Mar de Historias
Cristina Pacheco
El cielo se oscurece repentinamente. La lluvia se aproxima. Carmen observa la fila que la antecede y suspira con desánimo. Lleva 15 minutos esperando a que llegue el microbús y quién sabe cuánto más se prolongará su espera.
Piensa en la ropa que esa mañana dejó en el tendedero. Confía en poder descolgarla antes de que llueva. De otro modo, tendrá que secar a plancha el uniforme de Karina: si no se presenta de blanco le prohibirán la entrada a la escuela. Carmen detesta imaginarse a su hija sola en la casa o deambulando expuesta a los peligros de la calle en vez de estar en clases.
Los estudios serán la única herencia que le dejará a Karina. En cuanto pueda va a inscribirla en cursos de inglés y de computación. “Las llaves del mundo”, dice el anuncio que ve al llegar y salir de la fábrica. Su labor consiste en hacerles los dobleces y ponerles los alfileres a las camisas recién hechas.
La suya es una tarea monótona y muy delicada. Si por accidente se pica un dedo y mancha de sangre la tela, le cobran la prenda. Carmen no se queja. Le da gracias a Dios de tener trabajo y un sueldo seguro. Hace dos años que no recibe aumento y no se atreve a reclamarlo por miedo a que la despidan. Entonces, ¿quién pagaría sus gastos y los de su hija?
Carmen siente una gota en la frente. Si llueve, el viaje hasta su casa será más tardado. Piensa otra vez en la ropa tendida en la azotea, en el uniforme de Karina, en sus temores de no poder sostenerle los estudios hasta que obtenga un título. Aunque falta mucho para eso debe tomar previsiones porque el tiempo se va volando. Parece que fue ayer cuando inscribió a su hija en cuarto año y en dos semanas saldrá de clases. Tendrá que buscarle un curso de verano.
El año pasado la inscribió en el que organizaron en el municipio. Las clases empezaban a las 10 de la mañana, tres horas después de que Carmen sale rumbo a su trabajo, y concluían a la una, siete horas antes de que llegue a su casa. Ese horario tan inconveniente y lo poco que aprendió Karina durante el curso la hicieron decidir que este verano la inscribiría en otro. Lo malo es que todos le resultan caros.
Por esta ocasión podría recurrir a Ernesto. Es el padre de la niña; jamás se ha ocupado ella y es hora de que lo haga. Desiste de inmediato al recordar su último encuentro hace dos años.
II
Para localizar a Ernesto tuvo que ir a los lugares que habían frecuentado juntos y entrevistarse con algunos de sus antiguos conocidos. El único que le dio una pista fue Reyes: “Me lo encontré un jueves atendiendo un puesto en el mercado de la San Felipe, nomás que de esto hace tiempo y quién sabe si él siga trabajando allí. Ya lo conoces: es muy inquieto. Se queda un rato en una chamba, luego se aburre y la deja.”
Carmen pensó que a Ernesto se le despertaría el instinto paterno al ver a su hija. Compró un vestido para la niña, se tiñó el cabello y le pidió permiso al señor Ocampo, el jefe de personal, para faltar a la fábrica el jueves.
“¿Por qué entre semana?” Ella le explicó que sólo esos días era posible hacer el trámite que iba a realizar. Ocampo accedió de mala gana, le aseguró que no estaba dispuesto a permitirle otras faltas y le advirtió que iba a descontarle el día. El recuerdo de lo que significó para ella perder 49 pesos en su presupuesto la oprime. Pero la angustia aún más recordar su encuentro con Ernesto.
III
Eran las 11 de la mañana cuando ella y Karina llegaron al mercado repleto de compradores. Ante las interminables hileras de puestos su hija le preguntó qué le iba a comprar y ella lamentó no haberle pedido informes más precisos a Reyes.
