cuarto y allí se queda sin atreverse a encender la luz, esperando el momento en que todo vuelva a quedar en calma. Mientras llega, reflexiona y acaba por comprender que la agresividad entre la pareja es irritación por su presencia. Les estorba y si pudieran la enviarían a un asilo. No le extraña que su yerno lo piense, sino que su hija lo secunde. Angelina interpreta esa adhesión como un señal de desamor.
III
Para evitarse las malas caras, las discusiones y las amenazas, Angelina sale temprano y permanece lo más posible fuera de su casa. Tiene un buen pretexto: vender todas las gelatinas que prepara en su cuarto. Las ventas son tan malas que acaba por rematarlas en los alrededores de las escuelas, pero hay días en que ni ese recurso la favorece.
Cuando vuelve, por lo general encuentra la casa sola; pero si de casualidad están allí Rolando y Lucila, pasa de largo a su refugio sin que ninguno de los dos le pregunte cómo le fue o si quiere acompañarlos a la mesa. Cena en su cuarto un pan dulce o un tamalito que compra afuera de la iglesia. Mientras come recuerda las conversaciones que sostenía con Bruno. Era 14 años mayor que ella. Convencido de que moriría antes, quiso dejarle la casa que él mismo construyó para que tuvieran un techo seguro ella y sus tres hijos.
Sergio no la visita porque le falta tiempo: es chofer de un chimeco y los domingos atiende unos baños públicos. Su esposa, Clara, antes le llevaba a sus nietos, pero dejó de hacerlo cuando Lucila le dijo, medio en broma, que de seguro sus visitas eran un plan para convencer a doña Angelina de que les heredara la casa a los niños.
Desde que Lucila y Rolando viven con ella, Raziel la frecuenta muy poco. Ella le habla por teléfono a la agencia de chambelanes. A veces tiene la suerte de encontrarlo y aunque esté a mitad de un vals su hijo acude a contestarle. En la última conversación le prometió que iría a visitarla el próximo domingo.
Espera con ansia el momento de verlo y arrancarle la promesa de que nunca volverá a trabajar como cadenero en un antro. Que le haga la lucha en otra cosa, aunque gane menos, con tal de que no se exponga a ningún peligro.
Angelina sabe que hace tiempo su hijo menor tenía planeado irse a Estados Unidos, y teme que vuelva a pensarlo cuando ella le pida que ya no trabaje de cadenero. La idea de que en ese caso dejaría de verlo le causa mucho dolor. Piensa otra vez en los padres de los muertos en el News Divine, en lo que sentirán sus padres cuando vean las sábanas blancas sobre las camas vacías.
Tal vez para consolarse, esos padres imaginen que sus hijos están haciendo un viaje muy largo del que algún día regresarán. Ella lo pensaba cuando Bruno murió. Lo sigue haciendo, pero ya no lo espera. La vida de los pobres, concluye Angelina, se parece al túnel que se formó en el News Divine: unos los empujan para expulsarlos, otros les cierran todas las puertas para no dejarlos salir y el resultado es el agobio y la asfixia.
1 comment:
Hi, glom me on lisachu
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