Con su hija de la mano, se puso a recorrer el mercado y a preguntar por Ernesto en todos los comercios. La contestación era la misma: “Aquí somos muchos. Como nos vemos sólo una vez a la semana nos tratamos muy por encimita. Más que de nombre nos conocemos por el apodo. Al señor que busca ¿le dicen de alguna manera?” Carmen lo ignoraba. Siguió su búsqueda bajo el calor, a ciegas, seguida de la niña, que insistía en detenerse frente a cada puesto.
Cuando estaba a punto de renunciar a la pesquisa vio a Ernesto conversando con un hombre de larga cabellera entrecana. Se inclinó para decirle a Karina: “aquel señor de camiseta negra es tu papá. ¿Ya no te acuerdas de él?” Sin esperar la respuesta de su hija le apretó la mano con fuerza y se dirigió hacia donde estaba Ernesto. Al verla, su sonrisa desapareció: “Quihubo, ¿qué andas haciendo por aquí?”
La pregunta estaba cargada de impaciencia. Carmen fingió no darse cuenta porque quizá no tendría otra oportunidad de entrevistarse con Ernesto: “vine a traerte a tu hija porque hace mucho que…” Ernesto la interrumpió: “Y de paso a pedirme dinero. Pues olvídalo porque no tengo. Con lo que saco aquí apenas me alcanza. ¿Por qué me miras así? ¿Vas a llorar? No seas ridícula, te están viendo.”
Carmen sintió la cara encendida: “Karina faltó a la escuela y yo pedí permiso en el trabajo para venir a verte.” Ernesto sonrió: “Ah, tienes trabajo. Pues entonces no estás tan mal.” Carmen fue sincera: “Gano muy poquito y con la niña tengo muchos gastos.” Ernesto se le plantó enfrente: “¡Párale! Tú quisiste tenerla aunque te dije muy clarito que no estaba de acuerdo con eso, ¿te acuerdas? Pues entonces no te hagas la víctima.”
Carmen levantó la mano con intención de cubrirle la boca y evitar que siguiera diciendo semejantes cosas delante de su hija. Ernesto le dobló la muñeca: “Que ni se te ocurra ponerme un dedo encima porque no te la vas a acabar.” Karina, asustada y llorosa, se prendió de la falda de su madre. En derredor de los tres empezó a formarse un grupo de curiosos. La última en aparecer fue una muchacha con los hombros tatuados: “¿Qué pasa, Jarocho?” Ernesto se mesó el cabello: “¡Nada! Que esta vieja vino a querer sorprenderme, pero como le falló se puso histérica. La muy imbécil hasta intentó pegarme, ¿tú crees?”
Carmen miró a los curiosos, pero ninguno salió en su defensa. Humillada, tomó a la niña de la mano y se alejó lo más rápido que pudo hacia el paradero. En el viaje de regreso quiso disculparse con Karina por haberla expuesto a una situación tan humillante y reiterarle su inmenso cariño, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Su desánimo se hizo aún más profundo al darse cuenta de que por una falsa esperanza su hija había perdido clases y ella 49 pesos que tanto necesitaba.
IV
Carmen ha ido postergando la explicación que le debe a su hija desde hace dos años y ya no piensa dársela. No tiene objeto recordarle a la niña algo tan desagradable que, por fortuna, parece haber olvidado. Ahora lo único importante es que Karina asista a un buen curso de verano, no importa lo que cueste ni lo que ella tenga que hacer para cubrir el gasto.
Carmen descarta la posibilidad de pedir horas extras porque en la fábrica ya no quieren pagarlas. Tendrá que buscar algo que pueda hacer en domingo, su único día libre. Si logra que la acepten como galopina en alguna fonda o como ayudante en el salón de belleza que se instala en el tianguis no podrá salir de paseo con su hija.
La asalta una inquietud: que la niña interprete su ausencia dominical como muestra de indiferencia o desamor, cuando es todo lo contrario. Para evitarlo está dispuesta a explicarle a Karina que para ella será muy doloroso privarse de su compañía; sin embargo, acepta el sacrificio con tal de inscribirla en un curso de verano en el que le enseñen nociones de inglés y de computación: las llaves del mundo.
Piensa en la ropa que esa mañana dejó en el tendedero. Confía en poder descolgarla antes de que llueva. De otro modo, tendrá que secar a plancha el uniforme de Karina: si no se presenta de blanco le prohibirán la entrada a la escuela. Carmen detesta imaginarse a su hija sola en la casa o deambulando expuesta a los peligros de la calle en vez de estar en clases.
Los estudios serán la única herencia que le dejará a Karina. En cuanto pueda va a inscribirla en cursos de inglés y de computación. “Las llaves del mundo”, dice el anuncio que ve al llegar y salir de la fábrica. Su labor consiste en hacerles los dobleces y ponerles los alfileres a las camisas recién hechas.
La suya es una tarea monótona y muy delicada. Si por accidente se pica un dedo y mancha de sangre la tela, le cobran la prenda. Carmen no se queja. Le da gracias a Dios de tener trabajo y un sueldo seguro. Hace dos años que no recibe aumento y no se atreve a reclamarlo por miedo a que la despidan. Entonces, ¿quién pagaría sus gastos y los de su hija?
Carmen siente una gota en la frente. Si llueve, el viaje hasta su casa será más tardado. Piensa otra vez en la ropa tendida en la azotea, en el uniforme de Karina, en sus temores de no poder sostenerle los estudios hasta que obtenga un título. Aunque falta mucho para eso debe tomar previsiones porque el tiempo se va volando. Parece que fue ayer cuando inscribió a su hija en cuarto año y en dos semanas saldrá de clases. Tendrá que buscarle un curso de verano.
El año pasado la inscribió en el que organizaron en el municipio. Las clases empezaban a las 10 de la mañana, tres horas después de que Carmen sale rumbo a su trabajo, y concluían a la una, siete horas antes de que llegue a su casa. Ese horario tan inconveniente y lo poco que aprendió Karina durante el curso la hicieron decidir que este verano la inscribiría en otro. Lo malo es que todos le resultan caros.
Por esta ocasión podría recurrir a Ernesto. Es el padre de la niña; jamás se ha ocupado ella y es hora de que lo haga. Desiste de inmediato al recordar su último encuentro hace dos años.
II
Para localizar a Ernesto tuvo que ir a los lugares que habían frecuentado juntos y entrevistarse con algunos de sus antiguos conocidos. El único que le dio una pista fue Reyes: “Me lo encontré un jueves atendiendo un puesto en el mercado de la San Felipe, nomás que de esto hace tiempo y quién sabe si él siga trabajando allí. Ya lo conoces: es muy inquieto. Se queda un rato en una chamba, luego se aburre y la deja.”
Carmen pensó que a Ernesto se le despertaría el instinto paterno al ver a su hija. Compró un vestido para la niña, se tiñó el cabello y le pidió permiso al señor Ocampo, el jefe de personal, para faltar a la fábrica el jueves.
“¿Por qué entre semana?” Ella le explicó que sólo esos días era posible hacer el trámite que iba a realizar. Ocampo accedió de mala gana, le aseguró que no estaba dispuesto a permitirle otras faltas y le advirtió que iba a descontarle el día. El recuerdo de lo que significó para ella perder 49 pesos en su presupuesto la oprime. Pero la angustia aún más recordar su encuentro con Ernesto.
III
Eran las 11 de la mañana cuando ella y Karina llegaron al mercado repleto de compradores. Ante las interminables hileras de puestos su hija le preguntó qué le iba a comprar y ella lamentó no haberle pedido informes más precisos a Reyes.
Con su hija de la mano, se puso a recorrer el mercado y a preguntar por Ernesto en todos los comercios. La contestación era la misma: “Aquí somos muchos. Como nos vemos sólo una vez a la semana nos tratamos muy por encimita. Más que de nombre nos conocemos por el apodo. Al señor que busca ¿le dicen de alguna manera?” Carmen lo ignoraba. Siguió su búsqueda bajo el calor, a ciegas, seguida de la niña, que insistía en detenerse frente a cada puesto.
Cuando estaba a punto de renunciar a la pesquisa vio a Ernesto conversando con un hombre de larga cabellera entrecana. Se inclinó para decirle a Karina: “aquel señor de camiseta negra es tu papá. ¿Ya no te acuerdas de él?” Sin esperar la respuesta de su hija le apretó la mano con fuerza y se dirigió hacia donde estaba Ernesto. Al verla, su sonrisa desapareció: “Quihubo, ¿qué andas haciendo por aquí?”
La pregunta estaba cargada de impaciencia. Carmen fingió no darse cuenta porque quizá no tendría otra oportunidad de entrevistarse con Ernesto: “vine a traerte a tu hija porque hace mucho que…” Ernesto la interrumpió: “Y de paso a pedirme dinero. Pues olvídalo porque no tengo. Con lo que saco aquí apenas me alcanza. ¿Por qué me miras así? ¿Vas a llorar? No seas ridícula, te están viendo.”
Carmen sintió la cara encendida: “Karina faltó a la escuela y yo pedí permiso en el trabajo para venir a verte.” Ernesto sonrió: “Ah, tienes trabajo. Pues entonces no estás tan mal.” Carmen fue sincera: “Gano muy poquito y con la niña tengo muchos gastos.” Ernesto se le plantó enfrente: “¡Párale! Tú quisiste tenerla aunque te dije muy clarito que no estaba de acuerdo con eso, ¿te acuerdas? Pues entonces no te hagas la víctima.”
Carmen levantó la mano con intención de cubrirle la boca y evitar que siguiera diciendo semejantes cosas delante de su hija. Ernesto le dobló la muñeca: “Que ni se te ocurra ponerme un dedo encima porque no te la vas a acabar.” Karina, asustada y llorosa, se prendió de la falda de su madre. En derredor de los tres empezó a formarse un grupo de curiosos. La última en aparecer fue una muchacha con los hombros tatuados: “¿Qué pasa, Jarocho?” Ernesto se mesó el cabello: “¡Nada! Que esta vieja vino a querer sorprenderme, pero como le falló se puso histérica. La muy imbécil hasta intentó pegarme, ¿tú crees?”
Carmen miró a los curiosos, pero ninguno salió en su defensa. Humillada, tomó a la niña de la mano y se alejó lo más rápido que pudo hacia el paradero. En el viaje de regreso quiso disculparse con Karina por haberla expuesto a una situación tan humillante y reiterarle su inmenso cariño, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Su desánimo se hizo aún más profundo al darse cuenta de que por una falsa esperanza su hija había perdido clases y ella 49 pesos que tanto necesitaba.
IV
Carmen ha ido postergando la explicación que le debe a su hija desde hace dos años y ya no piensa dársela. No tiene objeto recordarle a la niña algo tan desagradable que, por fortuna, parece haber olvidado. Ahora lo único importante es que Karina asista a un buen curso de verano, no importa lo que cueste ni lo que ella tenga que hacer para cubrir el gasto.
Carmen descarta la posibilidad de pedir horas extras porque en la fábrica ya no quieren pagarlas. Tendrá que buscar algo que pueda hacer en domingo, su único día libre. Si logra que la acepten como galopina en alguna fonda o como ayudante en el salón de belleza que se instala en el tianguis no podrá salir de paseo con su hija.
La asalta una inquietud: que la niña interprete su ausencia dominical como muestra de indiferencia o desamor, cuando es todo lo contrario. Para evitarlo está dispuesta a explicarle a Karina que para ella será muy doloroso privarse de su compañía; sin embargo, acepta el sacrificio con tal de inscribirla en un curso de verano en el que le enseñen nociones de inglés y de computación: las llaves del mundo.
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